domingo, 23 de junio de 2019

DE LOS "DOWN" A LOS MÓVILES INTELIGENTES


Los conocidos como tiempos modernos, que hace casi un siglo ya escarneciera Chaplin, nos han traído maravillas, sobre todo en el terreno técnico-médico, aunque a decir verdad muchos de los problemas que la ciencia ha resuelto o paliado los había creado ella misma. Hoy me voy a referir, de nuevo, al más escalofriante de todos: el aborto. Soy consciente de que cada día que pasa resulta más arriesgado hablar de ello desde un punto de vista digamos crítico. Ocurre siempre que se pone en solfa un dogma. Pero la fuerza de amigos que se mueren, la única verdad incuestionable, me arma de valor, sabiduría y humildad.
Tienen ustedes en El Confidencial un reportaje de esos que algún día alguien repescará para hacer un trabajo sobre la historia de la (des) Humanidad, como hoy desempolvamos archivos clasificados de un ayer tenebroso. También actualmente se tapan  cosas con paladas de silencio, el mejor impermeable para aislar el cuerpo de la vergüenza y el frío. Dicha pieza periodística revela cómo la sociedad española ya no oculta a los que de adolescentes llamábamos tontos en el armario más recóndito de nuestras casas... porque ya van quedando muy pocos. “Claro, es la buena alimentación, las vacunas, la vida sana, el deporte”, dirán ustedes. No, es el aborto, señoras y señores. En cuarenta años hemos pasado de tener 300.000 “downs” entre nosotros a 35.000, un 88 por ciento menos. Noventa y cinco de cada cien madres embarazadas en España a las que se detecta un hijo con esta trisomía en el cromosoma 21 deciden no tener a sus bebés. Mala suerte para ellos. De los 400.000 nacimientos anuales, sólo 150 se libran de la “ive” letal. A este paso, en 2050, por fin, España se librará de nuevos down: no nacerá ninguno.
La eliminación de barreras morales, de escrúpulos humanitarios y de cualquier factor reflexivo que suponga una traba para la selección artificial imitadora de la darwiniana caracteriza a la civilización de los derechos humanos menos el de la vida que se autodenomina “progresismo”. El desprestigio, cuidadosamente diseñado, de cualquier valor tradicional, ha permitido la asunción social de los datos estadísticos antedichos como lo más normal.
¿Hasta cuándo? Puede que sean los historiadores los mejor preparados para ayudarnos a interpretar el carácter cíclico de nuestra especie. Quienes hemos leído algo que no se nos haya impuesto —ya sé que somos excrecencia— tenemos la sensación de haber visto esta película no una sino muchas veces, como si se tratara de un Sísifo neurótico que sólo se siente real transportando la misma piedra sobre sus espaldas una y otra vez, incansable y angustiosamente.
Si pasean a menudo (yo lo hago, por motivos de salud) por nuestras ciudades, habrán comprobado que ya es muy difícil recorrer veinte metros a ciertas horas sin que estemos a punto de llevarnos, como en el rugby, un pechugazo de alguien, generalmente joven, que se comunica con el mundo circundante a través de su dispositivo móvil. Y es que en nuestro mundo moderno, los teléfonos inteligentes han sustituido a los down. ¿O son algunos usuarios de esmarfones los que ocupan su lugar? Ustedes recordarán la moda cinematográfica y apocalíptica que veía en los ordenadores una amenaza de tiranía capaz de esclavizar a los padres de las “criaturas”. No nos hemos dado cuenta, pero, como decía la niña de “Poltergeist”, “ya están aquiíiii”. Son los móviles, amos y señores de los “nativos” que los usan en un mundo donde ya apenas nacen deficientes porque todos vamos camino de sobrevivir en una isla de humanos robotizados y domesticados por unos pocos programadores adscritos al capital o a su enemigo. Piénsenlo y verán como no les miento.

jueves, 6 de junio de 2019

VALORES DE USAR Y TIRAR


La palabra “consenso” era de significado desconocido para el común de los españoles hasta que la Transición la puso de moda. Su implantación en la vida pública, incluso en parcelas de la social y hasta familiar, respondía a la alargada sombra de aquel conflicto apocalíptico que hizo confesar a Francisco Franco a su primo y secretario: “Una guerra civil es lo peor que le puede pasar a un pueblo”. Frente al garrotazo goyesco —sucedáneo gráfico para una población desarmada de los fusilamientos gabachos— se imponía la búsqueda, más o menos desesperada, de la paz futura, ya que la pasada seguía siendo fruto de armisticios sin cuartel.
Pero cada época histórica tiene su vocabulario, incluso su semántica. Lo que en el 76 quería decir la palabra “consenso” hoy tenemos que traducirlo por chalaneo. De hecho, las elecciones ya carecen del valor que antes tenían y que siempre habíamos conocido: unos ganaban, otros perdían; los primeros formaban gobierno, los otros iban a la oposición. Y si se conformaban mayorías innovadoras cualificadas y sólidas, el sistema iba mutando imperceptiblemente. Los primeros años de Felipe González fueron un ejemplo de libro de cuanto digo, con cuestiones de fondo que pasaron como si fueran puro trámite: independencia judicial, integración en la OTAN, aborto, intervención de Rumasa, reforma/revolución educativa y sobre todo un mapa autonómico cargado de transferencias que convirtió a España en irreconocible hasta llegar a la nación —o sea, a la soberanía nacional— como “concepto discutido y discutible”. Hay que admitir que en esto de camuflar subversiones profundas so capa de procesos progresistas de obligado seguimiento por depender del ritmo y el rumbo de la Historia los socialistas han sido siempre maestros indiscutibles. Y para demostrarlo, ahí está Rodríguez Zapatero, transformando España para, a continuación, acercarla al modelo chavista.
Agotado y rebasado incluso por la izquierda el programa socialista, los partidos con representación parlamentaria, todos menos uno, andan zarandeados por el destino aritmético en pos de los consensos, hoy llamados pactos. Y los grandes náufragos son los valores. En los setenta, hubo muchos valores, por parte de flancos diversos, que se quedaron en el camino, en aras del consenso pacificador. Se dejaron mucho más que pelo, tiras de piel, en la gatera. Pero lo que estamos viendo hoy es infinitamente más grave. Es la desconfiguración completa del sistema de fuerzas, de sus idearios, la feria de mercaderes en la que se pone en almoneda lo que haga falta con tal de alcanzar cuotas de poder. Las exigencias que se están disparando, especialmente desde sectores del PP y de Ciudadanos, teóricamente afines, sobre VOX para que ceda al ninguneo y apoye ciegamente a cualquier cosa que evite la horrenda palabra —“Carmena”— en las instituciones es mucho más que lamentable. Es descorazonador, por evitar epítetos que alguien pudiera “malinterpretar”.
La llamada “atomización”, que no es sino pasar de dos grandes partidos nacionales a cinco (algo sumamente saludable) obliga a pactar, desde luego. Pero para pactar hay que sentarse a hablar. Ahí, en torno a una mesa, mirándose a la cara, es donde cada cual debe hacer valer su respaldo popular. Lo de Ciudadanos no tiene nombre. Trata a los casi tres millones de votantes de VOX exactamente igual que si no existieran. Son tres millones de apestados, indignos siquiera de dirigirles la palabra. Es, sin duda, una política suicida —la Historia es larga y a menudo pasa factura—y encima les culpa de bloquear el cambio. ¿No será que Ciudadanos ha estado siempre más cerca del PSOE (no de Sánchez) que de cualquier otra cosa? ¿No será que lo que les pide el cuerpo a sus dirigentes es el continuismo con las viejas políticas felipistas y aún zapateristas de patrimonialización de la voluntad popular de modo que se identifique democracia con socialismo para perpetuarse —no importan las siglas— en el poder y seguir guiando la mentalidad política de las generaciones indefinidamente?
Y ojo, porque esta ideología relativista de valores de usar y tirar según sople el viento del mercadeo cortesano ha contaminado de lleno al Partido Popular, muchos de cuyos votantes son los que se han quedado en casa mientras los del eterno socialismo sanchopancista han escuchado la campana andaluza y se han apresurado a ponerse en cola. Todo parece depender de que el único de los cinco grandes partidos con el que no se quiere negociar, el menor, el más joven, renuncie a sus principios, es decir a todo lo que tiene, para que los que de él dependen pero no le hablan, ocupen el ansiado puente de mando. Lo que pasa es que VOX, al menos hasta hoy, no se vende y a día de hoy los primeros necesitan a los últimos para serlo.