miércoles, 30 de octubre de 2019

EL SEPARATISMO Y LA REVOLUCIÓN ESTÁN QUE SE SALEN


Y eso es lo peor. Lo mejor es que en buena medida han tocado techo, porque han agotado el último cartucho: el de la violencia. En la hoja de ruta que Pujol y sus compinches adoptaron hace ya muchos años, cuando establecieron en 2010 el de la independencia, la pieza clave era la no violencia. No porque sientan un fervor gandhiano irrefrenable, sino por puro maquillaje ante el exterior, que es, a la postre, el que decide estos procesos de autodeterminación. Pues bien, han consumido y consumado ese camino pacifista que, como cada vez sabe más gente, es falso. Si quieres la paz, no la dejes en manos de pacifistas, lo mismo que si quieres la protección de la Naturaleza no la dejes en manos de ecologistas. Ambos movimientos, en sus inicios tal vez puros y bienintencionados, precisamente por eso, una vez que seducen a las masas pasan a convertirse en negocios, hábilmente rentabilizados por otros distintos de los fundadores, sobre todo por los políticos.
A los separatistas catalanes, pues, se les ha acabado la munición. Esa losa arrancada de una terraza del octavo piso para ser arrojada sobre las cabezas de los policías nacionales, que ha puesto entre la vida y la muerte a un joven padre de dos hijos, ha sido como la primera piedra de la derrota ante el mundo. Los mansos y humildes soberanistas (¿han caído en que ya nadie usa este término eufemístico en los medios?), que perdieron un ojo el 1-O, han dado paso a los revolucionarios que ya habían preludiado el decorado de barricadas ardiendo aquel 20 de septiembre de patrulleros de la Benemérita destrozados y no incendiados por razones obvias, al estar rodeados por un ejército de “los suyos”. Ahora han debutado con fuego, y el “proces” ha mutado en revolución. Al menos en grado de tentativa gracias a que los policías se han jugado la vida por el mantenimiento del orden, a menudo sin conseguirlo.
No sé si la ciudadanía en general es consciente del “cambio” experimentado por el monstruo en su laberinto. Ni del auténtico riesgo de todo esto, consistente en la extensión del ¿movimiento? revolucionario al resto de España. Los disolventes, que los hay en todas partes, ya se han puesto de acuerdo y en marcha. Lo de menos, pensarán, es la independencia de Cataluña. El objetivo es levantar al pueblo contra el régimen y darle la vuelta al Estado. Y Barcelona es un diamante para lograrlo. Ya lo intentó uno que ustedes saben con la “alerta antifascista” contra las urnas, que arrasó el centro de Cádiz (tienda de Spagnolo y contenedores incluidos) y otros lugares de España donde hubo hasta un anciano atropellado. Pero aquello pinchó. Después de Barcelona, el mismo muñidor de la revolución lo tiene mucho más fácil: se ha demostrado que lo de menos es la terminología inofensiva del Derecho —“ensoñación”, “rebelión”, “sedición”. El hondón unamuniano del asunto está en la revolución. Rescaten si no esa grabación que circula por Internet —¡ay, las nuevas tecnologías, nuevas hemerotecas!— donde el mismo de la alerta antifascista alecciona a los universitarios que le escuchan (y que ahora, por cierto, secuestran edificios donde sus compañeros quieren entrar) sobre lo que nos espera si la revolución catalana consigue su propósito de “invadir” España. Basta con teclear en YouTube el nombre del sujeto en cuestión y “masculinidad cocteles molotov y caza de fachas”. La mirada y el oído de la memoria histórica verdadera, como el Jano bifronte, abarcan los 360 grados.

jueves, 10 de octubre de 2019

EL CASTIGO DE LA INOPERANCIA


¿Qué hay en el fondo de la tumba de Franco que tanto preocupa al Gobierno de Sánchez y su partido? Desde luego, no sólo los restos del que fuera Jefe del Estado así reconocido por la generalidad de países de diversos regímenes, incluidas —claro está— las democracias occidentales. En el fondo de esa cámara de pocos metros cúbicos situada en el presbiterio de la basílica del Valle de los Caídos, entre el coro de los benedictinos y la mesa de altar, lo que hay son los restos de un recuerdo. Pero no de un ayer inocuo, no. Sino de una memoria subterránea que posee toda la resistencia de un cimiento. Es, pues, la basa de la columna cuyo capitel resulta ser la España de hoy.
Esto es lo que quieren remover quienes ocupan las instituciones nacionales sometidas a procesos electorales cada vez más inquietantes. Saben que el tiempo apremia; que si no logran llevar la malhadada Ley de Memoria Histórica de Zapatero, principio del fin de la libertad de expresión tan trabajosamente ganada, hasta sus últimas consecuencias y hasta el fondo de esa tumba, los españoles podemos investigar y aún debatir sobre el franquismo sin prejuicios, sin censuras, abiertos a lo que el recuerdo nos traiga a colación, sea de la índole moral que sea.
Abierta la caja de los truenos, el PSOE, como ya ha advertido Santiago Abascal en el segundo Vistalegre, se puede encontrar ante un espejo que haga sobresaltarse a los mismos socialistas. Al menos a los más jóvenes. Y al mismo tiempo, si no consigue dar pleno cumplimiento a la Ley que, junto a la del odio, ha blindado el pensamiento único contra cualquier tipo de disidencia, es muy posible que la aparición en escena de las luces que todo periodo dilatado de la Historia (¡cuarenta años!) arrastra —incluso el soviético— ponga luz y taquígrafos no sólo sobre las vergüenzas históricas de una izquierda reiteradamente dantesca sino sobre el agotamiento absoluto de ofertas electorales que aqueja a los partidos de la moción de censura (¡qué bien le viene el nombre!).
Sánchez, en su inmarcesible ignorancia, no ha contado durante su carrera política con casi ningún elemento histórico de fuelle a la hora de tomar decisiones. Incapaz de formar un Gobierno salido de las urnas, su gran paso en falso, que es doble, está a punto de pasarle factura. Porque fue él quien dio alas a ese independentismo que ya ha entrado en las estribaciones del terrorismo y ojalá que no en las de la contienda civil. Y ahora, con media Cataluña en pie de guerra y otra media en silencio, no sabe qué hacer por ese flanco. Al mismo tiempo, la experiencia de haber ganado unas elecciones que no le han servido para ser investido está generando en el pueblo español una reacción, lenta pero segura, muy estudiada por los analistas serios: la frustración que da paso al castigo de la inoperancia. La responsabilidad de salir presidente de las urnas es siempre del que consigue más votos. Si no llega a coronar su esfuerzo electoral, el votante se siente impotente por delegación, y huye de repetir el intento. Esto está a punto de sucederle a este doctor bajo sospecha que se refugia en la tumba de Franco para ganar tiempo, aunque lo único que consigue es mover un ataúd, tal vez para hacerle sitio al suyo como político.