martes, 26 de diciembre de 2023

EL ARTÍCULO QUE SE LE ATASCÓ A ANTONIO BURGOS

 “Viene a lo lejos, llena de luz, blanca de azahar, y es un reflejo de sol en la Madrugá…”

Fue una tarde del verano declinante en Sanlúcar, donde los barcos que daban la vuelta al mundo rendían viaje para poner al corriente al hijo del emperador. La Universidad Internacional Menéndez Pelayo organizaba allí un curso y el guardia que suscribe fue enviado a cubrirlo. Al pie del hotel Guadalquivir, me encontré con Antonio Burgos. Yo venía de Ronda, de otro curso, y todavía no me había repuesto de la noticia que me dio Lola Mouriño, taquígrafa, cuando le fui a dictar mi crónica: Manolo Ferrand había muerto. Aquella tarde junto a Bajo Guía, Antonio y yo teníamos el gesto demudado. Comentamos la “novedad”, y la coda de mi jefe me ha acompañado hasta hoy, que la evoco: “Éste ha sido el artículo que más me ha costado escribir. Mira que si de algo presumo es de pluma fácil. Pero esta vez…” Imagino que con posterioridad habría otros “partos complicados” (¡ay, los padres!), pero aquel día, desde luego, Antonio Burgos se mostraba desarmado por la muerte de un amigo cabal.

Conocí a Antonio, unos cuantos años antes, cuando llamé por teléfono y pedí que me pusieran con Abel Infanzón —bendita inocencia del principiante—. Me convertí en asiduo confidente de desaguisados, que él incluía en aquella mítica página de huecograbado. Todavía me conmueve pasar ante la clínica de Cariñanos, frente a los Jesuitas (que ya tampoco están), en Jesús del Gran Poder y releer el texto del azulejo que recuerda la reconstrucción de una referencia becqueriana “gracias a Casco Antiguo”.

Después vendrían las prácticas de verano, nueve meses de reportajes y desde el 1 de julio de 1981, casi 28 años ininterrumpidos de “servicio activo”, de los que compartí la mayor parte con este niño del Arenal que tanto quería a mi hermandad de La Carretería. De la primera etapa, la de Cardenal Ilundáin, me tocó devolverle un “hasta luego” a mediodía que duraría un puñado de años, hasta que mi director me encargó entrevistarle para recuperarlo. Así fue, con uno de sus gatos levantando acta notarial, y Antonio ha muerto con las botas puestas en su ABC de Sevilla, donde echaba “más horas que el busto”, sin que jamás le viera titubear en el cumplimiento de sus obligaciones. Y eso que probablemente ha sido el sevillano que más se ha encarado con las fuerzas vivas de la ciudad. Sin Antonio Burgos Belinchón ni Sevilla sería hoy la que es, con su conciencia —mucha o poca— de ser ella misma ni el ABC podría lucir en su hemeroteca una colección de recuadros digna de figurar en la antología del mejor periodismo nacional.

Sé que no me perdonarás estos ditirambos, Antonio, pero los escribo con la mejor intención, porque ambos sabemos que en realidad me quedo corto. El miércoles por la mañana tenía puesto, casualmente, a Carlos Cano. Sonaron los inconfundibles compases de “Campanilleros”, que no hace mucho se disfrutaron en nuestras calles tras las Vírgenes de Gloria. Y cuando el granaíno atacó el poema, mi mujer —mis condolencias, doña Isabel— me advirtió: “Esa letra es de Burgos”. Estaba gozando tanto que no había caído, la verdad. Y me acordé de aquel tarjetón que conservo y releo de vez en cuando y que me encontré un Lunes Santo cuando fui a trabajar. Aquel año me tocó cubrir el Domingo de Ramos, y tú escribiste: “Un lirio del canasto de la Carretería por esa crónica”. Nunca tuvo un cofrade mayor elogio, aunque tengo que reconocer —y todavía me escuece— que la lluvia estropeó la cosas días después, y dado que yo no avisé a tiempo, él se me adelantó y cuando nos vimos me llevé mi “rociada”: “Me acordé que era periodista y llamé”, fueron sus palabras.

Así eras, Antonio, pura responsabilidad profesional y entrega a la causa de tu ciudad. Mientras Carlos cantaba en mi casa —“En el Arco de la Macarena, nardo y yerbabuena, la Virgen está, Esperanza que ríe su pena morena, Niña de gracia llena y Reina de la Madrugá”— tú agonizabas, justo enfrente. Te has llevado la mejor visión, la que siempre soñaste, desde que le cantaste a la Giganta aquella declaración de amor inefable, cuando Carlos Ortega se encaramó con su cámara a lo alto de la Giralda, pasando por encima del tiempo (quinientos años). Un pellizco se me ha quedado cogido al corazón, querido Antonio. Te debo un lirio eterno del barco del carbón.

Ahora que habitas los palcos que están en los cielos, mírala y vuelve a dejar constancia de ello: “Pasa la gracia, pasa la luz, pasa la flor, pasa Sevilla, pasa la Madre de Dios.”

(Publicado en ABC de Sevilla el 23 de diciembre de 2023)

sábado, 16 de diciembre de 2023

SEVILLA SÍ, PERO ¿QUÉ SEVILLA?

Volvía anoche del centro de Sevilla paseando, tras una entrañable presentación bibliográfica en su parroquia de San Vicente y la cena posterior con la autora, discapacitada, y su marido junto a mi esposa. Era ya tarde, pero todavía había ambiente, aunque dañado por algunos ebrios vociferantes, propios y extraños. El derroche de luz decorativa era hiriente. Salvo en un punto, que resultaba ser el origen, al menos teórico, que justifica la fiesta. Bajo el llamado “arquillo” del Ayuntamiento se monta desde hace muchos años, cuando aún la luz de led pertenecía a la ciencia ficción, un pequeño Nacimiento, que cada año hace las delicias de pequeños y grandes. Es de ver cómo brillan las pupilas de los niños aprendiendo catequesis cristiana de esas escenas estáticas. Pues bien, frente al turbión de claridad que adornaba las calles del entorno, el belén estaba apagado, a oscuras, pese a lo cual algunas parejas se detenían a contemplarlo. Gran paradoja, muy elocuente por cierto.

Desde muy joven, de niño incluso, he sentido intensamente el magnetismo de mi ciudad. Entiéndase de lo mejor de ella. Con mi padre aprendí a patearla en la intimidad, a recorrer su geografía interior, mucho más allá del tópico y del turismo. Era éste en aquel entonces amable y moderado, claro que también minoritario; es decir, selecto. Visitaban la ciudad gentes cultas amén de curiosas, que saboreaban a ojos vista la esencia que sabían catar en sus rincones, disparando sólo las fotos justas, armados de planos o guías escuetas, sabiendo muy bien lo que querían conocer y dónde estaban de pie.

De aquel turismo tranquilo y fluido hemos pasado a otra cosa bien distinta. La noche “del alumbrado” Sevilla corrió serio peligro de ser portada en todo el mundo pero por una razón contrapuesta a sus encantos. Había treinta policías locales de servicio para atender a una masa humana incalculable pero en cualquier caso compuesta por decenas de miles de personas que habían acudido al centro de la ciudad al reclamo de la luz, como mosquitos en verano. Quienes estuvieron allí —Sierpes, plazas de San Francisco y Nueva, Avenida…— aseguran haber pasado miedo y apenas haberse podido mover en algunos lugares. Una broma pesada al estilo de las que motivaron las famosas “carreritas” de la Madrugada del Viernes Santo y que han acabado en penas de cárcel para sus causantes, un petardo en plena “bulla”, unos gritos desaforados, una voz de “fuego”, y aquello podía haber derivado en una estampida multitudinaria, una avalancha atroz con resultados trágicos. Afortunadamente, nada de eso sucedió. Pero...

Había precedido a tal turbamulta un despliegue municipal de luces sin precedentes. Adornar con bombillas las calles en época navideña ha sido siempre una tradición entrañable, que además de alegrar la vista ha servido como reclamo comercial. Pero este año la exageración ha sido la nota dominante. Si viven en la ciudad o pasan por ella durante las próximas fechas podrán contemplar en la zona más noble del río a su paso por la urbe, a la altura de Triana, un alarde de luminotecnia y un despliegue de sonido para un “maping” que no sólo ha debido costar una millonada sino que congregará, también, a riadas humanas, atraídas por un espectáculo elefantiásico que se compadece mal con las dimensiones de una población ya sólo por encima de la de Zaragoza en 200 habitantes.

El desmadre se ha apoderado de Sevilla. La Navidad es ya otra Feria de Abril. Baste decir que el Ayuntamiento retiró la condición de festivo al día del Patrón —San Fernando— para alargar una Feria que ahora no sabe cómo reequilibrar, pues le sobra un día. El “alumbrado” navideño se parece cada vez más al del real de la Feria abrileña. Acuden al centro sevillano turistas de todo el mundo (el año se va a cerrar con ocho millones de viajeros en avión, en una ciudad que apenas sobrepasa el medio millón de habitantes), a lo que hay que añadir el aluvión de viajeros por tierra desde la geografía nacional y la presión que ejerce la única línea de metro existente sobre un área de muy pocos kilómetros cuadrados.

Hay muchas formas de romper la armonía que ha hecho célebres a ciertos enclaves universales. En Roma, en Florencia, en Venecia o en París lo saben bien. La concentración humana es una de las principales. Y esto también es medio ambiente y ecología. Nadie se pregunta hasta qué punto la sobredosis de consumo de agua que ello supone puede haber contribuido, en alianza con la sequía, a la escasez que tanto Sevilla como Granada o Málaga están padeciendo en sus reservas y que más pronto que tarde puede traducirse en restricciones. No quiero ni pensar qué puede ser de mi ciudad, hoy por hoy plagada de hoteles nuevos, pisos turísticos y alojamientos incontrolados, cuando se corra la voz de que en Sevilla se cierran los grifos todos los días a las diez de la noche.