lunes, 15 de agosto de 2022

MIL VARAS DE NARDOS

Dos años sin tenerte amurallando la Catedral con tu procesión escoltada por vencejos y primillas. Como un mal sueño, nuestras vidas contarán ya para siempre, hasta que veamos tu rostro sonreír por los siglos de los siglos, con dos procesiones menos de aquélla por quien reinan los reyes. Las manos pudorosas de las otras vírgenes, las hermanas de la Cruz, han vuelto a cruzar el agosto sevillano con tu ropa de Reina, para ponerte guapa, como te quiere ver Sevilla desde que San Fernando te trajera, de brazos de San Luis su primo, una vez que los ángeles terminaron su tarea y las gubias celestiales abandonaron su labor en el punto culminante, a las puertas de la perfección, que sólo incumbe a Dios.

Tras esta privación que ha sido como una cuaresma de dos docenas de meses, sólo rota, de manera fugaz, para conmemorar los setenta y cinco años de tu patronazgo, María Santísima de los Reyes, vuelves a asomar a la plaza que lleva tu nombre a las ocho de la mañana, que, como cantaba el Pali, “es la hora que sale mi soberana”. Volverás a bailar en las cuatro esquinas del primer templo como queriendo abarcar a la ciudad toda, como los cuatro vientos del Giraldillo —en realidad Giraldilla— cuando daba vueltas sobre sí. Tus cuatro macizos de nardos volverán a estallar jubilosos y albos, inundándolo todo de aroma inconfundible a verano que declina. Cuatro posas (giros) y cuatro fuentes de mantecosa miel subiéndote como ayudas de los costaleros de Bejarano al cielo con ella, igualito que los dos brotes que asoman —otras fechas, otras flores— en las esquinas delanteras del palio de la Esperanza.

Este mayo de agosto eres asunta porque tu Hijo así lo quiso. Vuelves a Él, ahora la Madre al seno del Hijo en el Padre que todo lo puede. Anda, misterio… Y contigo, Sevilla sube también, y nuestros corazones, ya ajados por el calor, rejuvenecen, fieles a la cita, como los peregrinos de los pueblos de la Diócesis, que hacen su camino andando para subir contigo. Todos los prodigios de Sevilla se aceleran, como nuestros corazones, cuando la mañana fresca de agosto marque la hora cero de las devociones de Sevilla. Tú eres la que nunca falla, decía mi padre. La otra tarde, en la novena, el arzobispo pulsaba, tal vez sin quererlo, una tecla fundamental del concierto de mi vida. Yo llegué a ti, Virgen de los Reyes, de la mano de mi padre, que a su vez te recibió de los suyos. Cada tarde, cuando yo volvía del colegio, una talla que te reproducía en pequeña escala, me recibía en la casa de mis abuelos. Otra tarde, de vértigo infernal, de esas con las que no contabas pero que también salen a tu encuentro, él, entre lágrimas, me dijo esa frase: “Confía en la Virgen de los Reyes. Ella nunca defrauda.” Al tomar un taxi para ir a trabajar, allí estabas tú, en tu medalla, colgando del retrovisor. No, no fallas al cristiano que te busca como te buscaba el Rey Sabio en sus Cantigas. Decía monseñor Sainz Meneses: “No tengáis miedo. La Virgen de los Reyes va con vosotros de la mano.” Y entonces comprendí —confieso que emocionado— que si de una mano me cogía mi padre, como San José al Niño Jesús, de la otra siempre me ha llevado mi Madre de los Reyes. Mayor seguridad no cabe. Por eso hoy, cuando vea desde la esquina de la Lonja, al pie de la cruz de mármol, cómo el sol agosteño te da en la cara y explotan las mil varas de nardos de tu paso, me sentiré niño y volveré a mirar mi mano para ver en ella la tuya.

jueves, 11 de agosto de 2022

COMPLICAR Y ENCARECER

En un alarde de machismo que hoy incurriría con seguridad en alguno de los cuasi infinitos tipos penales introducidos por la modernidad bienpensante, el grupo setentero Jarcha cantaba aquello de “su pan, su hembra y la fiesta en paz”, como si sólo un sexo tuviera derecho a democracia. Después, la realidad vino a demostrar que fue el otro el que se hizo pronto con las riendas, pero de esto hablaremos, o no, otro día. Traía a colación al conjunto de voces —por cierto que privilegiadas— onubenses para comparar aquella letra de Ángel Corpa con la situación actual, no ya en lo del género, obviamente, sino en la funesta manía de ciertas corrientes políticas  consistente en no dejar en paz al ciudadano. Desde luego, estamos ante un caso claro de intervencionismo confiscador de la intimidad individual, es decir de comunismo en cualquiera de sus diversas marcas, empezando por la socialista.

Cada vez que comenzamos a respirar tras un susto, los habitantes del poder político resultante de la célebre moción de censura coyuntural para el asalto al poder y su transformación estructural inventan. Siempre lo hacen en el mismo sentido: recortar las libertades y multar. Es decir, trocar derechos por ingresos para las arcas públicas que ellos administran de aquella manera. Es la política de complicar la vida y encarecerla. Parece ser su particular manera de educar: “formar” al pueblo en la renuncia de sus decisiones (y sus responsabilidades) al tiempo que se le empobrece. Los señores feudales del Medievo no lo hacían mejor con los siervos. Sujetos a la dependencia de los poderes públicos, en una carrera de obstáculos que agota y acaba por colapsar la propia musculatura, lo que subyace finalmente es el secuestro de la soberanía personal, batida y abatida por una normativa asfixiante y sin sentido. Acaba de suceder con el decretazo estival de restricciones (des)energéticas. Para ahorrar, supuestamente, se crea desaliento. Se raciona energía desinvirtiendo en la luz de los escaparates, que es como decir en el atractivo de nuestro comercio. Nuestras ciudades serán más inseguras y más tristes. La desgana invadirá las noches, incluso las vísperas de festivos. Y probarte un pantalón en una tienda te obligará a devolverlo sudado. A la cerveza fría en la barra del bar le faltará algo: el aire. Y, en fin, la gente no podrá disponer a su manera del horario de encendido de sus negocios, porque no olvidemos que hasta los niños no son de sus padres. ¿Y entonces de quién son? Sí, claro, del estado.

Cada vez circulan por ahí más vídeos de hispanoamericanos que nos advierten: Van ustedes por el mismo camino que fuimos nosotros, los venezolanos, los cubanos, los nicaragüenses, los ecuatorianos… Hace ya unos cuantos años, mi familia y yo nos encontramos en la esquina de mi calle con una mujer desconsolada, de buena planta y bien vestida, que nos pidió ayuda con acento caribeño y prosa española añeja. Se había extraviado. Estaba residiendo en casa de unos amigos compatriotas, provisionalmente, y sólo quería hacer una llamada desde una cabina para que vinieran a recogerla. La señora no quería que se le hiciera de noche, porque de donde venía la noche era la perdición. Le tranquilizamos. La condujimos a un teléfono público (entonces todavía los había) e hizo la ansiada llamada. Mientras aguardaba a sus parientes, nos aleccionó hasta la saciedad: “No dejen ustedes que aquí suceda lo que en mi país. ¡Ay, ese hombre acabará con Venezuela!” No quería ni nombrarlo. España ha sido tierra de refugio para infinidad de hermanos americanos durante estos últimos decenios. Unos venían buscando plata para ellos y para sus allegados. Nuestra envejecida sociedad era su empleadora. Sus hijos han echado raíces aquí, aunque también los ha habido desviados en bandas cuasicriminales. Aquellos inmigrantes hispanos coinciden siempre en hablarnos del igualitarismo rampante como la ruina misma. El último que se ha cruzado en mi camino es un camarero cubano del barrio de Triana. Hombre de modales intachables, eficaz, simpático, excelente trabajador, es feliz en España, y por pura gratitud no pierde ocasión de ponernos en guardia, aunque no conozca de nada a sus clientes: “Estén atentos, porque cuando menos se lo esperen se encuentran en un estado comunista. Y entonces, despídanse de su bienestar”.

lunes, 1 de agosto de 2022

FRANCA DECADENCIA

Alguna vez he hablado aquí del gran historiador Luis Suárez Fernández, que, si Dios quiere, cumplirá un siglo de vida dentro de dos años. Su vinculación con el franquismo no le ha impedido, al contrario, estudiarlo con detenimiento, profundidad y el distanciamiento preciso para que sus obras, apoyadas siempre en una investigación rigurosa, no pequen nunca de hagiográficas. Naturalmente, la cultura dominante, que es de cuño social-comunista como el Gobierno que padecemos, no se lo perdona, al igual que algunos colegas no le tragan por el hecho de que la familia Franco decidiera poner en sus manos y sólo en las suyas, a través de la Fundación Nacional Francisco Franco, el archivo personal del Caudillo, con el que el profesor Suárez, de trayectoria académica por demás impecable, ha elaborado su monumental trabajo en seis gruesos tomos que hoy por hoy es la mejor investigación histórica en torno a nuestro ayer por la tarde.

Y a esto vengo a referirme, a esa época que los enemigos del general no cesan de recordarnos desde su particular atalaya como si su punto de vista fuera el único con derecho a existir. La tentación totalitaria de la izquierda española, y tal vez de todas las izquierdas, ha estado omnipresente en nuestro pasado. Como ya Pablo Iglesias I y otros líderes de su cuerda —sobre todo Largo Caballero— se encargaran de aclarar, todo va bien con ellos siempre que les convenga. Una vez quemada la etapa de usufructo de la moderación, aflora su verdadera faz, ésa que en Andalucía, por fin, parece haber sido identificada por los electores, aunque no sé yo si también por los elegidos.

Luis Suárez fue execrado en auto de fe socialista, entre el silencio de la masa borreguil y de la institución universitaria —él fue director general de Universidades con la “oprobiosa”— cuando tuvo la ocurrencia de discernir entre régimen autoritario y régimen totalitario a la hora de describir el de Francisco Franco. Al fin y al cabo, ¿qué sabía él de eso frente a los militantes de la (social) democracia? Tras el escándalo, fue exonerado del cometido encomendado por la Academia de la Historia: cubrir el tiempo franquista en su Diccionario Biográfico. Que yo recuerde, ni una sola voz autorizada se alzó entonces. Pero la trayectoria, y sobre todo el legado de Suárez Fernández están ahí, inmarcesibles, inmanipulables, insoslayables, negro sobre blanco en las cinco mil densas y documentadas páginas de su magna aportación, que yo, lentamente, estoy leyendo para enterarme de cómo fue realmente y cómo pasó aquel capítulo de cuarenta años del que somos hijos la generación española del baby boom. La misma duración tuvo la era socialista en Andalucía. ¿El mismo balance? Ustedes mismos.

Ahora, la llamada Ley de Memoria Democrática, que suena a constitución de la República Democrática de Alemania, intenta enmendar —cambien la ene por una ere y será más ajustado a la realidad— todo lo que huela al objeto de estudio de Suárez (uno más, porque el eximio intelectual ha indagado a fondo en los Reyes Católicos, los judíos, Carlos V, el mundo antiguo y la Edad Media en general). He sostenido, y me corroboro en ello, que tanto la ley de Zapatero como la de Sánchez como muestras de intervencionismo e intrusismo en el rol social de los historiadores no son más que huidas hacia delante para ocultar lo que viene ocurriendo en España, al menos, desde el 11 de marzo de 2004: el hundimiento de la Nación en una franca decadencia que haga posible la revolución silenciosa tan anhelada por la extrema izquierda que anida en el PSOE. Huir de nuestro pasado es, como bien saben los psiquiatras, el mejor aliado de la autodestrucción. Y sólo sobre la tierra quemada se puede edificar el paraíso marxista-leninista. La célebre foto de los soldados soviéticos izando su bandera sobre las ruinas del Reichstag —falseada o no, el mensaje es el mismo— con un Berlín arrasado al fondo es bien elocuente de lo que busca el comunismo siempre. En Ucrania, que es como decir en Europa, va estando claro. Ojalá no lo esté pronto también en Taiwan. Y aquí hubo un personaje histórico, guste o no su nombre, que se dio cuenta de ello casi desde adolescente, cuando acababa de estallar la Revolución Bolchevique: o se eleva el nivel de vida de todos los miembros de un pueblo o las cenizas de su bienestar las ocupan los enemigos de su libertad. Hoy, en España, vivimos en caída libre. Por eso es tan importante que la gente no compare. Y la mejor manera de conseguirlo es que nade en la ignorancia.