Todo aquél que haya vivido atento
al fenómeno vital, físico y metafísico que son las cofradías de Sevilla
comprenderá cuanto voy a decir. No así quienes estén situados en una órbita que
nunca toca la unión providencial de esas dos dimensiones: la visible y la
invisible (“Dichosos los que crean sin haber visto”). El grado de sensibilidad
que experimenta el primero nada tiene que ver con lo que supongan los segundos
que se está manifestando cuando se habla de algo relacionado con una profesión
pública de fe, por lo tanto netamente religiosa, que o es algo trascendente o
no es nada. De lo que se infiere que lo acontecido durante esta Madrugada del
Viernes Santo en la ciudad del Betis (río, no confundir) reviste una gravedad
de mucho mayor calado que la simple cuestión logística sobre agrupación y
movimiento de multitudes en un espacio geográfico. Incluso es
extraordinariamente más complejo y rico que una reacción refleja de orden
psicológico. Porque lo que se ha vivido en las calles de Sevilla antes de que
despuntara la aurora del Viernes Santo no es sino un brutal acto de terrorismo
múltiple capaz de provocar la misma tragedia que la explosión de las cargas que
cambiaron nuestra historia el 11 de marzo de 2004.
Alguien ha descubierto que la
mejor bomba, la más impune, eficaz y autogeneratriz que existe es sembrar “limpiamente”
el pánico en una gran masa humana. Pero ojo, no en cualquier concentración de
personas, ni en unas circunstancias indiferentes. El contexto de la “Madrugá”
sevillana es universalmente singular. En primer lugar —vuelvo al principio— durante
esas horas sin luz natural, el hombre busca su encuentro con Dios. Nada menos.
Lo hace a tientas, entre tinieblas, portando unas luminarias frágiles que
indican su búsqueda. Todo aquel nazareno que ha llevado un cirio en la soledad
reinante tras su antifaz sabe que esa llamita, a menudo devorada por el viento,
es su único compañero de viaje a lo largo de la estación de penitencia. Fuera
impera el bullicio —o no, según sea la cofradía—, la inquietud, el paganismo.
Se diría que el nazareno es el ser más acompañado del mundo. Y sin embargo, es
justamente al revés. Al menos durante las horas de la noche.
Ese ambiente de aislamiento se
hace colectivo cuando llegan los pasos. Si es una hermandad de silencio, porque
o no suena nada —apenas las pisadas de los costaleros— o sólo se perciben los
sones discretos y penosos de una capilla musical. Si es de las musicales, la
misma presencia de la canastilla impone cierto rigor en los sentidos para
volcarlos en el “espectáculo”. Es el momento que aprovecha “quien sea” para
desencadenar la estampida. Se pasa —como en las deflagraciones— de un extremo a
otro, en un estallido en el que la metralla es el gentío. Hay dos preguntas que
me asaltan: ¿cuál es el detonante? ¿Por qué ahora? (este “ahora” tiene una
duración dilatada, cuyo debut coincide con el arranque del milenio y llega a su
punto culminante, de momento, en la Semana Santa de este año).
Voy a hacer una revelación
personal porque creo que viene a cuento. Nunca he sido cofrade de madrugá. Me
vence el sueño. Pero el año 2000, no recuerdo por qué, decidí echarme a la
calle. Acababa de ver pasar —en medio de un silencio sideral— a Nuestro Padre
Jesús del Gran Poder por la calle Gravina desde la esquina de San Pedro Mártir
y me dirigía a buscar la Virgen en San Pablo. Recordaré siempre el rugido de la
marabunta, inopinadamente, cuando me hallaba a unos metros de la esquina con la
calle Canalejas. Todo transcurrió en ese “tiempo real” que tan alto valor tiene
para los que amamos la información y el cine, dos maneras de manipular el
tiempo. Aquello era verdad. Giré la cabeza y de pronto me vi en una pesadilla.
Una marea humana se aproximaba a todo lo que les daban las piernas, procedente
de la estrecha San Eloy, saliendo en tromba, de fachada a fachada a todo lo
ancho de la calle. Buscaba claramente espacios abiertos: Marqués de Paradas.
Recuerdo que sin solución de continuidad me encontré refugiado entre dos coches
aparcados en la calle Boby Deglané. Oía de fondo los gritos de las mujeres,
pero lo que más me aterraba no era eso, sino ese tremor soterrado que no era
exactamente vibración del suelo pero se le parecía mucho y que procedía del
contacto de los pies con el pavimento. Una vez que pasó el gran pelotón que
corría sin mirar atrás, me encaminé a mi destino. Algunos viandantes se movían
como zombis tras una detonación devastadora (películas, claro está). Se oían
ecos de llantos y gritos masculinos como llamaradas. Acudí a la antigua Puerta de Triana, cruzándome en el camino con un guardia civil de expresión descompuesta
que me preguntó qué pasaba. “No sé. La gente corre alocada”, le dije. Cuando
miré al paso de Nuestra Señora del Mayor Dolor y Traspaso lo vi solo (tengo que
decirlo porque así fue), con la única excepción
del otro guardia civil de la escolta, que oteaba ansioso todos los horizontes.
La candelería seguía encendida y alrededor se extendía un desierto en el que se
podía mascar el miedo. Yo llevaba una radio, y en González Abreu ya sabía que
se hablaba de un sujeto con un cuchillo que había motivado un altercado en las
sillas de La Campana. Retorno de nuevo al principio: quienes conocen el paño de
lo que hablo saben que tocamos tejido sumamente susceptible.
Mi compañero en las lides
informativas José Luis Garrido Bustamante dedicó después un par de libros al
tema. Es sabido que, en menor medida, se han reproducido los hechos en
ocasiones posteriores, hasta hace dos años en que el Ayuntamiento presidido por
el actual ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, consiguió echar tierra
sobre el asunto y cerrar en falso la herida. Tras aquel primer desgarro del año
2000 se especuló con mil cosas, pero no se llegó a ninguna conclusión. O sea,
exactamente igual que diecisiete años después. Éstas son las autoridades que
tenemos.
Esta vez, las consecuencias han
sido punto menos que trágicas: un joven con la cadera rota, un hombre mayor con
traumatismo craneoencefálico barrido por las huestes desmandadas, nazarenos sin
antifaz entrando en la catedral con el terror dibujado en sus facciones, las
sillas y palcos arrasadas, instrumentos musicales arrojados al Guadalquivir,
una banda que se retira, ¡cien heridos atendidos en los hospitales!, y —sépanlo—
el mismísimo alcalde evacuado de su palco antes de que fuera pasto de los
incidentes.
La próxima vez, estaremos
hablando de algo histórico, luctuoso y terminal para las cofradías más famosas
de la Semana Santa sevillana. No, yo tampoco tengo la solución, porque no sé
qué… demonios está pasando. No sé siquiera si todo esto tiene causa o es la
causa el mismo efecto. No sé si la información vuelve a ser la clave de todo —cada
vez estoy más satisfecho de haber elegido el periodismo como vocación
profesional—, y el triunfo de cada atentado terrorista se extiende meses en el
tiempo, creando en el inconsciente colectivo la psicosis de la presa perfecta.
Porque eso es la gente en la Madrugada sevillana, un blanco envidiable. El
despliegue de policías de la reserva, provistos de armas largas y otros
dispositivos de seguridad bienintencionados se han revelado insuficientes. ¿Han
descubierto los terroristas que con sólo aparecer en los telediarios pueden
fabricar unas bombas humanas a miles de kilómetros de distancia sin mover un
dedo y precisamente contra los cristianos? ¿O hay realmente alguien detrás de
todo esto, in situ, orquestando el
desastre? Organizarse (“Organízate y lucha”) en una fábrica abandonada llena de
“okupas”, coordinando un conjunto de “comandos” que a una hora determinada
enciendan la mecha de una avalancha en lugares idóneos no es ninguna operación
al alcance sólo de los marines. Recuerdo que la Policía tuvo que sacar con
maquinaria pesada de sus “zulos” a algunos ocupantes ilegales que se habían anclado
con cadenas a bloques de hormigón, o que en vísperas de la Expo —de cuyos 25
años ahora se celebran los fastos, aunque no se habla de las locomotoras de
Mitterand o de las cuentas judicializadas— una chica recibió un disparo en los
glúteos al entrar en la iglesia de San Marcos en un tiroteo con “antisistemas”.
Cargarse la Semana Santa
sevillana vía Madrugada es muy fácil. Los responsables del orden público —término
maldito— no tienen ni la menor idea de qué hacer (no me hablen del Cecop, por
favor, que me da la risa tonta). Y mientras tanto, algo se derrumba por dentro
de una de las tradiciones —otra palabra maldita— más señaladas que dan
identidad a nuestro pueblo.
Lo que voy a añadir no es ninguna
broma. Antes hablaba de los “seals” de la Armada estadounidense. ¿Recuerdan
al gabinete de Obama con los ojos clavados en el monitor mientras se
retransmitía en directo la acción contra Osama Bin Laden? Sí, estoy hablando de
satélites. La tecnología actual —militar, naturalmente— permite espiar cada rincón
del plantea, grabar lo que acontece, estudiarlo después y así averiguar los
hechos que dieron pie a las realidades de “etiología” más recóndita. La misma
alta definición que se utiliza en los helicópteros de la DGT para cazar
conductores y recaudar multas podría contratarse, a mayor escala, con alguna
compañía que trabaje para las Fuerzas Armadas y repasar cuantas veces haga
falta lo que está pasando en la ciudad de Sevilla entre la recogida del Valle y
la de las Esperanzas. Y después, con conocimiento de causa, tomar medidas. Que
la Semana Santa hispalense es un objetivo de oro para muchos activistas que la
odian por lo que representa no es ningún secreto. Al fin y a la postre, pocas
cosas van quedando tan arraigadas y bien ordenadas como ésta. Los sedientos de
revoluciones y destrucción ven en ella el arquetipo de sistema establecido. El quid de todo es saber cómo lo hacen, si
es que lo hacen. E ir a por ellos antes de que los cofrades, que también son
humanos y tienen hijos saliendo en los cortejos, hagan como ese servidor de la
cofradía trianera que, ante el negro que gritaba “Alá es grande” “se fue paé y
le pegó dos tragantás, y sacabó el problema” (director de la banda dixit). Y
mientras sean dos tragantás…