Tengo que confesar que de cuantas proyecciones de "En
el último minuto" se han celebrado hasta ahora, estreno aparte, la que
acabamos de tener en la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, organizada por
la Hermandad del Santo Entierro de Sevilla ha sido la mejor. No sólo por la
asistencia —unas sesenta personas— sino por la calidad del acto, conducido por
el hermano mayor, José María Font, y en el que han estado presentes, codo con
codo, la actriz (y farmacéutica) Pilar Domínguez y la luchadora incansable pro
vida Belén de la Concha Castañeda. Pero también las intervenciones del público
fueron valiosas. Uno de los activos más entrañables de esta película hecha sin
presupuesto ni ayudas de instituciones públicas ni privadas ha sido eso
precisamente, que todo se ha hecho sin alharacas, sin pedantería
pseudointelectual, sin esnobismo. El glamour que ha habido —y lo ha habido— ha
sido natural, espontáneo y, permítaseme la expresión, humilde. Por eso en ese
acto flotó el encanto de lo sencillo y complejo a un tiempo, de lo que huye de
lo pretencioso, de lo auténtico, en una palabra.
Y de lo "lego". Ninguno de los que hemos confluido
en esta película somos profesionales, y eso se nota en los defectos técnicos,
pero también en las virtudes de fondo y forma. La entrega generosa ha sido el
armazón de la obra, y eso, en un mundo tomado por el egoísmo, la hipocresía y
el sentido mercantil de la vida, se agradece siempre.
Durante dicha cita y la del día siguiente en la Hermandad de
San Esteban desgrané ante nuestra "audiencia" —yo prefiero decir
auditorio— unas cuantas vivencias de director novato que quiero dejar aquí
fijadas. Engarzan con otras que ya he contado en esta página y en la web de la
película (www.enelultimominuto.com). El hilo conductor es, como saben quienes
de una u otra forma estén vinculados con nuestra aventura, la gracia de Dios,
la Divina Providencia, que no nos ha abandonado en ningún momento, hasta el
punto de que buena parte de "En el último minuto" debería llevar su
firma en los títulos de crédito, si no fuera meternos en camisas de once varas.
Hay, concretamente, dos "casualidades" que quiero
confiar a mis lectores. Ambas afloraron en la fase de montaje. Es decir, mucho
tiempo después de que fueran rodadas, y más aún de que fueran escritas las
escenas en cuestión. En los dos casos, la mano que todo lo rige (siempre viene
a mi recuerdo el símbolo que aparece en los ábsides románicos) nos sale al
encuentro con una evidencia incluso mayor que si la viéramos en imágenes.
Si se fijan, cuando Belén cuenta a María (Pilar) su
experiencia en Pro Vida, hay en el centro, al fondo, una madre sentada junto a
su hijo pequeño. Ambos están de espaldas (obligado, puesto que eran dos
desconocidos para nosotros). Durante la conversación, las voces del niño son
como una banda sonora de fondo. En un determinado momento, el pequeño arroja al
suelo un juguete. Su madre se levanta y, de camino que recoge el objeto se
dirige con su hijo adentro del bar para abonar la consumición. Todo eso va
sucediendo a lo largo del diálogo, que se divide en varios cortes. Finalmente,
madre e hijo salen y se marchan.
Cuando monté dicha escena, estaba tan pendiente de lo
detalles de la "acción principal" que ésta secundaria se me pasó
completamente. Hasta que, ya terminada la edición, revisé el material
relajadamente. Y entonces surgió ante mí la maravilla. Era perfecto. Como que
no lo habíamos preparado nosotros. Alguien había puesto a esa hora y en ese
lugar esa estampa insuperable de maternidad, entre las dos caras que ocupaban
el plano destacado y que hablaban de lo mismo: el amor madre-hijo. ¿Casualidad?
Venga, hombre…
La segunda "intervención" providencial está
colocada antes en la película. María se debate en un infierno de tensiones
interiores. No quiere abortar, pero ¿cómo salir adelante con su hijo? Por otra
parte, le ponen tan fácil hacerlo… Ha pasado por el abortorio y va a ayudar en
el montaje de los pasos de su cofradía, La O de Triana. Lo primero que hace es
irse directamente al Sagrario. Se arrodilla en el reclinatorio y reza, igual
que lo podría hacer cualquier otra chica en su lugar en cualquier momento.
Contempla a la Virgen, que está vestida de hebrea sobre el Tabernáculo. Es una
dolorosa, como ella. Y sufre. Sufre con una angustia más punzante que en
cualquier otra situación penosa de su corta vida. Implora, entona una plegaria
interior, piensa y llora. La cámara recorre la imagen de Nuestra Señora desde
la cabeza hasta su vientre. Y he aquí que a esta altura, lo que hay es… una
corona de espinas. La tortura lacerante se interpone entre el vientre de María,
el mismo que gestó al Crucificado, y los ojos anegados de la otra María, en
cuyo vientre parecen clavarse esas espinas.
Hay otra alusión a las espinas, también casual y espontánea,
en la conversación entre Asunta Fernández y María en el parque de María Luisa.
Asunta lleva una rosa en su mano, y le habla a María el dolor que va siempre
unido a la belleza. He de recordar que aquellas palabras salieron de la boca de
Asunta sin que yo le indicara nada, porque todos los diálogos entre mujeres,
tanto en el parque como en la cafetería, son aportación libre e improvisada de
quienes hacían aquellas manifestaciones. O sea, que las espinas aparecieron
cuando tenían que hacerlo y donde tenían que hacerlo, sin más guión que la
voluntad del Creador, inspirador de ellas.
De ambas "coincidencias" fui consciente a la hora
de montar aquellas imágenes. Y ya entraron a formar parte del patrimonio de fe
que esta película encierra y que hoy he querido compartir con ustedes como un
regalo de Navidad.
Por cierto, Felicidades.