jueves, 18 de enero de 2018

EL LADO LUMINOSO DEL XVII SEVILLANO

El profesor Enrique Valdivieso, seguramente el mayor experto vivo sobre Murillo, dio hace algunos meses, cuando los fastos apenas se esbozaban, una lección magistral de carácter casi íntimo a un grupo de gente inquieta de la ciudad en la que el pintor vino a nacer que perdura en la memoria de quienes a ella asistimos. Aquella tarde, en plena sobremesa y ante un auditorio encandilado que parecía escuchar sus palabras como si de la estantigua de San Telmo se tratase (trocada la dureza pétrea en sensibilidad a flor de piel), este talento sevillano de Valladolid pronunció un discurso a los postres, salteado de preguntas emocionadas. El maestro nos tomó de la mano e hizo que nos sintiéramos espías de Murillo. Dejó a un lado las latas de membrillo y el aburrido lenguaje de las tesis. Pero no la imaginación. Nos situó en una puerta de la Sevilla alucinada, torturada, lacerada por la epidemia de 1649. Y desde allí, fuimos siguiendo al artista por los suburbios dolientes de una población diezmada.
Valdivieso logró transportarnos, meta sempiterna de todos los contadores de historias. Se reveló como un excelente prosista improvisado, como un bardo ciego —¡él, con su mirada de vista rápida!— que concentrara mil iconos en una palabra para derrochar el verbo del arte sin clasificar. Y nos explicó el por qué de Murillo. En otras palabras sin duda, vino a decirnos: “Los sevillanos necesitaban, en ese momento histórico, alguien que los sacara de la peor pesadilla que vieron los siglos. Y encontraron a Murillo deambulando por sus calles, en busca de niños harapientos, roñosos y muertos de hambre, pero bellos como sus Inmaculadas. La pintura profana de Murillo, y también la religiosa a su manera, fueron como una operación humanitaria de rescate estético y ético. Un respiro. Él vio en aquellos hijos de Dios ávidos de misericordia, huérfanos, perdidos, andrajosos y sin más futuro que un hilo de esperanza biológica, el lado luminoso de la vida, la luz, y decidió llevarlos a los lienzos como un consuelo para tanto sufrimiento humano que le salía al encuentro. La ciudad estaba laminada, psicológicamente triturada, llorando a sus muertos noche y día. Sólo le quedaba el pincel de Murillo. Y lo aprovechó. Vaya si lo aprovechó.”
Nos quedamos boquiabiertos. Murillo, apóstol de la vida en una Sevilla atribulada, donde el olor a cadáver se mezclaba con el eco de las rogativas. Quienes llevamos media vida buceando en la historia fidedigna de la “muy noble” sabemos bien que el significado de aquella alocución breve y acerada, como una punzada de los millones que se embalsaron en la Sevilla de aquellos años, respondía sin la menor traición a lo sucedido entonces. Traigo a colación una “anécdota” (no puede ser más luctuosa pero rica para la historiografía) que hallé en un libro de actas de la hermandad de la Carretería correspondiente a aquellas fechas. Un domingo, los toneleros se reúnen, convocados por el muñidor, para elegir oficiales. En aquel ajado papel me salieron al camino un puñado de nombres anónimos. A continuación, el acta recogía los esfuerzos, sobre todo económicos, para llevar a cabo la estación de penitencia y la procesión de la Pascua de Resurrección (dos salidas en cuestión de pocos días). Pasé las páginas. Reconozco que me asaltó un temblor sordo, a solas como estaba con aquella memoria histórica que empezaba así: “En Sevilla, a 17 de abril de 1649, se juntaron los hermanos que quedaron bibos”. Sí, una semana más tarde, aquel domingo cuaresmal o tal vez de Ramos, había que volver a elegir junta de gobierno, porque la mayoría había sucumbido víctima de la bubónica. En aquel momento decidí que dicha frase encabezaría mi libro “Dios, hombres, ciudad” bajo la dedicatoria “A mis hermanos de la Carretería. Los que se fueron y los que viven”.

Ahora que se despliegan a toda prisa las velas del cuarto centenario, y que don Enrique Valdivieso habita en el relativo olvido —cruel como la peste— de su morada a dos pasos de la eterna que acoge los restos de aquellas retinas universales, es buen momento para reflexionar sobre el lado luminoso del siglo XVII sevillano, el que permitió que la ciudad se sobrepusiera a su apocalipsis, gracias, en buena medida, al mensaje que dejó en ella la pincelada del genio.

(Publicado en ABC de Sevilla el 18 de enero de 2018)

viernes, 12 de enero de 2018

LA LOCA CARRERA DEL MERCADO

El siglo XXI no nos da para sustos. Durante los diecisiete o dieciocho años, según se mire, transcurridos desde el pistoletazo de salida hemos creído, de veras, que vivíamos en un mundo nuevo y feliz, como auguró Karina. Era el mundo de Internet. Ahora, con la desaparición de la llamada “neutralidad”, o lo que es lo mismo, la red igualitaria, Estados Unidos, o sea Internet, nos anuncia otro mundo nuevo, ignoro si también feliz. No estamos preparados para tantos cambios y de tal calibre. O tal vez sí, porque de lo que se trata no es más que de una nueva operación de mercado. Va a resultar que estos tres lustros y pico de Internet como medio de telecomunicación en el que cabía todo eran, al fin y al cabo, una promoción comercial, como un periodo de prueba gratuita. Una vez aclimatado el personal, es decir, enviciado, cuando ya se ha conseguido que sobre todo la gente joven no pueda vivir ni un minuto, de día o de noche, sin estar enganchado a algún dispositivo de red social, ha llegado la hora de revelar la verdadera cara de Internet, un inmenso, universal mercadillo por cuya ocupación habremos de pagar.
Desde hace algún tiempo vengo observando que la última gran baza de nuestro capitalismo, la tecnología derivada de la investigación científica, ha tocado techo. Quizás el mejor exponente de ello sea el frenazo producido en la célebre compañía de la manzana mordida (puede que ahora sepamos por qué) en su hasta no hace mucho producto estrella: el ipad (aipod para los amigos de aquí, incluidos los colegios concertados que en su día obligaron moralmente a los padres a comprarlos para uso académico de los alumnos). Lo mismo ha ocurrido con la miniaturización, que fue no hace mucho la gran batalla de los fabricantes: ocupar cada vez menos y menos espacio físico. ¿Para qué? Para reunir en volúmenes ergonómicos características técnicas cada vez más ambiciosas que hasta entonces eran caras y aparatosas. Incómodas, en una palabra. Fuimos asistiendo así al encogimiento primero de transistores, después de televisores, luego de cámaras y finalmente de teléfonos móviles inteligentes. Hasta que la ciencia tropezó con la naturaleza. El abuso del progreso no está bien visto en la Creación. Demasiados antibióticos inmunizan a las bacterias. Demasiada competencia se topa con la mano humana. O con el ojo humano. O con el ritmo de los días.
Si observan cuidadosamente la deriva de los móviles, verán que, llegados a un punto, no reducen más su tamaño. La carrera de la miniaturización ha llegado a la meta, que es la mano de un humano joven. Pueden añadir mayores cotas de perfección a los componentes miniaturizados, pero ahí también se estrella la tecnología con el cuerpo humano y sus limitaciones, que son al mismo tiempo sus grandezas. Y es que todo en nuestros ojos está configurado para la transmisión de datos o impulsos al cerebro con un umbral de definición, por encima del cual ya puede inventar el mercado 4 kas, 5 kas o infinitos kas, que todo es inútil. Esto es extensible a multitud de recursos materiales que hacen nuestra vida más fácil en apariencia, pero más compleja, menos dúctil y más hiperactiva en la realidad.
Hablo, evidentemente, del ámbito doméstico y callejero, no del industrial ni del institucional destinado a cubrir necesidades masivas o a resolver problemas de gran alcance, como el sanitario o el alimenticio. Ahí, la tecnología tiene todos los campos abiertos. Pero en el gran escenario del consumo, que es donde nos movemos de ordinario y con el que nos relacionamos más directamente, la oferta tiene un serio problema, Huston. Y no es uno más. De ahí, supongo, que haya decidido dar una vuelta de tuerca y acabar con el gratis total de los portales de Internet.
Si de los inmediato pasamos a lo metafísico —es broma, tranquilos— puede que estemos asistiendo a la última gran mutación de un ciclo histórico muy largo cuyo arranque podríamos fijar en la revolución industrial y que podríamos asociar, precisamente, a la necesidad, o mejor dicho, a la obligación de cambiar permanentemente. Cada especie animal tiene su biorritmo, y aquí voy a lo que antes pergeñaba: el día tiene 24 horas, ¿no es cierto? (que diría un ejecutivo agresivo ante una pizarra blanca en la que acaba de escribir 24). ¿Es posible para un ser humano digerir en ese tiempo el aluvión sistemático de información de todo tipo que le induce a no quedarse atrás en la loca carrera del consumo? Esto no tendría mayor importancia si nos hubiesen educado para consumir razonablemente, pero lo cierto es que, como todas las revoluciones, la industrial acabó también, en su sed de cambio, con cuanta sabiduría a este respecto habían conseguido milenios de civilización y cultura.
Me remonto mucho, ya lo sé. Pero, como dice la Biblia que escuchamos en las misas los que seguimos yendo —que somos más de los que otros intentan que parezca pero menos de los que sería bueno que fuesen—, un día es un año para Dios y un año un día. ¿Qué son 150 años para la vida de la Humanidad? Tal vez en Atapuerca tengan la respuesta.
En todo caso, la velocidad, esa diosa de nuestro tiempo, nos ha llevado al filo de un abismo: un Internet de pago, y caro además. Predecía Al Gore, siendo vicepresidente con Clinton —y predecía bien— que Internet lo cambiaría todo. Es la magia de la palabra cambio. A combatir el cambio climático se ha dedicado después, incluyendo la venta de miles de deuvedés a la Junta de Andalucía para los centros educativos. Gore sabía muy bien que, como todos los avances tecnológicos, si tienen éxito en los ensayos militares también lo tendrán en la sociedad de consumo.

En definitiva, la coacción ambiental para que forcemos el ritmo de los días y las capacidades del cuerpo humano ha neurotizado a las nuevas generaciones porque se trata de una pulsión imposible, de una compulsión. Ni el tiempo, ni nuestro organismo ni nuestra mente van a adaptarse a los dictados artificiales. Al menos hasta el nuevo big-bang.

lunes, 1 de enero de 2018

ERRADICAR EL FRANQUISMO

Los periodos de la vida, que historia son, se pueden releer, tratar, exaltar o minimizar. Pero nunca se pueden borrar. Los 39 años de franquismo que España gozó para unos y sufrió para otros ocupan otros tantos de biografía para los más veteranos del lugar y en todo caso su herencia forma parte, guste o no, de nuestra propia personalidad individual y colectiva. Y de nuestra edad, sea la que sea. Las naciones nunca parten de la nada. Esto vale para nuestra Patria, pero también para pueblos y tierras que, como la antigua Unión Soviética, se sitúan, teóricamente, en las antípodas de esos 39 años ampliables cuantos queramos hasta nuestros días.
El franquismo, como corresponde al régimen político y al estilo social que precedió a los actuales, no se puede erradicar. Conviene, desde luego, conocerlo cada día mejor, y honrar a quienes antaño no tuvieron de los vencedores en la terrible guerra que dio lugar a ese tiempo los honores merecidos. Pero nada más. Suprimir por ley (de Memoria Histórica) o por el simple deseo de quienes se consideran albaceas de los vencidos toda una etapa de nuestro pasado que tanto ha influido en nuestro presente es, llanamente, un acto de lesa verdad. Y este tipo de traiciones a la realidad acaban siendo siempre justicieros.
Treinta y nueve años son toda una vida. De aquel lapso forman parte generaciones de españoles que jugaron en las calles, aprendieron en las escuelas y universidades, trabajaron en fábricas y oficinas, se enamoraron y se casaron, soñaron con formar familia y a menudo la tuvieron numerosa, y en todo momento lucharon por desterrar de sus mentes la más atroz peripecia de odios cainitas que se pueda imaginar. Cierto día, muchos años después, Franco le confió a su primo y secretario que “una guerra civil es lo peor que le puede suceder a un país”. En pleno despertar de las libertades que le siguieron, el editor de Diario 16 —nada sospechoso de continuista— encomendó al grupo musical onubense Jarcha una especie de himno a los aires nuevos. Hoy, “Libertad sin ira” rechina. Y no precisamente por su talante “revolucionario”: “Pero yo sólo he visto gente muy obediente hasta en la cama. Gente que sólo quiere su pan, su hembra y la fiesta en paz.” Y alargaba el solista la “aaaaz”. Hoy sería casi motivo de procesamiento por machismo. Pero entonces respondía a lo que el pueblo español ansiaba: libertad en paz.
Recién acabada la guerra, el orden era el inverso, como es natural: paz y libertad. Conforme se fue consolidando la paz se fue olvidando la libertad, que en los años republicanos había sido sistemáticamente utilizada para destruir a la primera. Lo cierto es que el denostado —y prohibido— franquismo arrancó de una crudelísima guerra civil y agonizó en brazos de un país pacificado. Esto, evidentemente, algunos nunca se lo perdonarán.
Treinta y nueve años, amén de ser una vida, dan para mucho, bueno, malo y regular. Lo importante es qué dejan para la posteridad. Que 42 años después sigamos ajustando cuentas de entonces es muy significativo de hasta qué punto lo que importa no es el franquismo, superarlo con altura de miras y afán constructivo, sino disimular el gran fracaso histórico mundial de la izquierda revolucionaria que es la que sigue, dos generaciones más tarde, rompiendo la unidad nacional que forjó el espíritu de los Reyes Católicos, tan lejos y tan cerca de nuestra actualidad. Aquella “Unión de Reinos” que, por primera vez en nuestra historia, anteponía la comunidad de intereses en el bien común a cualquier otra consideración, es lo que sigue estando en el punto de mira de los uniformadores de opinión pública. No el franquismo.
Recomiendo a quienes no se casan con nadie la lectura de los libros del eximio historiador Luis Suárez sobre los Reyes Católicos y sobre Franco. Son difícilmente emulables en cuanto a documentación y conocimiento de la materia. Los seis tomos en torno al Caudillo se acercan a las cinco mil páginas, con unas sabrosas notas que a menudo no tienen desperdicio. Suárez fue represaliado por el Gobierno de Zapatero, de cuya financiación dependen las academias, por escribir en la obra sobre personajes contemporáneos que preparaba la de San Fernando que el régimen de Franco empezó siendo una dictadura personal pero evolucionó (adecuadamente) hasta convertirse en un sistema autoritario.
Acaba de expirar Carmen Franco Polo, la única hija del que fuera Jefe del Estado durante casi cuatro décadas. Vuelvo a las sugerencias: lean un reportaje de Nieves Herrero en El Mundo y una carta de Francisco Franco  Martínez-Bordiú (hijo de la finada) en el ABC. Ahí es donde está la verdad histórica, no en el sectarismo vengativo de ningún mindundi.

Por cierto, que de no ser porque tenemos un gran Rey —la fortuna no siempre iba a sernos adversa— con el arrojo necesario para intervenir cuando ha sido ineludible, seguimos siendo ciudadanos de España. Porque si en vez del Borbón repuesto en el trono por el Generalísimo tuviéramos hoy un presidente de la República otra vez (un Rajoy, verbi gracia)… prefiero no pensarlo.