Acabo de llevarme tres cuartos de hora contemplando una de las visiones más completas de la bóveda estrellada que se puedan hallar en la Península Ibérica, en plena Sierra Norte de Sevilla, acá donde la Morena levanta sus primeras estribaciones meridionales. Estos días de junio, en torno a San Juan, Andalucía es un Paraíso, el aire toma ese candor que te acaricia la piel con manos de presencia tibia, amorosa y agradecida; es decir, grata. En lugares como éste, además, la noche te regala la coronación del día, ese cielo tachonado de puntos albos intensos por los que se cuelan, como luminarias, sonrisas de Dios que te repone las fuerzas perdidas durante la jornada. Es como una suerte de acupuntura visual y postrera que reequilibra las corrientes vitales extrayendo del tiempo vivido la sustancia de lo más reconfortante, el néctar del Altísimo.
Y hoy era un día germinal, porque ayer recomenzó la Historia. Desde mis
22 años ando luchando, modestamente, por despertar a quien quiera oírme, leerme
o ver mi película “En el último minuto” con una idea fija: Es necesario
respetar la vida humana desde el instante en que comienza hasta el final
natural. No voy a volver a las razones, que siguen pareciéndome tan obvias como
el viejo dicho de “no desees para otro lo que no quieres para ti”. Hoy, lo
único que sé es que el día del Sagrado Corazón de Jesús de 2022, el día de San
Juan Bautista de 2022, candentes aún los ecos del solsticio de verano
de 2022, quedará ya para siempre registrado en los libros de Historia como la
fecha en que sonó el despertador de la conciencia universal que reconoce la
vida humana como un bien sagrado, máxime si es la más indefensa de todas, la
que se gesta en el seno materno.
Ha sido en el día del Sagrado Corazón, y sólo esto ya debe llenarnos de
estupor, que se agranda si lo asociamos con el misterio cristiano de la
Visitación, ese momento crucial en que una Virgen adolescente, Madre de Dios
para más señas, se encuentra con su prima, de quien el ángel anunciador había
revelado su embarazo en los umbrales de la vejez. En el instante en que ambos
vientres se acercaron para besarse, las criaturas, anunciador y Anunciado, se
saludaron también. Ocurrió lo mismo que treinta años después tendría lugar en
el Jordán. En ambas ocasiones, el Precursor y el Redentor se reconocieron, se
estremecieron y el Espíritu Santo señaló al Mesías con su mano silenciosa pero
altísimamente indicativa.
Escribo estas líneas bajo una fuerte impresión, que se va ahondando
conforme me llegan fotografías y noticias de Estados Unidos, como esa ristra de
gobernadores firmando leyes y decretos pro vida, rodeados de familiares y
compañeros visiblemente dichosos, o ese comunicado de los obispos católicos de
aquel país, que merecería lucir en todas las sacristías de España como ejemplo
a seguir aquí.
Me acuerdo, además, de tantos años y tantas personas que he conocido en
la lucha pro vida. No voy a dar nombres. Ellos —y sobre todo, ellas— saben quiénes son. Para mí constituyen modelos de
comportamiento ético heroico, algunos hasta poner en jaque sus vidas en este
país tomado por los nerones. Desde ayer, todos los días serán el día más
hermoso para ellos como lo serán para mí, porque tras mucho tiempo de esa
penosa sensación que consiste en percibir cómo el mundo no cambia —Neruda
dixit— de pronto, todo ha mutado. Sí, es sin duda un milagro. Llevamos una
racha dura de acontecimientos apocalípticos en el peor sentido: esto mismo del
aborto, que no cesaba de agravarse, la pandemia del fin del mundo, una guerra
que amenazaba y lo sigue haciendo con ser nuclear y terminal, la mayor crisis
económica de todos los tiempos… Sólo la esperanza cristiana, cada día más
escatológica, nos sostenía. Sólo la oración nos mantenía a flote, cuando en
cuestión de horas, pero a causa de un trabajo de muchos años de constante
apuesta por la vida —y todo hay que decirlo, gracias a la herencia judicial del
presidente Trump— un grupo de seis jueces ha devuelto la razón a una nación
desquiciada. Ha sido una sentencia fría, de casi trescientos folios,
argumentada exclusivamente por criterios jurídicos que se asientan en la
Constitución. No defiende la vida, sólo la libertad. Pero la libertad es el
principio de la vida. Simplemente asegura que el aborto no puede ser un derecho
obligatorio. Y es que no es ningún derecho, sino el mayor de los males que ha
visto la Humanidad. Sesenta y dos millones de norteamericanos no han podido
nacer a lo largo de estos casi cincuenta años a causa de una regulación
inconstitucional apoyada además en una falsedad reconocida por la propia denunciante.
Mayor falta de fundamento, imposible.
Ahora, cada estado, democráticamente, decidirá si autoriza o prohibe el
aborto. Éste seguirá siendo una monstruosidad, como tantas aunque ninguna de su
calibre que habitan estos “tiempos modernos” tomados en buena medida por la
vesania. Pero el primer paso, el fundamental, sacudirse el dogal que impedía
reabrir el gran debate del Occidente contemporáneo, está dado. Deo gratia. Es
el momento de entonar, lentamente, largamente, rejuvenecidos, conscientes de estar
viviendo los momentos aurorales de una nueva era, un “aleluya” digno de David o
de Salomón. Pues a ello, hermanos.