Tengo ante mí el lomo del libro “El mito de Doñana”, pionero en su género y por su temática, en el que el llorado Aquilino Duque describía meticulosa y enciclopédicamente los muchos y variados valores que este humedal encierra. El título era provocativamente equívoco, pues el libro era una defensa ecológica del conservacionismo cuando Doñana era ya un espacio amenazado y mundialmente conocido. Las últimas páginas del libro son un alegato contra la carretera costera Cádiz-Huelva, que nunca se construiría pero que en aquel momento — a caballo entre 1976 y 1977– constituía aún objeto de vivo debate, si bien leyendo las cartas abiertas que iban y venían por ambas partes uno se da cuenta de hasta qué punto las discusiones públicas se han ido hundiendo en el lodo de la zafiedad con posterioridad.
Tras leer el libro
del novelista y poeta maldito de la izquierda, lo primero que me asaltó fue la
anchura de mi ignorancia sobre Doñana y sus verdades. Cuando un tesoro natural —y
cultural, como bien han sabido, por ejemplo Jesús Vozmediano o Javier
Castroviejo— como éste se convierte en arma arrojadiza para la política o en
objeto de satisfacción de oscuros fanatismos, obras como la de Duque, editada
por el Ministerio de Educación y prologada por Miguel Delibes (padre, naturalmente)
cobran una altura gigantesca y debelan la gran estafa en la que Doñana se ha
ido convirtiendo con el tiempo.
Seguimos sin saber
apenas nada de Doñana, más allá de cuatro lugares comunes muy útiles como digo
para lanzarlos al mar de la demagogia y dañar al adversario. Si el Gobierno
actual se atreviera a hacer lo que llevó a cabo aquél de 1977, pondría al
alcance del pueblo soberano este monumental trabajo, eminentemente gráfico, que
al menos documentaría a nuestras generaciones actuales y también a las futuras
si se distribuyera por los centros docentes y se aleccionara a los profesores
acerca de la necesidad que la sociedad actual tiene, especialmente la andaluza,
de saber de lo que habla y sobre todo de lo que le hablan.
Doñana —el
ecosistema que también está compuesto de seres humanos— es una realidad
sumamente compleja, cuya palabra clave es “agua”. La Junta de Andalucía ha
cogido el toro por los cuernos y ha puesto encima de la mesa una ley que
pretende hacer compatible de manera equilibrada las necesidades de la biomasa
con las del uso humano, que pasa, obviamente, por el cultivo de la tierra.
Alguien muy vinculado con estas lides y de indudable filiación ecologista me
comentaba que resulta indecente echarse encima del Partido Popular porque, junto
a VOX, ha afrontado la situación cuando el PSOE, en cuarenta años de gestión,
ha sido incapaz de llevar agua a Doñana.
Y es que las
políticas de inspiración marxista siempre son restrictivas, nunca creativas. Su
lema es intervenir, prohibir, inhibir. Si no llueve lo suficiente, el sentido
común y el del patriotismo sugieren algo muy simple: llevar agua de cuencas
donde la hay a otras en las que falte. Es el objetivo de la solución propuesta
por los conservadores andaluces. En realidad, debería ser la meta urgente del
Gobierno de España. Pero en vez de construir y mejorar pantanos y trasvases, el
Ministerio se dedica a destruirlos (ya van más de doscientos eliminados).
Analizar las teorías radicales que subyacen bajo estas políticas nos llevaría
muy lejos, pero se podrían resumir en la filosofía de concebir al hombre como
enemigo de la naturaleza, en una especie de planeta Tierra poblado por una
especie humana que ha renunciado a verse a sí misma como “homo sapiens
sapiens”. Y ni siquiera podemos decir ya que sea un lobo para el hombre, porque
entonces estaría hiperprotegido.