Lo digo así, para se me entienda
con facilidad. Las maniobras de “nacionalistas” (en realidad, separatistas,
¿hay alguien que lo dude a estas alturas?), socialistas y comunistas durante
los años de la “transición”, y muy especialmente a la hora de sacar adelante la
“Constitución de la democracia” han dado como resultado una situación
insostenible, principalmente en lo que respecta a la unidad nacional, pero no
entendida sólo como un asunto territorial, sino transversal, social, que afecta
a la soberanía en todos sus planos y sentidos.
A lo largo de casi un año, desde
que los independentistas catalanes anunciaron sus intenciones, allá por junio
del 2017, España se ha ido desmoronando, dentro y fuera de nuestras fronteras.
Era un mecanismo de relojería lento, pero ya se ha visto que implacable el que
supuso la autonomía regional, sobre todo desde el punto y hora, que fue muy
pronto, en que los ponentes vascos y catalanes, nacionalistas o no, imponen,
con la sola oposición de Manuel Fraga, el fulminante del explosivo, el término
"nacionalidades", ariete de todos los pueblos que han luchado por su
autodeterminación.
Lo que se está derrumbando ahora,
tras cuatro décadas de minado, es el edificio del estado. La Nación
probablemente se fue al carajo, como decía aquel personaje de Vargas Llosa en el
maloliente “Catedral” peruano, hace mucho, desde el instante mismo en que se
introdujo ese asilvestrado concepto constitucional que a la postre ha sido un
billete de ida a ninguna parte.
El grito de socorro de profesores
y catedráticos catalanes, sobre todo del mundo del Derecho, a la esfinge para
que haga algo mientras otros prescinden en absoluto de esa misma Constitución,
dueños al fin de un trozo de España, no es sino el acta notarial cualificada —un
registrador de la propiedad debería ser consciente de ello— de una enajenación
bandoleril. Pero ojo, que el efecto Cataluña Libre es ya la desarticulación
real de España, como se va comprobando, dramáticamente, en el Campo de
Gibraltar, en las oleadas de náufragos sin documentar, en los incidentes de
Lavapiés, en el decaimiento —éste fue el primero en el que se sumió el 155— del
derecho a educar a los hijos en castellano en parte del territorio nacional, en
la (o)presión callejera sobre jueces y fiscales y, finalmente, en la rendición
de un ministro de Justicia ante ese mismo ambiente coactivo.
Todo eso por no hablar del estado
furtivo en el que, a juzgar por las últimas informaciones filtradas, se
encuentra una parte de la Universidad española, ésa que debe velar por la
excelencia de las élites profesionales y su influencia educativa sobre los
demás. La reducción a 5 de la nota mínima para acceder a una beca, en lugar de
suprimir el requisito de la renta familiar máxima, ha sido otra clamorosa
cesión de la derecha a la demagogia más pedestre.
El más reciente informe de la
Unión Europea sobre nuestro estado de cosas, dado a conocer hoy mismo, es una
radiografía cabal de cuanto antecede en este artículo: las autonomías como raíz
de casi todos nuestros males mayores, empezando por la educación y siguiendo
por la economía (la real), y hasta las ayudas. Terrible es esta frase: “Los
ingresos mínimos garantizados se caracterizan por las grandes diferencias en
las condiciones de acceso en las distintas regiones y debido a la fragmentación
en múltiples esquemas nacionales los distintos tipos de desempleados son
gestionados por distintas administraciones, lo que tiene como resultado que
muchos ciudadanos que lo necesitan no reciben ningún tipo de ayudas.”
Últimamente, informar en España
es llorar, además de un deporte de riesgo que muy pocos asumen. Vivimos en una
gran asamblea televisada donde el rigor y el respeto a la verdad pertenecen al
pasado, y por eso casi todas las escasas energías que le van quedando al poder
instituido las emplea en censurarlo. ¿Seguimos pensando que aquí no pasa nada?
Yo sigo rezando para que los apocalípticos estemos muy equivocados.
P.S.: Obviamente, y como algunos
no nos cansaremos de repetir, el trasfondo de todo esto es moral. De hecho, las
autonomías no son más que un recurso para engañar a la gente y colocar a los
propios. Confío en que la inmoralidad tenga suelo, y así sea para actores que
blasfeman una y otra vez, párrocos que los acogen y agitadores revolucionarios
que se permiten lo que la mayoría no podrá tener nunca, por muy universitarios
que sean. Todo gracias a las herencias forjadas en vidas que, casualmente,
siempre giran en torno a la subversión, cuando no a cosas peores.