jueves, 30 de julio de 2020

EL TELEMANEJO DE LAS MASAS ENMASCARADAS


Nunca antes una mascarilla obligó al común de los mortales a reflexionar tanto sobre por qué la tenían que llevar puesta a todas partes, incluidos malecones solitarios, bosques de espesura, playas desiertas y otros parajes inofensivos. ¿Responde esta imposición a un afán de protección de los individuos o es más bien un regate a la libertad uniformando a las masas y tapando la salida expresiva así como la entrada de aire libre? Las mascarillas, por lógica, resultan efectivas en espacios cerrados, en contacto respiratorio directo con personas ajenas a nuestra intimidad y sobre todo en concentraciones humanas.
Los políticos hegemónicos viven de las masas. Si no pueden manejarlas en vivo y en directo (léase 8-M) recurren al telemanejo, que va de la mano del preciso, aunque no para siempre, teletrabajo. Durante el gran confinamiento —voces autorizadas ya aseguran que no sólo fue inútil sino perjudicial— gobernantes de uno y otro color han experimentado con todos nosotros algo que sin duda les causa cierto regusto. Han puesto a prueba el grado de nuestra obediencia igual que los ingenieros miden el límite de elasticidad de los materiales. Aquel “manual de resistencia” del inefable era en realidad aplicable a la población: ¿hasta dónde podía llegar ésta sin quebrarse para siempre? Obediencia suena muy parecido a paciencia. Y la nuestra fue, como no se cansan de repetirnos con el auxilio impagable de los mass media, ejemplar.
Ahora, superada la prueba del gran confinamiento bajo el paraguas del estado de alarma y sus prórrogas bolivarianas, nos ponen a prueba por toda la cara, cubriéndola con un trozo de tela. Es una especie de confinamiento móvil. La doctrina y el régimen disciplinario ponen lo demás. Si antes fue el BOE, ahora es cualquier otro instrumento legal de talla intermedia. Y, por supuesto, los telediarios. Cuando no había mascarillas, no estaba demostrada su validez y hasta podían resultar contraproducentes. Ahora que en Mondragón se fabrican a millones, hasta te regalan tres si eres un jubilado. Y además de multarte, el dedo acusador de tu insolidaridad anda siempre presto a señalarte.
Como este virus ha cogido a casi todo el mundo desprevenido (no a los militares ni tampoco a las grandes farmacéuticas), los políticos gobernantes también se tambalearon al verse ante la evidencia de que eran precisamente los eventos masivos —su catapulta—  los que habían esparcido el mal. Sin esas concentraciones de cuerpos humanos, los partidos de masas podían fácilmente naufragar. Pero han ideado otros recursos para mantener a las masas leales y alineadas/alienadas. Yo también creía al principio que la era Ortega tocaba a su fin, que llegaba el momento de la rebelión de las personas contra sus manipuladores, aquellos que habían aprovechado los vientos de las multitudes como impulso para dirigir las naves hacia los puertos apetecidos valiéndose de velas por cuya superficie se deslizaba el virus sofista de la palabra mendaz. Pero el teletodo y las mascarillas dan la impresión de que el espíritu del confinamiento —“quédate en casa”— continúa y que la nueva norma-lidad es, entre otras cosas, clausurar nariz y boca en las calles, plazas, paseos, veredas y costas, de modo que el aire de nuestros pulmones y aún nuestras propias palabras se queden en casa también. Como siempre desde que empezó esta pesadilla, la verdad y la mentira andan juntas. Las mascarillas pueden ser necesarias, y de paso nos mantienen disciplinados. Su importancia la corean a diario, ahora, medios y autoridades, que vienen a ser lo mismo. Nadie recuerda sus inconvenientes. El coro corea, que es lo suyo. No perdamos el norte. Como escribiría el clásico del siglo XX, arriba hay quien nos quiere así, ejemplares sin rostro de una masa producida en la cadena de montaje de las televisiones. Cada uno/a con su número de serie.

miércoles, 1 de julio de 2020

EL NUEVO RAPTO DE EUROPA


La Unión Europea ha decidido abrir sus fronteras a los chinos y marroquíes pero no a los estadounidenses ni a los rusos. Y yo me pregunto ¿qué extraña fiebre aqueja a la vieja Europa? Habrá quien me responda con datos médicos, en la línea del doctor Simón; es decir, con humo. La ecuación, que dicen ahora los cursis progres, se me antoja más sencilla. Europa lleva años distanciándose de Norteamérica, con la que casi ya sólo le une la OTAN, y acercándose al imperio comunista chino. Al fondo, claro está, se encuentra la geoestrategia económica, que también es susceptible de ser reducida a las cuentas de la vieja (Europa), y es que el modelo socialdemócrata de estado del bienestar insostenible basado en la oferta electoral a corto plazo lleva muerto tanto tiempo como las deudas llamadas soberanas —irónica paradoja cuando se trata de vender soberanía nacional— llevan creciendo desmesurada e irreprimiblemente. Unas más que otras, desde luego.
En Román paladino, Europa, al menos la comunitaria, está en manos de China, que posee buena parte de su deuda pública, a la que a su vez se fue entregando, vía bancos, la deuda privada de los ciudadanos europeos para ir pagando las sensaciones de riqueza que les colocaban los partidos y perpetuaban los gobiernos. Todo mentira. Los chinos, sean comunistas o no, se las saben todas. No voy a entrar, porque no me atrevo, en la interpretación bélica, sin armas, tiros ni armisticios, aunque sí con muchos caídos en combate, de la enfermedad masiva que nos invade. Pero lo cierto es que las grandes compañías occidentales han estado utilizando mano de obra barata (me quedo muy corto, ya lo sé) puesta a su servicio por la heredera de la URSS a cambio del acceso a la ingeniería teóricamente protegida por las patentes. Mientras, el empobrecimiento palmario que esto suponía para la renta de las poblaciones occidentales asalariadas era disimulado por los estados del bienestar con ayudas oficiales, merced al endeudamiento, cuyo capital venía de Pekín, acompañando al líder en sus giras sonrientes juntos a los mandatarios europeos.
En USA, llegó el comandante Trump y mandó parar. Con gran dificultad, pues las presidencias anteriores habían dejado un panorama de ciudades devastadas (Detroit), centros comerciales fantasmagóricos y familias arruinadas por las hipotecas subprimes en el aire. Pero Europa… oh, Europa. La vetusta Europa fue raptada por el capital comunista dado que había dejado exhaustas sus propias arcas mediante oleadas de gasto público imposible que iba tiñendo de rojo —nunca mejor dicho— las cuentas de la socialdemocracia. De izquierdas y de derechas.
Hablarle al pueblo de austeridad, de orden en la administración, de realismo, de ahorro, de previsión, de guardar para la vejez, de no regalar aprobados, de evitar el despilfarro, de resistir a los impulsos y las pasiones primarios, de autodisciplina en fin, resulta impopular, y por tanto no da réditos políticos a zancadas de cuatro años. Eso lo han estudiado hasta la saciedad los chinos, que gozan del mayor de los capitales: la paciencia, cultivada durante milenios de autodominio, seguido a menudo del abuso expansivo. Las tesorerías europeas no existen. Los verdaderos chinos no están en los bazares del barrio. Están en las cámaras acorazadas de los bancos nacionales, incluyendo el BCE. De modo que los créditos para reconstruir la economía europea van a venir, otra vez, de China, cuyo régimen descubrió hace tiempo la fórmula para vivir de las rentas proporcionadas por los despojos del capitalismo. La caída del muro les dejó el terreno expedito. Se retiraron los soviéticos de la presión —esta sí, armada con misiles— fronteriza. Europa se relajó, y fue de nuevo colonizada, sin que los europeos no diéramos cuenta. Los rusos habían dejado preparado el terreno de universidades y fábricas (las primeras proliferaban como conejos a medida que las segundas cerraban), y de pronto Europa notó que había envejecido, que llevaba cincuenta años negándose a procrear y que su sanidad no era, ni de lejos, lo que creía que era.
Lo demás es “tiempo real”: La UE abre sus fronteras a los chinos pero no a los de “Bienvenido Míster Marshall”. Bien es verdad que éstos andan diezmados por el virus. Qué casualidad…