sábado, 26 de junio de 2021

A LOS OBISPOS DE ESPAÑA: NO HAY PAZ SIN UNIDAD

 Queridos obispos españoles:

Para un católico convencido, en general, resulta siempre difícil, incluso doloroso, escribir contra el parecer de los obispos. Pero como hasta Pedro traicionó a su Señor, creo que no sólo es lícito sino moralmente obligado levantar la voz cuando uno ve que algunos de sus sucesores están tropezando con la misma piedra. Llevan ustedes demasiado tiempo contemporizando con el poder, sea éste el nacido de una guerra civil o el contrario, a su debido tiempo. No voy a remontarme a las muchas razones que les asistían en el primer caso, tras el martirio de ocho mil religiosos, entre ellos muchos prelados, cuyos pormenores enumeró en su momento el añorado obispo Antonio Montero. Más problemático es opinar sobre el alineamiento con corrientes poco compatibles con la fe durante los años que siguieron al mayo del 68, aunque aquí también es posible la disculpa si nos atenemos a la restricción de libertades vigente. Hoy contrasta demasiado el giro producido con el Vaticano II cuando sólo unos años antes la Iglesia española ejercía, por cesión del Estado, la censura cinematográfica con más que dudosa coherencia y hasta puso al borde de la dimisión a un floreciente Félix Rodríguez de la Fuente en TVE, esto último cuando el Concilio llevaba ya muchos años clausurado.

Después llegaron los años de los curas separatistas y hasta filoterroristas, pasando por el uso de una mesa de altar como escondrijo de armamento y hasta llegar al triste episodio, nunca condenado por la jerarquía, del arcipreste de Irún, cómplice de la huida de los asesinos de varios policías nacionales en Santander cuando sus cadáveres aún no se habían enfriado. La tibieza y pusilanimidad de monseñor Setién, por ejemplo, siguen estando unidas al recuerdo de las víctimas del terrorismo etarra. Son cosas que un ser humano con sangre en las venas no puede evitar. Y un cristiano, menos.

Ahora, la tentación colaboracionista viene del primer intento serio de secesión que hemos sufrido los españoles en la etapa democrática: el empeño independentista catalán. En el 2017  sólo fueron los obispos de Cataluña, tras una carta de cuatrocientos curas y a través de una inexistente conferencia episcopal propia, quienes se pronunciaron a favor del referéndum ilegal y sus consecuencias. Pero entonces, al menos, la Conferencia Episcopal Española, que sí existe, digamos que estuvo en su sitio, que era en la defensa del valor cristiano que a lo largo de los siglos ha demostrado encarnar la unidad nacional. Una unidad que viene del reino visigodo, como refleja el mismo San Isidoro, que se interrumpe durante el dominio musulmán de Al Andalus, pero que renace con fuerza mediante la Reconquista, desde las Navas de Tolosa, batalla con un obispo al frente, hasta la toma de Granada y cierra España por unos reyes que pasaron a la Historia como católicos. Por algo sería.

Se me repondrá que de eso hace mucho tiempo, demasiado. ¿Y de Jesús de Nazaret cuánto hace? La consolidación de una entidad nacional no es sólo obra de las armas, que también. Éstas se encuentran casi siempre al principio; inmediatamente comienza un proceso de paz que no acaba nunca… a no ser que se destruya la nación misma, troceándola. Para constituir una Cataluña independiente, señores obispos, hay que destruir una España construida lenta y trabajosamente con muchas generaciones de hombres y mujeres que han dado sus vidas por ella. Gentes que han vertido su sangre, como esos policías de Santander, o que han madrugado desde niños hasta su último aliento para ganarse el pan y podérselo ofrecer a sus hijos. Pan imposible sin una palabra que se le parece mucho: paz.

Y aquí quería llegar, reverendos monseñores. Un reino de paz, es decir, evangélico, no se edifica sobre el diálogo, como dicen los obispos catalanes y secundan los demás españoles, salvo el de Oviedo, justo es reconocerlo. Cuando ya existe, desde tanto tiempo, una base sobre la que desarrollar el amor y la justicia que el Redentor predica ¿a qué desarmarla para dejar sin patria común e indivisible a sus hijos? ¿Qué sentido cristiano tiene fomentar la discordia que supone deconstruir una sociedad trabada porque dentro de ella hay quien sueña con otras más pequeñas, resultado inevitable de lo cual es la ruptura de lazos mayores y la tribalización bajo la sombra cainita del egoísmo de grupo de las comunidades humanas? Ustedes parecen olvidar que la paz es precisamente lo que el Parlamento de Cataluña dinamitó los días 6 y 7 de septiembre de 2017. Existía, mejor o peor, una paz que permitía la convivencia entre las dos cataluñas y en el resto de la Nación española. Ustedes vieron cómo un presidente del Gobierno de España decía aquello de que el concepto de nación era algo discutido y discutible. La española, claro, no la catalana. Y no abrieron la boca. Ustedes asistieron al derrumbamiento del edificio, ya muy cuarteado, de una unidad nacional que había permitido la paz hasta entonces porque, ilustres prelados, sin unidad nacional no hay paz. No puede haberla. La división introducida en Cataluña es una peligrosísima amenaza para la paz de España, y ustedes sólo hablan de diálogo con quienes día sí y otro también aseguran que volverán a hacerlo, que no se arrepienten de nada y que no cejarán hasta que Cataluña sea independiente mediante un referéndum de autodeterminación, que sólo han tenido las colonias reconocidas como tales por una potencia extranjera.

La paz hay que sembrarla. No basta con sentarse a negociar. Eso vale para pactar con el Gobierno la equis de la Renta o las exenciones fiscales. Pero con la unidad de una nación en la que ustedes han tenido siempre una intervención sobresaliente, no se puede trapichear, porque el precio es precisamente la paz, pero no de cuatro millones de personas solamente, sino de muchos más que asisten al toma y daca de un presidente por accidente rehén de aquellos que, al parecer, también han atrapado en sus celadas a los pastores del pueblo cristiano español.

miércoles, 9 de junio de 2021

PROGRESISMO Y LUCRO CESANTE

 Cada vez que el conglomerado progresista ve amenazado su tinglado de mentiras a cambio de poder y dinero, ataca. Es como una manada de lobos temerosos de morir de inanición ideológica. Agotaron ya sus reservas hace décadas, y en este momento, en todo el mundo pero con mayor frenesí en los países de tradición católica no ocupados hasta fecha reciente por dictaduras comunistas, muestran sus colmillos a quien ose acercarse a sus guaridas. Ya lo hicieron durante su anterior periodo en el poder nacional, consagrando como derecho el aborto, mucho antes de que un diputado socialista croata haya hecho lo propio con su propuesta ante el Parlamento europeo. Matic se llama el autor. Anótenlo, porque el proyecto Matic dará mucho que hablar. Supone otro paso adelante en el abismo, tras el de la eutanasia, porque no se conforma con  formular el aborto como derecho sino que lo blinda en muy diversos frentes, desde la supresión de la objeción de conciencia para los médicos hasta la introducción del tóxico moral en las escuelas. Pero lo peor es la consideración de violación de los derechos humanos, punible de oficio por tanto, que tendría cualquier actitud contraria al libre ejercicio de dicha potestad. Como en otras cuestiones esenciales, se pasa sin sentir del rechazo generalizado de una conducta a su imposición y la persecución del disidente, previa escala en el respeto debido a las minorías.

Para el progresismo rampante, el aborto ha sido siempre un  caballo de batalla con el que abrirse paso en las aulas, los periódicos y los parlamentos. Acabar con la vida de un no nacido que estorba era y es el no va más de la agenda progresista. La magia de las izquierdas, la pócima que hace caer desmayadas ante su hechizo a las poblaciones desprevenidas, es esa sicalíptica equivalencia entre progreso y cambio que permite a las mentes perezosas —legión— depositar su confianza en quien les anuncia “otra cosa” sin el enojoso esfuerzo de preguntarse por la categoría, mejor o peor, de lo nuevo. Ya Felipe González posaba para los carteles que le llevarían a la victoria bajo un lema que nos prometía “cambio”. Y lustros después, sería “la oposición” la que abrazara dicho sortilegio de nigromante como si se tratase de una scala coeli que podían robar a los socialistas aprovechando un descuido de sus detentadores. Lo mismo ocurriría con el concepto de “igualdad”, que también debe de sonarles a unos y a otros a varita mágica o piedra filosofal capaz de suscitar el embrujo de las masas.

Por eso, cada vez que las cosas se ponen de punta, el partido llamado por el destino a gobernarnos sin fin echa mano del cambio, digo del progresismo, que hace sonar en nuestros oídos una música como de lira neroniana. El país arde —precios en alza, sueldos menguantes, paro galopante, fracaso escolar y universitario desbocado, escarnio extranjero sobre nuestras fronteras, costas y calles, desafío separatista saliendo por los grifos de La Moncloa, censura en los medios vía presupuesto público, poder judicial aherrojado, deuda inflamable, espionaje de nuestras vidas digno de las peores pesadillas literarias, cultura clientelar cautiva, corrupción por todos los flancos…— pero no hay que inquietarse: gozamos de un Gobierno y un sistema establecido de progreso. ¿Y qué más progresismo que el aborto libre acorazado como derecho y con penas de cárcel a quien ofrezca una ambulancia con un ecógrafo a las mujeres que nunca han visto a sus hijos, justo antes de que entren en el lugar preparado para vender su muerte?

Recuerdo, porque sé que ha sido olvidado, que cuando una televisión nórdica grabó a escondidas al doctor Morin confesando sus fechorías y lo emitió, se encendieron todas las alarmas (antifascistas, por supuesto) en el Gobierno de Zapatero, que encomendó a Teresa Fernández de la Vega la reforma de la Ley para evitar que el mundo se echara encima de España por lo que aquí venía pasando desde que la despenalización abrió el coladero de los certificados médicos falsos. Tras Morin, vinieron las fotos de fetos deshechos en el cubo de la basura, en Madrid, así como otros escándalos que aconsejaron al presidente introducir algo hasta entonces ausente de su programa electoral. La cara amable la puso Bibiana Aído, con el apoyo de Leire Pajín, dos rostros adolescentes para suavizar las inocultables aristas de una Ley que el Partido Popular recurrió ante el Tribunal Constitucional ¡hace once años! ¿Oyen, señores magistrados? Once años sin que hayan encontrado un fallo en justicia. Sí, señora, bochornoso.

En aquella época, el doctor Poveda se la jugaba, y la perdía (la libertad), sentándose en la acera delante de los abortorios para protestar por el crimen abominable (Concilio Vaticano II dixit) que se cometía allí dentro. Acababa sistemáticamente en Comisaría, donde los policías le invitaban a café y bromeaban con él, para hacerle más llevadera la tarde. Los patronos del negocio llamaban a la Fuerza Pública advirtiéndoles que si no intervenían les denunciarían a ellos por permitir unos actos que les producían “lucro cesante”. Y aquí está el secreto del “progresismo”. Desde ahora, y dado que con las ecografías la “ambulancia por la vida” ha salvado ya mil de ellas, las alarmas han vuelto a sonar en esos circuitos que unen a los partidos “progresistas” —todos menos uno de los grandes— con las empresas del sector. Éstas han vuelto a invocar el “lucro cesante” y los políticos progresistas se han puesto de inmediato manos a la obra de legislar para proteger, dicen, el derecho al aborto y de paso el de sacar rendimiento económico a la inversión a él ligada. Naturalmente, el pretexto es el de siempre: la mujer, como si entre los órganos que van con los desperdicios de las “ives” al quemadero no se encontraran los femeninos.