jueves, 30 de octubre de 2014

UNA HISTORIA AFORTUNADAMENTE REAL

Hoy tomo prestado, con permiso del autor, un artículo ajeno y verídico, que diría el otro.
Mi buen amigo Pepe Rodríguez Hervella no se ha podido reprimir los deseos de comunicar su historia. Comoquiera que se la he enviado a unos cuantos amigos y he tenido un gozoso retorno de simpatía, la coloco en este balcón para que todo el mundo pueda disfrutarla.
Sólo añadiré que la madrina de esta criatura, la que hizo posible con sus palabras y su gesto que viniera al mundo, es parapléjica.

EL MILAGRO DEL NACIMIENTO DE MI HIJA
Tal día como hoy, hace cinco años, nuestra amiga Cristina Duque, amante de la Vida y representante de la Fundación Madrina, nos pidió el favor de que la acompañáramos a hablar con una muchacha que pretendía abortar. Pensaba yo que todo se resolvería fácilmente: envueltos por la arrolladora simpatía de Cristina tomaríamos un agradable café con la chica, y tras muchos ji, ji, ja, ja, ella entendería la razonable apuesta por la Vida y optaría por tener a su bebé.
Pero aquello no fue un sencillo paseo. Para nada. El padre de aquella muchacha, un hombre-gorila de más de dos metros, con espaldas de armario empotrao y sincero careto de enemigo, abrió con desgana la puerta oxidada de aquella decadente chabola, sita en el extrarradio más marginal de la ciudad, diciéndonos que había sido "boxeador hasta que en un combate una mala torta me dejó tuerto y zumbado del coco, por lo que tuve que colgar los guantes y dedicarme a robar, a robar y a robar por sacar adelante a mi hija ... ¡ Para que ahora me venga la niñata con una barriga! Así que mañana ... ¡a abortar!, que como la ley lo permite tiene que ser güeno. Y sus lo advierto, Cristina y compañía, que como sos ocurra contraydecirme os rajo a navajazos, no sé si me explico".
A mi me temblaban las piernas y el alma, viendo acurrucada en un rincón a la embarazada muchacha y sintiéndome incapaz de decir mi boca es mía ante semejante berraco. Ni Cristina, ni mi mujer Rocío, ni nuestro amigo Carlos Seco acertaban tampoco a decir nada que moviera un ápice el corazón de aquel cachalote ... "no hay derecho. Con tó lo que he robao por mi hija, para que ahora se presente con este problema".
Y fue entonces. Mi mujer únicamente me susurró: "Ve a casa y trae aquí a nuestro hijo". Luisito, de apenas seis añitos y ajeno a todo, se partía de risa oyendo tronar al oso, con la chabola a pique de
derrumbarse de los puñetazos que daba en las paredes para reforzar sus argumentos de muerte.
Cuando el hombre iba a gritar de nuevo, mi mujer se encaró con él, soltándole a bocajarro: "¡Cállese de una vez, por Dios!". Y el gigante se quedo K.O., nunca mejor dicho, más callado que en Misa, con las patitas colgando ante el valor de aquella contrincante que, con su poca vergüenza, quería que el bebé viviera. ·
Acto seguido mi mujer se dirigió a Ángela, la chica preñada y temerosa, y poniendo entre sus brazos a nuestro Luisito, sencillamente le dijo: "Tú sabes bien que ahí dentro llevas tu tesoro, tan infinito y tan grande como este niño".
Aquella noche no pude dormir. Imaginaba a aquella criatura en ciernes sin posibilidad alguna de librarse del matarile, con su mamá envuelta en un entorno de miseria y abocada al fácil asesinato infantil, legalizado y bendecido por tantos beatos progres de pitiminí del PP y del PSOE (o del PPPSOE, es lo mismo), y sostenido por nuestros ciudadanos que siguen votando al PP y al PSOE (o al PPPSOE, es igual), condenando a la siesta de la muerte a sólo Dios sabe cuántos hijos de cuántas Ángelas de cuántos barrios marginales de nuestra querida España.
Pero supongo que el Artista del Cielo debió jugar sus cartas en el asunto. Y es que Dios ... y es que Dios habló.
Eran las siete de la mañana y por teléfono Cristina nos contaba que "la muchacha se ha plantado ante su padre. Con un par. Diciéndole que no va a segar la Vida del inocente brote que crece en su vientre"...
La niña nació unos meses después. El coste de los biberones, pañales y demás corrió a cargo de la Fundación Madrina y de gente como Carlos Seco que (todo hay que decirlo) se rascaron el bolsillo y la cuenta corriente para que la cría saliera adelante.
Y Ángela, aquella madre tan valiente, le puso por nombre Rocío. Rocío porque mi mujer, Rocío, supo embriagarla con un aliento de eternidad para levantar la condena a muerte de su criatura: "Tú sabes bien que ahí dentro llevas tu tesoro ... ".
Y nos contaba con orgullo su ex-boxeador abuelo que su nieta Rocío le está dando la educación que no pudo recibir de niño: hace unos días, cuando le dio de postre una de las naranjas que había tomado prestadas del cortijo de Gines, la cría se la arrojó a la cara, diciéndole que no la quería, que las Hermanas de la Cruz que regentan su guardería le han enseñado que ... "agüelo, robar no está bien, han dicho a mi las monjitas".
Me vais a permitir, amigos, que siga considerando a esta niña como a mi Hija, así, con Mayúsculas, y que en el hondón de mi alma albergue mi convencimiento de que El De Arriba, Ese Que Sostiene Nuestra Existencia, tuvo a bien que aquella tarde de hace cinco años preparáramos la bienvenida de mi hija con nombre de Reina de las Marismas, ya que ella se encargará de abrir infinitos horizontes de esperanza, enseñando a todos a pelear por nuestro más preciado tesoro: La Vida.
29 de octubre de 2014
Pepe Rodríguez Hervella

domingo, 19 de octubre de 2014

LA DESVENCIJADA PUERTA DE MI AZOTEA

La memoria sentimental —alguien lo llamaría inteligencia emocional— resulta ser un arma extraordinariamente potente y ambivalente. De una forma simplista podríamos referirnos a la nostalgia, pero eso sería reducir a nada algo demasiado complejo, argucia por lo demás característica de nuestro tiempo, que ha dejado muy corta a la rebelión de las masas de Ortega, el de “no es esto”. Hay ocasiones, apenas pretendidas, en que algo o alguien o nosotros mismos nos traslada en el tiempo a paraísos íntimos y que creíamos perdidos, y no lo estaban tanto. Es como cuando un equipo sanitario logra, in extremis, una “resucitación”, nueva falacia de nuestro tiempo porque o hay muerte o no la hay. Resurrección sólo hay una, y es patrimonio de los creyentes, gente también de otro tiempo.
Como decía, hay instantes en que, sin saber cómo, podemos hacer un recorrido al alcance de los ojos, y casi del olfato, por acontecimientos y lugares que hace mucho tiempo desaparecieron de todas partes, empezando por nuestra capacidad de evocación. Hay en este fenómeno cierto eco de la relatividad espacio-tiempo. Es de suponer que los maestros en estas rupturas de las leyes físicas son los enfermos de Alzheimer, entre los que quizás me cuente cuando tú, amable lector, pases tu mirada por estas líneas. Recuerdo que una tarde, tediosa como todas las de aquel tiempo de mi infancia, estando mi abuelo y yo ante el televisor que en ese momento emitía un partido de baloncesto, mi viejo progenitor estalló en una salva de interjecciones lanzadas hacia la ventanita catódica y consistentes, según la huella que ha sobrevivido en mí al tiempo, en “¡Mira, si es Fulano, y eso es la fábrica!”. Lo repetía maquinal y compulsivamente, queriendo hacer a los demás cómplices de su locura, que es lo que todos intentamos hacer cuando la soledad nos atenaza. Decían que mi abuelo chocheaba, y era el Alzheimer, pero Einstein, Kant, Borges y algunos más le comprenderían mejor que yo y las demás personas que le rodeábamos y le queríamos.
La otra noche, yo también me sorprendí a mí mismo husmeando por los rincones de aquella misma infancia como si existiera el presente perfecto, esa conjugación imposible, salvo excepciones, que impide a la mano criminal del olvido consumar su fechoría. Ignoro de toda ignorancia cómo vino, cómo se produjo. Pero sé que no hubo solución de continuidad entre el asalto de aquellas formas y mi ingreso voluntario en su reexploración. Después de tantos años —cuarenta, acaso— volví a estar ante aquellos tablones carcomidos que formaban la puerta de la azotea. Y desde luego, entró en mí idéntico repeluco ante lo desconocido que me pudiera aguardar al otro lado. Era de día. Nada de subir allí entre tinieblas. Volví a ver los haces de luz bajo aquellos flecos resecos que más semejaban  greñas de anarquista clásico que hoja de madera para acceder a la más luminosa terraza de mi ciudad. En mi reminiscencia deliberada no la abrí, porque de haberlo hecho el chirriar de los goznes me habría devuelto a la realidad actual. Y pasé como por ensalmo a la luz de aquel suelo de barro formando empinadas pendientes, a los pretiles donde tantas veces me tendí a zambullirme en cielo generoso de finales de junio, los exámenes terminados, nadie vigilándome, el infierno allá abajo, encerrado entre las paredes del piso, y yo arriba, sin más mediación con el Cosmos que el mismo aire que llenaba mis pulmones.
Aquella azotea tenía vida propia, y yo conectaba con ella a lomos de mi bicicleta plegable y pesadísima, en la que hacía circuitos cíclicos como la Historia, vuelta a empezar como un Sísifo horizontal y obsesivo. Era un edificio del siglo XIX que ahora está en muchos sitios y al que en aquel tiempo todo el mundo parecía odiar movido por el afán de lucro de la especulación inmobiliaria, de la fiebre constructora/enriquecedora. Poco a poco, el dueño, un marqués, había ido expulsando a los vecinos. Consiguió que fuera declarado en ruinas, y los últimos en abandonarlo fuimos mis padres y yo, después de un extraño periplo —como rara era mi madre, de quien partió aquel viaje a ninguna parte— que acabó con el retorno a la misma vivienda natal de altísimos techos, goteras por doquier y misterios sin resolver jamás.
Como digo, hoy ese inmueble de bajo y dos plantas, situado a orillas del río grande del Sur y abierto a la inmensidad de un horizonte inmaculado, forma parte de las fotos de coleccionista que retratan el puente de Triana, y está ampliado a tamaño mural en restaurantes y museos. El rencor hacia lo antiguo venció materialmente, y mi casa cayó, pero también ella revive en esas placas fotográficas y en mi memoria emocional.