Sé que esto no es más que un blog y quien lo escribe un pobre diablo cuya voz apenas alcanza los límites de un grupo de amigos. Pero, con todo, eso es ya mucho. Desde que estallara la gran epidemia del mundo contemporáneo, en todos —lo confesemos o no— se instaló el pánico intermitente de que al cabo el fin del mundo no fuera más que la extinción del género humano. Y ahora, cuando empezábamos a levantar cabeza, la Historia nos devuelve a quince lustros atrás, dándole la vuelta a todos nuestros conceptos sobre el mundo en el que vivimos. O en el que vivíamos hasta ese jueves 24 de febrero de 2022 que debemos clavar con la chincheta de la hora cero en el tablón de anuncios de nuestras vidas.
Íbamos a subir a
una calesita —progresismo mágico de panaceas buenistas, políticas verdes,
energías alternativas, paraíso LGTBi, y mucho derecho de la mujer a matar a los
hijos de sus entrañas— cuando de pronto nos vemos en la montaña rusa del
vértigo que nos produce la realidad. Las cosas no eran como nos estaban contando
desde hacía décadas las izquierdas occidentales, sino más bien todo lo
contrario. El desolado discurso del canciller alemán ante el Bundestag
(presidente de un Gobierno socialdemócrata, verde y liberal, por si alguien
estaba ya colocándole bigotito) es algo así como la nueva declaración de
principios, forzada por los acontecimientos, de un mundo que en puridad no
empieza ahora, porque nada de lo que estamos viendo es nuevo en realidad sino
tan viejo como la Humanidad: el afán de dominio, el poder arrasándolo todo, la
confusión entre el espíritu de paz y el pacifismo, quizás el más injusto de los
movimientos.
Tras la Arcadia
progre, que en verdad era marxista, volvemos a la evidencia de la naturaleza y
a la necesidad de armarse no sólo de paciencia sino de cañones. No es bonito,
desde luego. Pero las circunstancias obligan, y frente a la agresividad no
caben palabras dulces cuando tienes la cabeza de tu enemigo a un punto de
asestarte el golpe, que siempre es o puede ser mortal. Esta legitimación del blindaje
ante el peligro suena a rompedor y desde luego a fascista en los acobardados y
distorsionados oídos del Occidente actual, especialmente en los españoles, tan
retardados para todo y por lo tanto también para recuperar el sentido común que
tanto contrasta con los eslóganes.
Se me han venido
a la mente unas imágenes que circularon por Internet hace algunos años y en las
que aparecía Putin arengando a su ejército, hieráticamente formado en una
inmensa explanada. Les hablaba, con enojo incitador, de la decadencia de la
Europa libre, de cómo había caído en el matrimonio homosexual, en el olvido
deliberado de la familia, de los hijos, de los valores que la habían hecho
fuerte antaño. Resultaba muy desconcertante porque parecía que estaba poniendo
en guardia a Rusia ante el riesgo de contagio. Pero no. Ahora lo he
comprendido. Putin estaba preparando a sus tropas para el asalto de esa vieja
Europa de raíces grecolatinas y judeocristianas que se descomponía ante los
ojos nada atónitos del tirano, como digo en absoluto sorprendido... porque era
lo que él, o sea sus servicios secretos, había estado sembrando durante toda su
vida, desde los tiempos de jefe del KGB. Y desfilan ante mi memoria Mayo del
68, la “liberación sexual”, la droga, las huelgas salvajes, la toma de
universidades y fábricas mediante los sindicatos “de clase”, la financiación,
adiestramiento y venta de armas de los grupos terroristas, la mitificación de
Castro o del Che Guevara, el acoso a Nixon, "OTAN no, bases fuera”, “¿Nuclear? No, gracias”, y más recientemente lo que comentaba antes: Verdes por fuera y
rojos por dentro, antifranquismo furibundo y perseguidor, protección del aborto
a capa y espada, invierno demográfico, lucha de sexos, pérdida de identidades, condena
del “heteropatriarcado” y encumbramiento de su contrario, antimilitarismo
obligatorio... Y, por supuesto, el telón de fondo de todo: manipulación del
“opio del pueblo” para que fuese el peor enemigo de sí mismo, configurando la
única religión verdadera, la socialista.
Resultado de todo
esto y mucho más, pacientemente engendrado, es el debilitamiento de un
Occidente que reniega de sí mismo —¨¡Europa, vuelve a encontrarte a tí misma!”,
gritaba en Compostela Juan Pablo II, el Papa polaco hijo de un militar que
había dedicado su vida a luchar por la libertad de su pueblo frente a los
rusos—. Casualmente, un virus chino ha barrido las defensas biológicas del
mundo que ahora recibe el zarpazo de los tanques soviéticos. Sí, he escrito
bien, porque todo esto no es más que el intento de restauración de una Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas (“quiero desnazificar Ucrania”, fue la
primera afirmación del autócrata), con los fines expansionistas que siempre
tuvo, heredados, es verdad, del imperialismo de los zares. Días antes de la
guerra, los mandatarios ruso y chino brindaron juntos. Tal vez celebraban la
alianza que podría hacerlos amos del mundo, si es que éste sobrevive al más
siniestro pacto de todos los tiempos. China tiene a Europa cogida por la deuda
pública, y a Estados Unidos por la fabricación con mano de obra esclava de sus
productos tecnológicos. En ambos casos hablamos de los ejércitos más poderosos
de la Tierra, con un arsenal nuclear imbatible. Y, desde luego, con las ideas
muy claras, al contrario que sus enemigos.
Las palabras del
canciller alemán quedarán como el sello del futuro, si logramos salvarlo. Pero
no son sino repetición ante el Parlamento de lo que el jefe del ejército señaló
en una palinodia el primer día de la guerra: “Hemos desmantelado nuestra
defensa, y ahora nos amenazan los que son más fuertes que nosotros”. Terrible.