lunes, 27 de septiembre de 2021

LA PENÚLTIMA ALEGRÍA DE AQUILINO DUQUE

Referirse a la vida interior de un gran poeta es un pleonasmo, así que no seré yo quien ose glosar el inmenso mundo espiritual de Aquilino Duque, siempre sobrenadando en los procelosos mares que surcan las tres naves de nuestra Historia: La mismidad del ser (o sea, la búsqueda de la belleza), el dolor de España y el salto a la trascendencia. Éste último lo acaba de dar nuestro monacal intelectual desde el torreón biblioteca de su Viñamarina, bajo la luz prístina del Aljarafe sevillano hasta la otra Luz, divina, eterna y verdadera.

Hace muchos años ya que entrevisté para el ABC sevillano a un Aquilino Duque hospitalario, que gustaba de recibir en dicha biblioteca presidida por el Premio Nacional de Literatura (“El mono azul”, 1974) sobre el pedestal de una mesa camilla. Con su ternura huidiza de lo melifluo, don Aquilino me contó en aquella ocasión (primero y último de nuestros encuentros en vivo) que él soñaba con una Vida Eterna que fuera como ésta pero sin fin, y así se lo pedía a Dios. Tal era su experiencia vital de hombre feliz con su familia, sus amigos —Alberti entre los más cultivados— y sus principios, vertidos magistralmente en lo que Octavio Paz, otro de sus dilectos, tituló “el signo y el garabato”. Es decir, la palabra.

La última de esas naves, que es la primera, se ha llevado a Aquilino Duque, y yo quiero dejar aquí una huella suya que me parece tan conmovedora como la que más. El pasado mes de agosto, este diario me publicó mi primer artículo aquí: “Dos santas de la cruz”. En él hablaba de Teresa Benita de la Cruz (en el mundo, Edith Stein) y de Sor Ángela de la Cruz, ambas unidas por un mismo estilo que tenía mucho de carmelitano. Pues bien, en cuanto difundí el artículo en cuestión, recibí una respuesta de Aquilino Duque en la que con el sabor escueto y certero que caracterizaba su verbo, me decía lo siguiente: “Gracias. Perfecto. Espero con él dar una alegría a mis hijas monjas, a quienes se lo remito. Aquilino.” Era el 17 de agosto. Un mes justo más tarde, el gran Aquilino Duque entraba en una agonía de doce horas.

El pasado jueves, sus hijas monjas estaban cantando (como los ángeles, claro, aunque desde la noche de Belén no se sabe de nadie que haya escuchado a los ángeles cantar, pero sus voces deben de sonar de modo muy parecido) en la iglesia alfonsí y trianera de Santa Ana, ante el cofre que contenía las cenizas de Aquilino Duque. Éste es mi modesto tributo a un hombre que siempre me trató, sin interés alguno, con una exquisita delicadeza y que en todo caso defendió con la espada de su pluma unos valores que hoy, tras lo más espeso de la noche, parecen alborear gracias, entre otros, a su gran persona.

(Publicado en Sevilla Info)

lunes, 20 de septiembre de 2021

LLANTO POR AQUILINO DUQUE, DESDE EL PUERTO CAMARONERO

El próximo día de Reyes habrá un hueco de luto en una fachada sencilla del Puerto Camaronero, frente a la Torre del Oro. En la otra acera, una plancha de hierro recientemente desaparecida decía que allí tenía el tranvía su parada terminal. Guiños fatales de la vida, última pareja de la muerte delante del paso de Manuel que cruza el río lanzando al cielo perdido de Triana y Sevilla una eterna expiración, como un ayayay salido de lo hondo de la Cava. Ha muerto Aquilino Duque, con quien tanto quería, y es como si los versos de Bécquer al otro extremo del río, allá por la Barqueta de sus días iniciales se hubieran echado a las aguas a navegar hasta la casa natal de uno de sus más grandes epígonos, casita que sobrevive al poeta, como los poemas mismos. Por San Jerónimo quería Gustavo que le enterraran, donde habitara el olvido y el agua de Heráclito lamiera sus huesos. Tremenda coincidencia. Esas mismas aguas pasarían por delante de la casa donde se crio la madre de los Machado, doña Ana—“Antoñito, hijo, ¿falta mucho para Sevilla?”—, en la misma acera de la casa natal de Aquilino, al otro extremo de la calle Betis—entonces “Del Río”. Cuando paso por allí me gusta imaginar a aquella niña contemplando desde su balcón el flamante puente de Triana, inaugurado dos años antes de su nacimiento. Ahora soñaré también con un Aquilino de pantalón corto mirando la Torre del Oro, la Giralda y allá al fondo el mismo puente que aún recordaba doña Ana, aquel entonces en el tan lejano Madrid. Por si fuera poco, en este diálogo de orillas, estaba Rafael Montesinos en un balcón de Reyes Católicos o en los jardines que hoy llevan su nombre y donde saboreara el agridulce y perdurable fruto del amor germinal.

Hablé por última vez con el poeta recién fallecido hace cuatro días, literalmente. Teníamos apalabrado grabar en vídeo sus vivencias. Con noble esfuerzo, me habló de su futura operación, que nos obligaba a postponer nuestra cita. Ahora, la gran traicionera —“nadie es libre de morir su muerte”— aplaza su voz para siempre. Pero como Aquilino Duque era poeta de justicia, creo preciso dejar constancia de algo que empaña este adiós con la vileza de la condición humana de la que él fue señalada víctima. El Ayuntamiento de Sevilla aprobó en su día colocar un azulejo en su casa natal, y encargó la obra. Ejecutada ésta, se produjo uno de esos vuelcos volanderos de la política y la placa concilió el sueño de los justos en un almacén municipal. Porque Aquilino Duque cometió un inmenso error, que se sumaba al de haber nacido en la España de 1931: el de ser uno de los españoles más soberanamente independientes que haya habido, y como tal, polémico e insobornable. De modo que cuando, en fecha muy reciente, algún munícipe volvió a poner sobre la mesa la colocación del testimonio artesanal, la junta municipal del distrito de Triana lo discutió, lo sometió a votación, y se produjo un empate —imaginen entre quiénes—. Sólo el voto “de calidad” de la delegada —obviamente, socialista—resolvió que la placa continuara sine die sin poner. Entonces, Aquilino vivía entre nosotros en carne mortal. Hoy vive de una manera que ningún enredador encaramado en las demagogias podrá nunca encarnar. Aquilino no necesita ya placas, porque su mirada desde el Puerto Camaronero ha vencido al tiempo: “Reloj de arena, tu cuerpo./ Te estrecharé tu cintura/ para que no pase el tiempo”.

                                          (Publicado por ABC de Sevilla el 19-9-21)

domingo, 5 de septiembre de 2021

PROGRESISMO ÍNTIMO A LA LUZ DE LAS VELAS

Contaban los veteranos de Sevilla que allá por la incipiente posguerra hubo un carbonero en la muy trianera calle Castilla —paradojas del lugar— que surtía con el género que podía al vecindario al que aún quedaban cupones en la cartilla de racionamiento. En aquella época, el carbón era tan indispensable como el escaso alimento que se preparaba en las cocinas económicas o en los fogones de los hogares. Una mañana, cuando los clientes se encaminaron a la carbonería se la encontraron cerrada. Un aviso, escueto y elocuente, rezaba así: “Se acabó el carbón. Segundo Año Triunfal”.

Nuestro carbonero se la jugó sin duda, pero al igual que La Codorniz con su antológica portada (“En España reina un fresco general procedente de Galicia”), fue lo suficientemente inteligente como para redactar de forma que resultara intocable. La verdad nos hace libres, entonces como ahora, y en todo caso lo incuestionable del asunto es que aquel silogismo estaba formado por dos términos irrefutables: el carbón se había agotado y aquél era, oficialmente, el II Año Triunfal. Ignoro cómo se las apañarían los trianeros —sobre todo las trianeras— para dar de comer a su plebe aquel día. Posiblemente la dieta en aquel momento admitiría cualquier sucedáneo alternativo a una cocina caliente.

Salvando las distancias, que nuestros gobernantes se empeñan en acortar, todo parece indicar que volvemos a un ciclo de consumo energético obligadamente menguante, precisamente cuando alcanzan su clímax otras políticas de proclamas. Nos obligan a poner las lavadoras de madrugada, a privarnos de hacer con el coche los mismos kilómetros que antes de la pandemia, a rehacer las cuentas tachando gastos a los que la sociedad de consumo y el estado del bienestar nos tenían acostumbrados. Al mismo tiempo, se sacan de la manga derechos de colectivos que como tales no pueden ejercerlos, ya sean territoriales o libidinosos, se transforman la escuela y las universidades en centros de adoctrinamiento progresista y se riega de millones a oenegés cuya titularidad última y financiación se pierde en un entramado que casi siempre tiene su origen entre los nombres más poderosos de la economía mundial. Se busca machismo hasta en los dibujos animados de mayor arraigo entre los niños (y las niñas), se persigue a famosos ricos por acusaciones sin carga de prueba y sólo porque lo manda la agenda progre que ya encontró hace tiempo en la guerra de sexos un buen reemplazo para la extinta lucha de clases. Por supuesto, el medio ambiente y los animales gozan de más protección que el ser humano, al que se condena a muerte en el claustro materno sin que haya una sola organización pro derechos humanos que ose elevar la menor sombra de protesta. El mundo se ha vuelto muy progresista, pero los talibanes vuelven a ocupar sus puestos de antaño, ahora en las torretas de los blindados norteamericanos porque Occidente, tan progresista él, ha salido de allí por patas, con el comandante Biden a la cabeza.

Así las cosas, tal vez debamos ir pensando en desempolvar las velas. Lástima que la cerería del Salvador, que era tradicional abastecedora de cabos, ya no esté donde se mantuvo durante un siglo chispa más o menos. Las llamitas cedieron a los leds, que son más limpios, salvo en el mundo de las cofradías, pero como éstas han sido barridas por el virus chino…

A la luz íntima de las velas todo será más natural, más respetuoso del medio, hasta que a alguna voz ociosa de la extrema izquierda bien patrocinada le dé por defender a las abejas, pobres hembras ellas sometidas al heteropatriarcado de los abejorros. A lo mejor entonces tenemos que volver a las nucleares. Francia tiene sesenta a pleno rendimiento. No sé qué opinaría de ello la Conferencia de París.

(Publicado también en Sevilla Info)