Tal vez estemos exagerando. O tal vez no, que diría el mismo
que acaba de ver cómo su cuna política —Santiago de Compostela— pasaba de las
manos de su partido a las del Podemos marca local. Yolanda Barcina, desde su
experiencia de moza corredora delante de los toros proetarras entre chupinazo y
chupinazo, lo ha clavado: "Podemos acabar como Venezuela… o como la
Alemania de los años treinta". Esperemos que no, pero ese 35 por ciento de
madrileños que ha votado a la juez que quiere sacar de la cárcel al 94 por
ciento de los presos no resulta precisamente tranquilizador.
Escribí tras las elecciones andaluzas que el fenómeno en
marcha era el del cambio de bando de la abstención. El mecanismo es
relativamente sencillo y tiene precedentes: una determinada coyuntura —ninguna
mejor que la presente— envía a sus casas al núcleo del electorado conservador,
en vista de la deriva seguida por su partido. Y al mismo tiempo, en función del
proceso indicado, la porción social integrada por los antisistema dan el paso
histórico de acudir a las urnas. Esto, claro está, groso modo. Luego hay que
calibrar esa famosa masa indecisa que se dice decide las elecciones y que es
enormemente volátil. Pero eso, ¿quién lo mide? ¿Arriola? Como decía mi padre,
que en Gloria esté, "¡arrea!".
Este cambio de bando de la abstención explica plenamente lo
que acaba de suceder, un hecho que inaugura desde luego una etapa nueva desde
1975. Asistimos al final de la partitocracia bipartidista —lo cual es bueno— y
al comienzo de… ¿qué? La fragmentación de unas opciones respaldadas por siglas
que sólo tienen en común el deseo de dinamitarlo todo es, en cierto modo, una
garantía de orden y paz. Los asamblearios y perroflautas nunca lograrán ponerse
de acuerdo en quién administra un solo euro. De modo que el resultado fáctico
de su "triunfo electoral" puede ser cero. Esto también sería bueno.
Bélgica ha estado un año sin Gobierno y no ha pasado nada. Hay quien dice
incluso que la situación económica ha mejorado notablemente. Ya se sabe: se
prorrogan los presupuestos, no se aprueba una ley (mucho menos un decreto) y la
maquinaria administrativa sigue "funcionando" con su morosidad
habitual, como en Italia.
¿Qué ocurriría, sin embargo, si los "bolcheviques"
se lanzaran a la revolución, como en febrero del 36? Si fueran a por todas,
cada uno en su barricada y con su lata de gasolina. Entonces, bueno, vetemos a
la imaginación, que ya sabemos es la loca de la casa.
Acabo de leer que Esperanza Aguirre, veinticuatro horas
después de proponer gobierno de concentración a socialistas y ciudadanos, y en
vista de la respuesta áspera y maleducada recibida, ha hecho lo propio… ¡con
Carmena! Empiezo a estar seriamente preocupado por la salud mental de nuestros
ex-conservadores. Claro que después de los bandazos dados con el aborto, el
matrimonio homosexual y la educación… uno se lo puede esperar todo.
Lo importante en este momento es hacer un paréntesis y dejar
de seguirle el paso a los políticos en las cábalas del pactismo. Porque si
pretendemos calcular sus cartas en la partida es muy probable que la salud
mental en peligro sea la nuestra. El poder es, desde hace mucho, en España, una
enfermedad. Lo que vemos ahora es una pandemia. Puede incluso que —fruto de una
carambola, desde luego, y no de una estrategia preconcebida que revelaría un
grado de astucia por parte de los populares impensable— lleven razón quienes
avanzan una contrarreacción del electorado que se quedó en casa mas el de Ciudadanos
más una parte de los antisistema de extrema izquierda que movilice el voto al
Partido Popular en las elecciones verdaderamente trascendentales para España,
que, obviamente, son las generales. Ello le podría dar al supuesto partido de
la derecha un éxito absolutamente arrollador. Pero antes tendrían que suceder
dos cosas: que las marcas locales de Podemos arruinen cuanto encuentren a su
paso en los niveles regional y local, pero sin conseguir destruirlo todo en tan
poco tiempo; y que el PP culmine en seis meses una catarsis interna con relevo
en la cabeza. Ambas condiciones son improbables, aunque estamos en España, no
se olvide.