miércoles, 22 de noviembre de 2017

Y NO LE TEMBLÓ EL PULSO

Cuando el capitán de una compañía cae en primera línea, pueden pasar dos cosas: si el cuerpo de ejército está bien disciplinado y sabe lo que quiere se mantiene formado y avanza como si su jefe continuara en pie; pero si cunde el desconcierto, la debacle es total. ¿Qué ocurrirá con la batalla judicial contra la insurrección separatista ahora que el encargado de guiarla no está ni volverá a estar al frente de la lucha jurídica? Los interrogantes se apelmazan en situaciones tan graves como la actual. La muerte, siempre inoportuna, ha sido esta vez alevosa, por cuanto deja al estado de derecho a los pies de los caballos siempre encabritados de la impunidad.
El nombre y la imagen de José Manuel Maza estarán siempre asociados en la memoria de muchos a una escena clave de la tan asendereada vida nacional desde el pasado 6 de septiembre. Fue el Fiscal General el primero en desenfundar las armas de la Ley para incriminar a cuantos hubieran participado en la intentona golpista de Cataluña. Lo hizo con una resolución y un temple que últimamente se añoran dondequiera que uno mire a lo largo de la política nacional, al menos dentro de los confines de los arcos parlamentarios. Para quien pusiera en los sucesos de aquellos días la atención que merecían, las palabras de Maza supusieron un respiro, hasta el extremo de recibirlas de su voz como si las hubiésemos redactado nosotros mismos. Era la ansiada determinación, el espíritu asertivo que proporciona tomar las riendas, o si se prefiere el toro por los cuernos y tirar “palante”, que diría un castizo. Justo lo que echamos de menos en quien le nombró.
Hasta ahora, teníamos dos personas, dos instituciones encarnadas por ellas, que eran garantía última de fiabilidad en los resortes legales de la unidad nacional: el Rey y el Fiscal General. El comunicado de éste último al que me vengo refiriendo, leído el 30 de octubre en la sede del órgano judicial con la solemnidad que exigía la actuación en cuestión, constituía la más contundente reacción por parte del ordenamiento jurídico ante el dantesco acto delictivo registrado tres días antes. Terminó la lectura del texto sin que la mano le hubiera vacilado ni un instante, lo cual, teniendo en cuenta la envergadura del paso dado —la presentación de querellas contra todos los promotores de la independencia, empezando por el Gobierno catalán— me pareció un rasgo digno de un gran hombre. Era un detalle que contrastaba con otro de una vileza inaudita. Los amantes de los medios audiovisuales solemos fijarnos en estas cosas. La primera sesión parlamentaria para aprobar la independencia, la que finalizó el 6 de septiembre con la votación forzada de la llamada “ley del referéndum”, fue retransmitida íntegramente y en directo por la televisión catalana. No hace falta añadir que TV3 sirvió la señal que más convenía a sus mentores, tal y como sigue haciendo hoy aunque los supervisores, en teoría, hayan cambiado. Cuando llegó el momento de votar, tras unos debates de sainete dramático, los no secesionistas se ausentaron de la sala, pero dejaron banderas españolas y catalanas en sus escaños. Todos esperábamos ver un plano general de los diputados presentes y de los asientos vacíos. Pero la manipuladora televisión autonómica cerró el zoom de la cámara y lo fijó, durante minutos y minutos en el busto parlante de la presidenta Forcadell, que había forzado torticeramente cada minuto de aquella jornada para sacar adelante “como fuera” la ley de ruptura. Fue un engendro informativo condenado en todos los manuales de lenguaje televisual del mundo, salvo, probablemente, los bolivarianos, los castristas y los norcoreanos. Lo cierto es que TV3 escamoteó a todos la realidad de medio Parlamento aprobando de hecho la secesión del “país”.

Tal desmán, como decía, estaba en las antípodas de aquella otra ilustración audiovisual de un fiscal general exponiendo concisa y someramente la postura del estado ante el reto protagonizado por una parte, ciertamente muy minoritaria, de su población. Recientemente, el fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, Jesús García Calderón, escritor impenitente e inspirado además de amabilísima persona, y subordinado jerárquico por tanto del finado, refería que el artículo 48, si no recuerdo mal, de la reglamentación de actos notariales —agradeceré a quien corresponda que me rectifique si me equivoco— era un poema medido con la sobriedad de la hondura desnuda, requisito éste que todo vate con talento cultiva. Pues eso mismo reconocí yo en la pieza de José Manuel Maza, que podemos escuchar de su boca gracias al milagroso Internet. Y nuevamente, observando las faltas en el último adiós, la talla de los grandes se fija por la raza de los ladradores. Como siempre.

viernes, 10 de noviembre de 2017

SÍ, HAN DESPERTADO AL LEÓN

En los artículos de Rafael Sánchez Saus, excelso docente universitario de los clásicos, historiador benemérito y sobre todo grandísima persona, tenemos siempre destellos que nos ayudan a comprender lo que está pasando, algo que, en definitiva, es lo que quienes escribimos o hablamos —en ocasiones más de la cuenta— constituye nuestra razón de ser. Su proclama acerca del “español anónimo” que colgó la primera bandera en su balcón mueve a pensar, y mucho, que a menudo nos han enseñado, a nuestra generación ya en edad adulta, a venirnos abajo, salvo en un campo de juego que ustedes ya saben cuál es. La remontada de la vocación española, hecha visible en las calles de Barcelona sólo tres días después de la supuesta declaración de independencia y revalidada más tarde, fue como el gran zamarreón que un lejano día de Cuaresma aconsejó el abogado sevillano Manuel Toro en su pregón a los cofrades para salir del muermo, como se agita el cirio cuando acumula demasiada cera líquida para que no ahogue la llama del pabilo. A “espabilar”, en suma. En este caso, estamos asistiendo al despertar de una conciencia que parecía muerta pero, como Lázaro, sólo aguardaba las palabras justas —las de la independencia de Cataluña— para pasar a los hechos, salir a la calle y emigrar, como en el impresionante cántico de Garabaín, de la muerte a la luz.
Confieso que durante los días posteriores a la tercera tentativa histórica, también desbaratada, de secesión catalana (esperemos que a la tercera se rindan los golpistas contumaces, aunque es mucha esperanza) mi desaliento iba parejas con mi estupor. Me sentía indignado principalmente con mis gobernantes, que tras haber recibido una lección ejemplar por parte de Su Majestad el Rey, parecían hacer oídos sordos al mensaje y dejaron que los hechos consumados triunfasen. Reconozco también que a día de hoy ignoro si mi convicción de que nunca se debió haber llegado a esto y que la herramienta para evitarlo siempre fue una aplicación más temprana del 155 estaba en lo cierto o no. ¿Y si fracasa la fórmula electoral de última hora para evitar la suspensión completa de la autonomía catalana que demandaba la asonada golpista? Cada día encuentro más averiadas mis hipotéticas dotes de profeta. Aznar lo ha dejado claro: “Las cosas se pondrían peor que antes del 155”.
Pero, por mi parte, empiezo a salir de ese estado de amargura en el que me sumió el malhadado paso de los setenta parlamentarios catalanes; se disuelve poco a poco el nudo en la garganta y en el pensamiento que me tenía maniatado y vuelvo a escribir, señal siempre de que la vida sigue, como la fe en ella, y se restablece desde los también necesarios territorios del silencio. No obstante, para mí, y desde que he visto las rojigualdas lucir y ondear al aire de España me consta también que para otros muchos, éste ha sido un episodio sin precedente en nuestras vidas y que quiera Dios no se repita, porque la huella que ha dejado en millones de ciudadanos —y es que antes que eso somos personas y pertenecemos a una cosmovisión común como españoles— va a perdurar en nosotros mientras vivamos, como una sensación de vértigo extraña a nuestra manera de percibir los cosas, que nos convierte también en ajenos a nosotros mismos. Y eso, amigos, es lo más grave que, como comunidad de individuos inteligentes, nos puede suceder.

Repongámonos, sí, emborrachémonos por un día de patriotismo, para enjugar en el vino del orgullo nacional el triunfo de la razón que siempre estará con la unión —“Unión de Reinos”, gestada por los Reyes Católicos y embrión de nuestra gran nación— y por lo tanto contra la división. Tras tanto tiempo de complejos y timideces, es necesario recuperar la autoestima como españoles. Es inexcusable, después del desafío recibido, del guante estrellado (“estelado”) en nuestras caras. Y al día siguiente, como cantaba María Ostiz, a trabajar; es decir a buscar ocupación para nuestra juventud —también para ésa extraviada por los cabecillas de la revuelta— antes de que sea demasiado tarde y cumplan demasiados años. Obviamente, hablo de un trabajo digno, no del que en la actualidad predomina en el mercado español. Porque ésa es la única manera de que, gane quien gane las elecciones el día 21 de diciembre o cuando sea, un país renazca de sus peores pesadillas y conquiste un futuro hermoso para todos, repleto de oportunidades para ejercer la libertad de ser españoles.

(Publicado en las cabeceras del grupo Joly el 10/11/17)

http://www.diariodesevilla.es/opinion/tribuna/despertado-leon_0_1189681583.html

martes, 7 de noviembre de 2017

ENFOQUE AUTOMÁTICO

La gran batalla secesionista consiste, básicamente, en hacernos creer, o mejor percibir, que Cataluña es el ombligo del mundo. O sea, que estamos ante una contienda informativa. Comprendo que para mis colegas, en un tiempo de periodismo en papel y tiempo continuo y competencia desbocada, el asunto catalán —los independistas preferirían que le llamáramos “cuestión”, que viste más— acapare la atención general. Pero cuanto más tiempo dediquemos a un litigio que chocó en las paredes de lo irreductible hace más de un siglo más combustible repostaremos en los depósitos de un nacionalismo ciego por antonomasia como es cualquier movimiento antihistórico. Y los regionalismos exacerbados —todos, en potencia— lo son en grado sumo.
En términos fotográficos, podríamos hablar de “enfoque automático”. A los aficionados consumados, no digamos a los profesionales, les gusta disponer de enfoque manual, porque el “AF hace lo que quiere”. Para contrarrestar la obsesión catalana, que hoy por hoy es un problema sub iudice, podríamos hablar de muchas otras cosas de la misma o mayor entidad y que deberían preocuparnos al menos tanto como los melindres de una comunidad demasiado mimada. Como por ejemplo, la matanza en la iglesia baptista de Estados Unidos (que se une a otras muchas en una ola cuya raíz ha puesto de relieve el presidente Trump al denunciar el fracaso de las políticas progresistas en salud mental, porque las armas no se disparan solas). O la tragedia que para los españoles sigue suponiendo la muerte de trescientos inocentes no nacidos cada día. O la escalada de tensión en Corea del Norte y un radio de acción que ya alcanza al suelo norteamericano. O la subida de la luz un 12 por ciento y la inminente del petróleo tras el arresto de once miembros de la familia real saudí por orden del príncipe heredero. O la inoculación del veneno diabólico que cada Día de Todos los Santos se cuela en las alcobas de nuestros niños y adolescentes como antes lo hizo el humo de Satanás en la mismísima Iglesia Católica (Pablo VI dixit).
Pero ya que lo que nos rodea en este momento como españoles es la invasión del particularismo territorial con sesgo catalán y permanente campaña rupturista, traigo a colación el caso de Jesús, otro miembro de mi gremio que fue vencido por el cáncer de colon hace sólo unos días, sin que la enfermedad le diera tiempo de ver publicado su libro en el que vertió sus vivencias al hilo de las carreras en las que participaba. Porque Jesús, que fue periodista durante tres décadas, sentía pasión por el deporte. La historia completa la tienen en un reportaje de El confidencial. Y viene su caso a cuento de la idea que lo preside en los titulares: “Si viviera en Euskadi me habría salvado”. Donde ponemos Vascongadas podríamos escribir Navarra, La Rioja o Valencia. Lo cierto es que éstas son las únicas regiones que llevan a cabo programas de detección precoz de este tipo de cáncer. Los números los da la Asociación Española Contra el Cáncer, y son aplastantes. La prueba cuesta dos euros, y tratar a los enfermos saldría por 65 millones, cuando en la actualidad pasa de mil. ¿Por qué no se extiende este plan a toda España? Eso quisiera yo saber. A Jesús ya no le servirá, pero a los 41.000 diagnosticados anuales podría devolverles la vitalidad. Salvando las distancias, yo mismo, diabético, he de aprovisionarme de medicamentos si quiero pasar más de veinte días fuera de mi comunidad autónoma, porque la tarjeta sanitaria no sirve fuera. Antes pertenecíamos a un “Sistema Nacional de Salud”, que ya ha desaparecido de dicho documento, como si se tratara de un país diferente (Andalucía). Lo mismo sucedió con el INEM (Instituto Nacional de Empleo), el Instituto Nacional de Meteorología o el Instituto Nacional de Industria. Aún nos quedan —esperemos que, después del golpe separatista, duren mucho— Radio Nacional de España y, extrañamente, el Instituto Nacional de Estadística.

Lo cierto es que el término “nacional” ha ido desapareciendo de la nomenclatura nacional, sustituido en el mejor de los casos por “estatal”. Ya se sabe que el concepto de nación es discutido y discutible, según aquella eminencia del Derecho que estaremos pagando vitalicia y copiosamente como ex presidente del Gobierno “del Estado”. Mientras lo español se replegaba a la guarida mostrenca y burocrática del Estado, los catalanes iban ganando espacio en la institución de su “nacionalidad” (empezando, un ya lejano día, por el Museo “Nacional” de Arte). Lo peor es que el PSOE sigue en sus trece, confundiendo federalismo con liga de naciones con sus correspondientes estados, que es lo que Sánchez y compañía no se cansan de presentar como panacea, para apuntalar al PSC y recuperar sus votos perdidos.

Coda: Olvidé dos instancias que conservan, de momento, la "nacionalidad" española: Renfe y la Policía Nacional. Pero que no caigan en la cuenta los timoratos, que nos ponen Red Estatal de Ferrocarriles Españoles y Policía del Estado antes de que cante un gallo.