“Viene a lo lejos, llena de luz, blanca de azahar, y es un reflejo de sol en la Madrugá…”
Fue una tarde del verano
declinante en Sanlúcar, donde los barcos que daban la vuelta al mundo rendían
viaje para poner al corriente al hijo del emperador. La Universidad
Internacional Menéndez Pelayo organizaba allí un curso y el guardia que
suscribe fue enviado a cubrirlo. Al pie del hotel Guadalquivir, me encontré con
Antonio Burgos. Yo venía de Ronda, de otro curso, y todavía no me había
repuesto de la noticia que me dio Lola Mouriño, taquígrafa, cuando le fui a
dictar mi crónica: Manolo Ferrand había muerto. Aquella tarde junto a Bajo
Guía, Antonio y yo teníamos el gesto demudado. Comentamos la “novedad”, y la
coda de mi jefe me ha acompañado hasta hoy, que la evoco: “Éste ha sido el
artículo que más me ha costado escribir. Mira que si de algo presumo es de
pluma fácil. Pero esta vez…” Imagino que con posterioridad habría otros “partos
complicados” (¡ay, los padres!), pero aquel día, desde luego, Antonio Burgos se
mostraba desarmado por la muerte de un amigo cabal.
Conocí a Antonio, unos cuantos
años antes, cuando llamé por teléfono y pedí que me pusieran con Abel Infanzón —bendita
inocencia del principiante—. Me convertí en asiduo confidente de desaguisados,
que él incluía en aquella mítica página de huecograbado. Todavía me conmueve
pasar ante la clínica de Cariñanos, frente a los Jesuitas (que ya tampoco
están), en Jesús del Gran Poder y releer el texto del azulejo que recuerda la
reconstrucción de una referencia becqueriana “gracias a Casco Antiguo”.
Después vendrían las prácticas de
verano, nueve meses de reportajes y desde el 1 de julio de 1981, casi 28 años ininterrumpidos
de “servicio activo”, de los que compartí la mayor parte con este niño del
Arenal que tanto quería a mi hermandad de La Carretería. De la primera etapa,
la de Cardenal Ilundáin, me tocó devolverle un “hasta luego” a mediodía que
duraría un puñado de años, hasta que mi director me encargó entrevistarle para
recuperarlo. Así fue, con uno de sus gatos levantando acta notarial, y Antonio
ha muerto con las botas puestas en su ABC de Sevilla, donde echaba “más horas
que el busto”, sin que jamás le viera titubear en el cumplimiento de sus
obligaciones. Y eso que probablemente ha sido el sevillano que más se ha
encarado con las fuerzas vivas de la ciudad. Sin Antonio Burgos Belinchón ni
Sevilla sería hoy la que es, con su conciencia —mucha o poca— de ser ella misma
ni el ABC podría lucir en su hemeroteca una colección de recuadros digna de
figurar en la antología del mejor periodismo nacional.
Sé que no me perdonarás estos
ditirambos, Antonio, pero los escribo con la mejor intención, porque ambos
sabemos que en realidad me quedo corto. El miércoles por la mañana tenía
puesto, casualmente, a Carlos Cano. Sonaron los inconfundibles compases de
“Campanilleros”, que no hace mucho se disfrutaron en nuestras calles tras las
Vírgenes de Gloria. Y cuando el granaíno atacó el poema, mi mujer —mis
condolencias, doña Isabel— me advirtió: “Esa letra es de Burgos”. Estaba
gozando tanto que no había caído, la verdad. Y me acordé de aquel tarjetón que
conservo y releo de vez en cuando y que me encontré un Lunes Santo cuando fui a
trabajar. Aquel año me tocó cubrir el Domingo de Ramos, y tú escribiste: “Un
lirio del canasto de la Carretería por esa crónica”. Nunca tuvo un cofrade
mayor elogio, aunque tengo que reconocer —y todavía me escuece— que la lluvia
estropeó la cosas días después, y dado que yo no avisé a tiempo, él se me
adelantó y cuando nos vimos me llevé mi “rociada”: “Me acordé que era
periodista y llamé”, fueron sus palabras.
Así eras, Antonio, pura
responsabilidad profesional y entrega a la causa de tu ciudad. Mientras Carlos
cantaba en mi casa —“En el Arco de la
Macarena, nardo y yerbabuena, la Virgen está, Esperanza que ríe su pena morena,
Niña de gracia llena y Reina de la Madrugá”— tú agonizabas, justo enfrente.
Te has llevado la mejor visión, la que siempre soñaste, desde que le cantaste a
la Giganta aquella declaración de amor inefable, cuando Carlos Ortega se
encaramó con su cámara a lo alto de la Giralda, pasando por encima del tiempo
(quinientos años). Un pellizco se me ha quedado cogido al corazón, querido
Antonio. Te debo un lirio eterno del barco del carbón.
Ahora que habitas los palcos que
están en los cielos, mírala y vuelve a dejar constancia de ello: “Pasa la gracia, pasa la luz, pasa la flor,
pasa Sevilla, pasa la Madre de Dios.”
(Publicado en ABC de Sevilla el 23 de diciembre de 2023)