Esto de Cataluña es como las
mareas. Si van ustedes a Isla Cristina, donde por cierto estaba Queipo de Llano el 17 de julio de 1936 para entregar una bandera a la guarnición de
Carabineros de los que él era inspector general, no se pierdan un paseo en
barco por la Ría del Carreras. Si lo hacen, el patrón detendrá unos instantes
el motor en un espacio de marisma, donde se cultiva la almeja y se puede ver la
compuerta que levantaron catalanes y valencianos hace ya siglo y medio para recolectar
la sal con la que preparar el pescado en conserva. Como es sabido, la sal —de
ahí “salario”— es el origen de las retribuciones, es decir, de la
supervivencia, en todo el Orbe desde siempre. Así nació “La higuerita”, porque
junto al pescado y la sal en aquel punto de la costa al que arribaron los
nuevos fenicios se encontraba agua dulce, pozo señalado por una gran higuera.
Aquellos levantinos inversores, inquietos, emprendedores, emigraron desde su
tierra a la andaluza, donde se establecieron y triunfaron, animados por un
cura, el padre Mirabent, que fundó las primeras industrias salazoneras y que
tiene un monumento junto a la nueva iglesia del pueblo (la parroquia primitiva
fue incendiada en el 36 por las otras turbas y su solar es hoy la plaza donde
radica el epicentro de la vida local, durante cuarenta años llamada del General
Franco y hoy de las Flores). Echemos un vistazo al nomenclátor isleño:
Catalanes, Serafín Romeu Portas, Matías Cabot, Diego Pérez Pascual, Diego Pérez
Milá, Padre Mirabent, Arnau, Sitges, Ramón Noya, Antonio Garely, Isabel Pérez
Siles… Jordi Pujol, cuando todavía parecía un hombre medianamente honrado, visitó
estos contornos y dijo algo así como que el triángulo Lepe-Cartaya-Isla
Cristina podía ser el emporio de Andalucía. Y de hecho, la lonja de Isla es la
primera de la región y la segunda de España, con 16.000 toneladas de pescado y
marisco desembarcadas cada año.
Volviendo a las mareas, ese
rincón de la ría donde reina un silencio absoluto, tal vez sólo “roto” por las
aves que allí anidan y escarban en el limo, ofrece dos paisajes distintos,
según lo veamos en bajamar o en pleamar. Es lo que vieron los catalanes y
valencianos para quedarse y levantar en aquellas riberas sus casas y astilleros.
La sal aparece cuando el mar evacúa por esa estrecha puerta que ellos
edificaron. Y con la sal, la prosperidad.
España aflora también cada vez
que las circunstancias que la ocultaban bajan su nivel secuestrador de la
libertad. En tanto dura la pleamar, la sal no existe. O al menos no se ve. El
fruto de los océanos mineralizados, ese manto blanco que combate la mala nieve
cuando hace falta, el que da sabor a la comida y a la vida misma, el que hace a
los cristianos estímulo del mundo, el que sirve para curar el jamón o para
condimentar la mojama, el que ha dado de comer a mil generaciones del interior
peninsular durante el invierno cuando no había congeladores para el bacalao, es
lo que queda cuando las aguas vuelven a su madre.
El primer artículo que me publicó
la Prensa —diario Suroeste, 1976— era una metáfora que utilizaba las primeras
lluvias tras la sequía estival, y se titulaba “Cuando algo llueve”. Hablaba de
la libertad y de su abuso (“Cuando algo llueve, a nadie satisface y a todos
anega”, empezaba). Cataluña ha gozado desde 1978 de una libertad sólo
comparable con el trato de favor que le procuró Francisco Franco. Ya he escrito
mucho sobre el término “nacionalidades” y el miedo que recorría algunas páginas
de la Carta Magna, propuesta por unas Cortes no constituyentes. Los españoles
elegimos un Gobierno para cuatro años, no una comisión que elaborase un texto cenital
para cincuenta. No voy a volver sobre ello. Ahí está la postura de ETA —la
actual— para explicar y probar muchas cosas que he afirmado.
Sí quiero identificar esa pleamar
que ahoga a España con la dejación de funciones de los partidos —todos— responsables
de la Gobernación del Estado durante estos largos años. Llevamos —parece
mentira que haya que volver sobre ello— todo este tiempo cediéndoles la
educación de los nuevos catalanes, sin que la Alta Inspección Educativa, figura
contemplada en la misma Constitución, haya sido capaz de corregir las
desviaciones que el primer día de clase ya estaban presentes en las cabecitas
de quienes hoy empujan desde todos los confines del condado aragonés para
desgajarse de España.
Ha sido la educación, obviamente.
La economía también, pero eso después. La formación del espíritu nacional
catalán, que viene de antiguo, ha excluido, igualmente desde la noche de los
tiempos democráticos, cualquier vestigio de españolidad en la sociedad juvenil
catalana, como ha sucedido en la vasca y está a punto de dar la cara en la
valenciana y en la gallega. Pero es que incluso en la mía, en la andaluza, que
desde el 28 de febrero de 1980 confundió de manera mostrenca pero eficaz la
victoria de unos partidos sobre otros con el Día de Andalucía, la
Administración socialista, la misma que puso “España” en el escudo y en el
himno donde Blas Infante había puesto “Iberia”, ha mantenido, curso tras curso,
enhiesta la bandera blanca y verde, inculcando en los niños el amor a una
Andalucía libre mientras España brillaba por su ausencia en las actividades
escolares. En todo caso se hablaba algunos minutos de la Constitución; es
decir, del islote, no de la tierra firme que hay debajo de las aguas.
Recuerdo bien el disgusto de
aquella mañana en que me dio por curiosear en un libro de texto de mi hija, que
estudiaba entonces Primaria (menos de doce años). Me puse a recorrer un mapa de
España y a leer algunos rótulos. Algo me maliciaba. Y en efecto, allí estaban las
“Ils Balears, Alacant, Lleida, Girona, Gipuzkoa, Bizkaia, Ourense…” ¿Para qué
seguir? Una niña andaluza de pocos años estaba ya aprendiendo que el castellano
no era su idioma oficial, y, el corolario inevitable: que quienes hablaban así
tenían derecho a sentirse nacionales de su lengua materna, actuando en
consecuencia al margen de los demás españoles. Insisto: Junta de Andalucía,
Consejería de Educación, libro oficial de texto. Y hace ya, al menos, siete
años.
No podemos extrañarnos de nada.
Mientras el resto de España se dedicaba a cargarse la clase media (su
mentalidad y su bolsillo), en Cataluña la clase media se dedicaba a cargarse
España. En este momento, todo el mundo se pregunta, temblando, por el futuro,
por el nuestro. Lamento creer que las cartas están dadas desde que alguien que
acaba de proclamarse tan preocupado por lo que ocurre en Cataluña que “es lo
que más me ha preocupado en los últimos cuarenta años” decidió que la izquierda
española debía anteponer la democracia de barrio a la soberanía nacional.