Acabo de dar cuenta de una
tostada de pan de bollo con paté de hígado de cerdo y una loncha de jamón york,
también del impuro animal que nos ha dado de comer desde que bajara del arca la
primera collera salvada de las aguas (si es que Noé los aceptó a bordo).
Mientras gozaba del sabor de la vida, pensaba en los consejos del nefrólogo:
poca cantidad de carne y pescado, porque las proteínas son las culpables de la
formación de cálculos de ácido úrico, de los que he llegado a ser una cantera.
Y de ahí, mientras deglutía, pasé, como es natural, a filosofar para mis
adentros.
La sociedad del bienestar, para
la que más allá de la muerte no hay nada, nos ha acostumbrado a vivir como si
nuestros cuerpos pudieran permanecer inmunes al desgaste, siendo así que desde
que nacemos nuestra historia es la de una máquina por la que pasa el tiempo. Si
uno lo piensa bien, sólo hay dos materiales que parecen hechos para conocer el
fin del mundo: la arena y el mar. O la roca desmoronada por el roce de los
meteoros y el agua que viene y va, sube y baja pero permanece, cual la energía,
sin pérdida alguna. Fuera de esos dos elementos, que tanto buscan miríadas de
veteranos de las sociedades confortables del Norte —aunque los de aquí también
los concebimos como sinónimos de placer y descanso— todo lo demás, y entre lo
primero los organismos vivos, estamos hechos para fundirnos en el crisol de la
naturaleza.
Todo esto me asaltaba el cerebro
mientras disfrutaba del favor que mi efímera rebanada dispensaba a mi paladar.
Se ve que las neuronas se animan con el alimento, a condición de que sepa a
algo. El silicio de la arena y su compañera el agua —ambas construyen una
especie de lucha de amor día y noche, como si el débil líquido pugnara por
recordar insomne a la roca sin forma que ha sido él, junto con el viento
aliado, el que ha molido la piedra durante milenios— me llevan, a su vez, a la
sociedad del conocimiento, que dicen los cursis de la Junta. El silicio, o sea,
la arena, constituye ya la bisagra de la evolución humana. Curioso: lo más
inerte soporta lo más vital: el cruce de datos. Es lo que hace el corazón del
ordenador: el procesador. En el palenque del silicio, capaz de transmitir
órdenes operativas a una velocidad inimaginable, reside la clave de la
informática, y todo lo que esto significa en la Humanidad actual y futura.
Tenemos, pues, que el material más resistente es también el que mejor sirve a
la inteligencia, hasta el punto de casi burlar la caducidad de todo.
Los científicos buscan, sobre las
pistas que dejara Einstein, batir el record del silicio, de las playas que
tocan la punta del infinito. De ahí que se empeñen en acelerar las partículas
para dar el paso en el vacío de superar a la luz. Vayan pensando en la
posibilidad de que los cables de fibra óptica se queden cortos. ¿Sería una
hecatombe? A eso suena. Sistemas enteros que han tocado el tope de la vía
quedarían de pronto inservibles. Pero, visto desde la barrera de la ignorancia,
muy cómoda pero asistida por la experiencia de la intuición, esto daría lugar,
sobre todo, a un salto de dimensión.
Las cosas ya no serían las cosas,
porque nuestro cerebro sólo sabe verlas en sus tres dimensiones de siempre. Le
faltaría el sentido para interpretar la cuarta, aquélla en la que tiempo y
espacio se separan. Las playas ya no serían las playas, ni el mar el mar. La
velocidad de esta nueva realidad superaría a las moléculas. Debe de ser lo que
los físicos llaman el nudo de Higgins o la partícula divina. ¿El final de los
tiempos? ¡Qué sé yo!
Me ha dado lugar (curiosa mezcla
de tiempo y espacio) para terminarme mi desayuno sin preocuparme demasiado de
mis riñones. Sé que soy mortal, y que mis órganos son como consumibles, como
los cartuchos de mi impresora, fungibles, limitados, provisionales. Por cierto,
la impresora en 3D también se puede quedar vieja antes de llegar a la vida
cotidiana de la gente.
Como todas las criaturas, el
hombre está aquí de paso. Los creyentes casi “vemos” que esa cuarta dimensión,
la del material que sobrepase la fuerza cinética de la luz y mute su naturaleza
para dejar de ser descriptivo y volverse creativo de las cosas, a base de
aumentar la capacidad humana para conocerlas, implantando una estructura
interna que nuestra mente no alcance a comprender, sólo se encuentra en la religión
y en la fe de profesarla. La ciencia apunta siempre más alto. No se conforma.
Busca y rebusca, de modo que cuando descubre algo siente más frustración que
contento. Anda ahora ilusionada con un material “nuevo”, el grafeno, y con
otros más rápidos, eficaces y baratos, aunque no me explico qué pueda haberlo
más que la arena del mar. Malos momentos para Silicon Valley. Algo nos dice que
estamos a las puertas de un reino tan misterioso que sólo se parece a la
locura.