Nunca antes una mascarilla obligó
al común de los mortales a reflexionar tanto sobre por qué la tenían que llevar
puesta a todas partes, incluidos malecones solitarios, bosques de espesura, playas
desiertas y otros parajes inofensivos. ¿Responde esta imposición a un afán de
protección de los individuos o es más bien un regate a la libertad uniformando
a las masas y tapando la salida expresiva así como la entrada de aire libre? Las
mascarillas, por lógica, resultan efectivas en espacios cerrados, en contacto respiratorio
directo con personas ajenas a nuestra intimidad y sobre todo en concentraciones
humanas.
Los políticos hegemónicos viven
de las masas. Si no pueden manejarlas en vivo y en directo (léase 8-M) recurren
al telemanejo, que va de la mano del preciso, aunque no para siempre,
teletrabajo. Durante el gran confinamiento —voces autorizadas ya aseguran que
no sólo fue inútil sino perjudicial— gobernantes de uno y otro color han
experimentado con todos nosotros algo que sin duda les causa cierto regusto.
Han puesto a prueba el grado de nuestra obediencia igual que los ingenieros
miden el límite de elasticidad de los materiales. Aquel “manual de resistencia”
del inefable era en realidad aplicable a la población: ¿hasta dónde podía
llegar ésta sin quebrarse para siempre? Obediencia suena muy parecido a
paciencia. Y la nuestra fue, como no se cansan de repetirnos con el auxilio
impagable de los mass media,
ejemplar.
Ahora, superada la prueba del
gran confinamiento bajo el paraguas del estado de alarma y sus prórrogas
bolivarianas, nos ponen a prueba por toda la cara, cubriéndola con un trozo de
tela. Es una especie de confinamiento móvil. La doctrina y el régimen
disciplinario ponen lo demás. Si antes fue el BOE, ahora es cualquier otro
instrumento legal de talla intermedia. Y, por supuesto, los telediarios. Cuando
no había mascarillas, no estaba demostrada su validez y hasta podían resultar
contraproducentes. Ahora que en Mondragón se fabrican a millones, hasta te
regalan tres si eres un jubilado. Y además de multarte, el dedo acusador de tu
insolidaridad anda siempre presto a señalarte.
Como este virus ha cogido a casi
todo el mundo desprevenido (no a los militares ni tampoco a las grandes
farmacéuticas), los políticos gobernantes también se tambalearon al verse ante
la evidencia de que eran precisamente los eventos masivos —su catapulta— los que habían esparcido el mal. Sin esas
concentraciones de cuerpos humanos, los partidos de masas podían fácilmente
naufragar. Pero han ideado otros recursos para mantener a las masas leales y
alineadas/alienadas. Yo también creía al principio que la era Ortega tocaba a
su fin, que llegaba el momento de la rebelión de las personas contra sus
manipuladores, aquellos que habían aprovechado los vientos de las multitudes
como impulso para dirigir las naves hacia los puertos apetecidos valiéndose de
velas por cuya superficie se deslizaba el virus sofista de la palabra mendaz.
Pero el teletodo y las mascarillas dan la impresión de que el espíritu del
confinamiento —“quédate en casa”— continúa y que la nueva norma-lidad es, entre
otras cosas, clausurar nariz y boca en las calles, plazas, paseos, veredas y
costas, de modo que el aire de nuestros pulmones y aún nuestras propias
palabras se queden en casa también. Como siempre desde que empezó esta
pesadilla, la verdad y la mentira andan juntas. Las mascarillas pueden ser
necesarias, y de paso nos mantienen disciplinados. Su importancia la corean a
diario, ahora, medios y autoridades, que vienen a ser lo mismo. Nadie recuerda
sus inconvenientes. El coro corea, que es lo suyo. No perdamos el norte. Como
escribiría el clásico del siglo XX, arriba hay quien nos quiere así, ejemplares
sin rostro de una masa producida en la cadena de montaje de las televisiones.
Cada uno/a con su número de serie.