Para escribir este artículo me he
documentado antes en EL PAÍS, que tiene acceso directo hasta a los guasaps de
Carmen Calvo. Lo primero que me vino a la cabeza viendo cómo Iglesias recogía
los apuntes de clase y se marchaba, más cabizbajo de lo habitual, de su pupitre
en las Cortes, acompañado por la más absoluta soledad —sólo se fue con él una
diputada que desconozco pero que tenía toda la pinta de ser su jefa de gabinete
o algo así— fue la misma situación pero al revés. La Historia es justiciera. En
aquella ocasión, justo después de que Sánchez lograse, al fin, su anhelada
Presidencia mediante la moción de censura que meses después se le volvería en
contra (al tropezar con el muro de la autodeterminación para aprobar los
presupuestos), los regocijados socios en potencia del PSOE coreaban, “espontáneamente”,
desde sus escaños, puestos en pie y tras encallecerse las manos de aplaudir,
aquello de “¡SÍ-SE-PUEDE!”, que debe ser algo así como el grito de guerra de
las barricadas y del campamento levantado en la Puerta del Sol aquel inútil
15-M.
Ahora, los podemitas no cantaban
victoria, sino que abandonaban el Congreso por la puerta de atrás, dicho sea
retóricamente, porque quedaba claro que, al menos por ahora, no se puede. No se
puede hacer la revolución, crear el neofrente popular, sacar a Franco a rastras
de la Historia y del Valle, derribar su cruz con todo lo que ello significa;
darle la vuelta, en fin, a la tuerka de la contrahistoria, del reaccionarismo
hacia delante y de la subversión institucionalizada con nostalgia soviética y
asignaturas pendientes que nos hagan eternos estudiantes malos.
No se puede, porque Sánchez ha
tropezado con su segundo muro, su segundo fracaso antológico, por mucho pecho
de pivot que saque. Si el primero fue la independencia real de Cataluña, el
segundo ha sido la conversión de España al sovietismo anarquizante que arrasó
la II República española. Nadie lo reconoce en el Parlamento, salvo Abascal,
voz profética que hace de sus errores escuela de superación, no sima de
autoafirmaciones vanas. Sánchez es víctima de sí mismo y de una pinza que, como
siempre hasta hoy, aprovecha la debilidad de los amigos para arrebatarles el
protagonismo: el comunismo y el separatismo. El doctor Sánchez no sabe qué
hacer ni por dónde tirar, probablemente porque no puede hacerlo, porque “no se
puede” conciliar socialdemocracia, o socialismo democrático si lo prefieren,
con la raíz totalitaria que recorre toda la izquierda española, y desemboca en
el drama eterno del PSOE: unir o separar a los españoles.
Me acordé también de Rajoy, el
imperturbable. Le imaginé con una sonrisilla de satisfacción gallega, de hombre
que sabe esperar y que tampoco sabe irse. ¿Se sentiría identificado con
Sánchez? ¿Es hoy el español que mejor comprende al todavía presidente o
viceversa, es el inquilino actual de La Moncloa el que empieza a darse cuenta
de que el síndrome archicomentado consiste en sentir ese apego por los
colchones que él empieza a ver peligrar? La posición objetiva de Sánchez es
casi la misma que la imperante durante el segundo mandato de Rajoy, con una
pequeña diferencia: el socialista va a agotar la legislatura que no dejó cerrar
al primero, comido por el ansia de barrer a quien podía aún condenarle al
ostracismo de no estrenar prebendas de investido. Lo dicho, la Historia siempre
pasa factura.
Sé perfectamente que la política
es lo más cambiante que existe. Y si no, que se lo digan a cierta formación que
el primer día tras su presentación oficial propugnaba el aborto cero y el
segundo mantener la Ley Aído. Todo puede dar la vuelta, como la tuerka y la
crónica del diario progubernamental a la que me refería al principio y que les
recomiendo, lo muestra a las claras. No obstante, algo me dice que en este
fiasco (término también empleado por el mismo rotativo) hay mucho de
irreversible, porque lo que ha aflorado en esta guerra abierta entre socialismo
y comunismo coyunturalmente separatista es pura filosofía política, o sea, la
región de la estrategia social más estable y hasta intemporal. Aparentemente,
se hablaba sólo de economía, de Trabajo, y ha quedado claro que Sánchez ha
salvado la gallina de los huevos de oro del PSOE, que es la UGT. Iglesias
quería imponer, como es natural, la economía de Estado, y cargarse la
negociación colectiva, los convenios, para entendernos, el tejido mediante el
que los socialistas controlan la economía libre. Eso sería tanto como anular
a la ya frágil UGT (la caída de subvenciones ha crucificado a los sindicatos,
así como los distintos escándalos, a menudo judicializados). Si es el Estado el
que implanta sus criterios en los convenios, ¿dónde quedan los sindicatos, especialmente
los dos grandes? Sería tanto como cortar las alas sociales al PSOE, vaciarlo de
contenido y destruir su futuro. En el fondo, lo chicos universitarios del “Sí
se puede” siguen habitando en la nube de las aulas, los laboratorios y los
departamentos que, gracias a la LRU socialista, gobiernan ellos. EL PSOE nunca
caerá en trampa tan burda, como Lastra se encargó de dejar sentado en la
tribuna cuando recordó al líder de extrema izquierda que las políticas activas
de empleo que él reclamaba “in extremis” estaban transferidas a las comunidades
autónomas. Lo cual tampoco es del todo cierto, pero —insisto— un Gobierno del
PSOE jamás va a ceder nada que afecte a las negociaciones
sindicatos-empresarios a unas siglas que aspiren a eliminarlas.
Con todo, ya digo que bajo esta
capa superficial por contingente hay un cimiento fuerte, sobre el que se apoya,
que es el concepto mismo de Estado. Y ahí, creo, se ha tocado techo. Porque ni
siquiera un pacto programático dejando a Podemos fuera del Gobierno hubiera
tenido recorrido, ya que los ejecutivos de Zapatero y de Sánchez, como
sectarios y adolescentes que son, han agotado la oferta. Todas las zonas de decisión
comunes las ocupó ZP para luchar contra la sensación de que era presidente por
accidente. Y el resto, lo que le quedó por invadir al estallarle en las manos
las consecuencias de la gran recesión, lo ha completado Sánchez, que ha cogido
el Gobierno en el momento de un tímido despegue y a quien le ha cogido la
crisis con sus socios cuando todo se le vuelve, como a su antecesor y
correligionario, de punta. La economía, desde la mundial hasta la nacional
pasando por la europea, está cansada de luchar contra los monstruos de 2008 sin
resultados palpables. Y Sánchez parece igual de hacerlo con los españoles, esos
actores de su drama empeñados en crear sus papeles de modo que no le dejan
explayarse a sus anchas con el de protagonista que tan trabajosamente se afana
en representar desde que debutó.
Recuerdo que Zapatero, ese
bolivariano irredento, hijo, como Bolívar, de la metrópoli, dejó plantado en
cierta ocasión al presidente de Polonia “porque se encontraba algo cansado”.
Sánchez se va de vacaciones, y en su caso están justificadas porque jugar al
ajedrez con un ruso sólo está al alcance de otro ruso. Y Sánchez es madrileño,
aunque no olviden que escribió, o le escribieron, un “Manual de resistencia”.
En septiembre se volverán a ver las caras o a enviarse guasaps. Confiemos en la
filosofía de la Historia, que no siempre favorece a las izquierdas, aunque se
empeñen los detentadores de la intelectualidad.