De niño, cuando aparecía en aquel
viejo Telefunken la imagen gris y negra del puntillero, no podía evitar apretar
los dientes y arrugar el rostro. Mientras la plaza se caía en ovaciones y el
diestro miraba a la presidencia, el puntillero cumplía con su obligación de
verdugo o de oficial que descarga el tiro de gracia sobre la nuca de la bestia
vencida. Hay suertes en la Fiesta Nacional que llenan de música el ambiente: un
lote de capotazos valientes, un juego de muñecas con pericia a la muleta o un
quite a tiempo justo de evitar la tragedia. Hay otros que anuncian al
puntillero o mucho peor: al reguero de sangre en el callejón camino de la
enfermería.
A España hay quien anda empeñado
en darle la puntilla. O la estocada mortal de la suerte suprema. Hubo alguien
que asistió hierático a la faena, desde la barrera, para a continuación salir
sin ser notado antes de que el toro doblara. Y eso que era el empresario. A él
también podríamos anotarle algo del oficio de puntillero. Aunque a decir
verdad, quien mejor ha representado ese papel es el espontáneo que se ha echado
a la arena sin estar en el cartel. Si por ambos fuera, España sería hoy
cenizas.
Pero en esto del ruedo ibérico
también se producen metamorfosis. Cuando la tarde parecía acabar en debacle, en
frustración y desgarro, surgen oportunidades nuevas, y asoman cabezas que
parecían no existir en el horizonte. En el preciso instante en que el
puntillero se disponía a clavar en el morrillo bravo su aguijón frío, el animal
moribundo, criado en libertades, se iza, ahuyenta a sus enemigos y vuelve a
buscar el trapo, nostálgico de la dehesa.
Es la metamorfosis de una España
pertinaz en ser ella misma desde Hispania hasta el noble futuro que nos
aguarda, si lo merecemos. A un costado de la estación y las vías del
ferrocarril cordobés se pueden contemplar, desde fuera y a través de una malla
metálica, las ruinas del yacimiento de Cercadilla, sacrificado por el AVE. En
un artículo anterior he hablado de este episodio tan poco memorable. Abandonado
hoy, pese a estar señalizado y mostrar catas aquí y allá, es posible rastrear
unos restos que arrancan de los tetrarcas imperiales romanos —fueron los
palacios de Maximiano— para seguir los pasos de la decadencia y ser después la
sede episcopal católica. En total, seis siglos de presencia allí de lo más
selecto de la cultura occidental. ¿Y por qué allí? Porque a su lado pasa la vía
augusta, que ponía en comunicación el lugar con Roma. Después, la invasión
islámica relegaría aquel terreno a refugio de la población cristiana,
finalmente dispersa. Aquello pasó a ser necrópolis primero y muladar después, hasta que los túneles del AVE se
dieron de bruces con el enterrado criptopórtico de un palacio imperial único en
el mundo, atravesándolo por la mitad.
Pero allí están las piedras que
dan fe de que el solar hispano ha estado siempre en el corazón de la cultura
europea, porque siempre se negó a desaparecer. Tras la veladura de la
extinción, España se autorregenera y encuentra, sistemáticamente, el camino de
su metamorfosis.