El profesor Enrique Valdivieso,
seguramente el mayor experto vivo sobre Murillo, dio hace algunos meses, cuando
los fastos apenas se esbozaban, una lección magistral de carácter casi íntimo a
un grupo de gente inquieta de la ciudad en la que el pintor vino a nacer que
perdura en la memoria de quienes a ella asistimos. Aquella tarde, en plena
sobremesa y ante un auditorio encandilado que parecía escuchar sus palabras
como si de la estantigua de San Telmo se tratase (trocada la dureza pétrea en
sensibilidad a flor de piel), este talento sevillano de Valladolid pronunció un
discurso a los postres, salteado de preguntas emocionadas. El maestro nos tomó
de la mano e hizo que nos sintiéramos espías de Murillo. Dejó a un lado las
latas de membrillo y el aburrido lenguaje de las tesis. Pero no la imaginación.
Nos situó en una puerta de la Sevilla alucinada, torturada, lacerada por la
epidemia de 1649. Y desde allí, fuimos siguiendo al artista por los suburbios
dolientes de una población diezmada.
Valdivieso logró transportarnos,
meta sempiterna de todos los contadores de historias. Se reveló como un
excelente prosista improvisado, como un bardo ciego —¡él, con su mirada de
vista rápida!— que concentrara mil iconos en una palabra para derrochar el
verbo del arte sin clasificar. Y nos explicó el por qué de Murillo. En otras
palabras sin duda, vino a decirnos: “Los sevillanos necesitaban, en ese momento
histórico, alguien que los sacara de la peor pesadilla que vieron los siglos. Y
encontraron a Murillo deambulando por sus calles, en busca de niños
harapientos, roñosos y muertos de hambre, pero bellos como sus Inmaculadas. La
pintura profana de Murillo, y también la religiosa a su manera, fueron como una
operación humanitaria de rescate estético y ético. Un respiro. Él vio en
aquellos hijos de Dios ávidos de misericordia, huérfanos, perdidos, andrajosos
y sin más futuro que un hilo de esperanza biológica, el lado luminoso de la
vida, la luz, y decidió llevarlos a los lienzos como un consuelo para tanto
sufrimiento humano que le salía al encuentro. La ciudad estaba laminada,
psicológicamente triturada, llorando a sus muertos noche y día. Sólo le quedaba
el pincel de Murillo. Y lo aprovechó. Vaya si lo aprovechó.”
Nos quedamos boquiabiertos.
Murillo, apóstol de la vida en una Sevilla atribulada, donde el olor a cadáver
se mezclaba con el eco de las rogativas. Quienes llevamos media vida buceando
en la historia fidedigna de la “muy noble” sabemos bien que el significado de
aquella alocución breve y acerada, como una punzada de los millones que se
embalsaron en la Sevilla de aquellos años, respondía sin la menor traición a lo
sucedido entonces. Traigo a colación una “anécdota” (no puede ser más luctuosa pero
rica para la historiografía) que hallé en un libro de actas de la hermandad de
la Carretería correspondiente a aquellas fechas. Un domingo, los toneleros se
reúnen, convocados por el muñidor, para elegir oficiales. En aquel ajado papel
me salieron al camino un puñado de nombres anónimos. A continuación, el acta
recogía los esfuerzos, sobre todo económicos, para llevar a cabo la estación de
penitencia y la procesión de la Pascua de Resurrección (dos salidas en cuestión
de pocos días). Pasé las páginas. Reconozco que me asaltó un temblor sordo, a
solas como estaba con aquella memoria histórica que empezaba así: “En Sevilla,
a 17 de abril de 1649, se juntaron los hermanos que quedaron bibos”. Sí, una
semana más tarde, aquel domingo cuaresmal o tal vez de Ramos, había que volver
a elegir junta de gobierno, porque la mayoría había sucumbido víctima de la
bubónica. En aquel momento decidí que dicha frase encabezaría mi libro “Dios,
hombres, ciudad” bajo la dedicatoria “A mis hermanos de la Carretería. Los que
se fueron y los que viven”.
Ahora que se despliegan a toda
prisa las velas del cuarto centenario, y que don Enrique Valdivieso habita en
el relativo olvido —cruel como la peste— de su morada a dos pasos de la eterna
que acoge los restos de aquellas retinas universales, es buen momento para
reflexionar sobre el lado luminoso del siglo XVII sevillano, el que permitió
que la ciudad se sobrepusiera a su apocalipsis, gracias, en buena medida, al
mensaje que dejó en ella la pincelada del genio.
(Publicado en ABC de Sevilla el 18 de enero de 2018)