La atroz tesitura actual de la
política española podría llevarnos a múltiples consideraciones, según el corte
de la realidad que eligiéramos. Pero todo es inútil si no miramos al futuro.
Cada vez está más claro el fracaso de la partitocracia, un plato que si alguna
vez ofreció aroma apetitoso, eso fue hace tanto tiempo que ya sólo provoca náuseas.
Los esfuerzos desesperados de la izquierda, con la anuencia de la derecha, por
tapar el mal olor actual con la relectura beligerante del pasado, hasta el
extremo de castigar económicamente a quien ose destacar las bondades de una
época con sus luces y sus sombras, como todas, revela, de una forma descarada y
descarnada, la insuficiencia letal de un discurso agotado, incapaz de proponer
nada para reconstruir un país devastado por las corrupciones.
Es, pues, la hora de una
alternativa nueva, bien imbuida de valores claramente manifestados, algunos
arrinconados en el desván de la Historia y otros proclamados a diario y
sistemáticamente burlados por los profesionales del engaño. Es la hora VOX. Hay
que recordar —y mucho, porque la amnesia colectiva es un atributo muy español— que
esta formación política, sustentada en la figura icónica de José Antonio Ortega
Lara (532 días, uno detrás de otro, en un “zulo” etarra, aclaro para jóvenes recién
llegados y maduros olvidadizos) y en el tesón valiente de Santiago Abascal
(diputado del PP en las Vascongadas cuando eso equivalía a un salvoconducto hacia
la tumba) se ha mantenido, en la más cruda soledad, al pie del cañón de la
acusación popular contra el secesionismo catalán. Y que gracias a esas tres
letras el procedimiento para defender a España de los separatistas no ha
decaído. Son los abogados de VOX los que han hecho posible que el Estado de
Derecho mantenga la compostura frente a sus atacantes, muy especialmente su
secretario general, Javier Ortega, que no rehúye si hace falta el debate a cara
descubierta con los acosadores en la televisión oficial catalana, insólitamente
tolerada por el Gobierno del 155.
La perseverancia en el empleo de
la Ley para instar a la persecución judicial del delito sedicioso es un
servicio a varias generaciones de españoles que debería recibir en próximos
comicios el premio electoral merecido. Ignoro si será así. Todo tiene un final,
hasta la indiferencia de un pueblo frente a la lenidad de sus autoridades y a la
bastardía de sus lobos. Confío en que la gente recapacite y comprenda, entre
otras cosas, que es preciso elegir, ya, entre autonomías y pensiones, que nada
de lo que está pasando con una región española hubiera sido posible sin la
presencia absurda e insostenible de diecisiete parlamentos regionales; que no
debe pasar ni un día más sin que una gran nación histórica como ha sido la española
se plantée qué debe hacer para evitar que el precio de la libertad de una mujer
sea acabar con la vida de su hijo; que las parejas del mismo sexo tengan su
reconocimiento legal sin que haya de ser necesariamente el matrimonio —que es
otra cosa— y sin que su derecho a ser padres sea algo separado del derecho de
los hijos a tener padre y madre; que la enseñanza libre es algo reservado en
primer lugar a las familias, de las que el Estado sólo puede ser garante, no
suplantador; que la solución a la violencia no está en generar rencor; y que la
economía o respira o se muere, porque tampoco existe la economía de Estado.
Son algunas de las cuestiones que
no admiten dilación, y que nada, absolutamente nada tienen que ver con el
reparto de poder, los pactos de pasillos o la propaganda. La liberación de
Ortega Lara, esa hazaña gloriosa de nuestra Guardia Civil, fue seguida del
mayor punto de inflexión que una opinión pública hasta entonces notoriamente
anestesiada por el miedo, haya experimentado en sus respuestas al terrorismo:
el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Un grito se abrió entonces
paso en las plazas de España: “¡Basta ya!”. Este lema, unido en nuestra memoria
a mares de manos blancas, despertó una lluvia de conciencias, incluso dentro
del mundo etarra, y desde luego modificó la actitud de mandatarios extranjeros,
sobre todo franceses, creando las condiciones para terminar con “el santuario”,
y de paso con las conexiones de Perpiñán, que recorren como un acuífero el
subsuelo de lo que está pasando en Cataluña.
Al sacrificio inimaginable de
Ortega Lara debemos en buena parte la extinción de una lacra que nos ha
atormentado durante medio siglo. Y a la persistencia cívica de sus compañeros
en VOX, así como a la clarividencia de Felipe VI, tendrá que agradecer España,
simplemente, seguir existiendo. Porque si fuera por otros…