viernes, 18 de diciembre de 2020

LA CRUZ DE LA HERMANA SAN GABRIEL

 Tal día como hoy, 18 de diciembre, de hace noventa y cinco años tenía lugar en la Capilla Real de la Catedral Hispalense un hecho luctuoso rodeado de misterio. Fue protagonista de él una hermana de la Cruz. Se trataba precisamente del año en que las hermanas habían celebrado sus Bodas de Oro, cincuenta años ya desde que la zapatera de Santa Lucía pusiera, junto a su confesor el padre Torres Padilla, en marcha una obra que la llevaría a los altares: la Compañía de Hermanas de la Cruz.

Aquel día de Nuestra Señora de la Esperanza, las monjas andaban afanándose en cumplir a conciencia su función de camareras de la Patrona de la Diócesis. Probablemente estuvieran sustituyendo la ropa celeste concepcionista por la rosa correspondiente al Domingo de Gaudete, próxima ya la Venida del Salvador. Ignoraba una de aquellas humildes siervas de Dios y de los pobres que muy pronto iba a encontrarse con la verdadera faz de la Madre de Dios, a la que vestía.

Es de imaginar a las monjas, recientes aún los festejos del cincuentenario, celebrado el 2 de agosto, mimando a la Virgen de los Reyes, la sedente imagen mariana que nos muestra al Niño Dios en su regazo cada 15 de agosto a las ocho de la mañana. (Este año hemos hecho penitencia de no verla a causa de la pandemia de la que hablarán ya siempre las crónicas.)

Pues bien, un traspié trágico marcó aquel día en el calendario de la Compañía como el último de la hermana San Gabriel, que llevaba en sus brazos el manto de la Señora y envuelta en él acabó sus días en esta tierra. Pudo ser que diera un paso en falso en la escalera que recorría. O que pisara un trozo de la sagrada prenda. O… quien sabe. Santa Teresa también cayó por una escalera y aseguraba que la empujó el demonio. Pienso que la hermana San Gabriel tuvo un final digamos más doméstico, más acorde con la sencillez anónima de las hijas de Sor Ángela, que siempre tuvo por superiora del Instituto a la Santísima Virgen.

La hermana San Gabriel falleció en el acto, amortajada como vemos con los ropajes de aquella por quien reinan los reyes, según reza el dosel que preside la magna Capilla donde también reposan los restos de San Fernando, que llevaba consigo la talla al entrar en la Sevilla recién reconquistada. Dicen que a la Virgen de los Reyes la esculpieron los ángeles en uno de los campamentos que plantó el Rey para asediar a la Sevilla musulmana. Si es así, la hermana San Gabriel debió subir “al Cielo con Ella”, como mandan los capataces de las cuadrillas de pasos de palio, izada también entre querubines portadores de un manto celestial. Así aparecen, en cabecitas de marfil, con frecuencia en los mantos, respiraderos, rompimientos de gloria y otros elementos con los que Sevilla da culto y belleza a sus devociones marianas.

Añadamos a este recuerdo con sabor a efeméride íntima que el dato me llega, justo la víspera, al repasar una nota a pie de página en la primera biografía escrita de Sor Ángela —ya Santa Ángela— de la Cruz, la que construyó, magistralmente por cierto, la hermana María del Salvador, una de sus últimas novicias. Que Dios las tenga a todas en su Gloria.

domingo, 6 de diciembre de 2020

LOS VALORES QUE MI PADRE ME INCULCÓ

Son los mismos que ahora unos pigmeos morales quieren arrancarme. Mi padre era falangista de primera hora —camisa vieja— y franquista al mismo tiempo y hasta el final. Acompañé sus lágrimas viendo el funeral por el Jefe del Estado que él veneraba y yo veía como un protector, aunque no tuve que coger el fusil como él con dieciséis años ni he tenido que andar renqueando como él toda la vida por mor de una bala rebotada en la batalla de Peñarroya. Yo tenía un año menos que él cuando se fue al frente voluntario con la Quinta Bandera ese día en que mi padre lloraba al ver partir a su capitán. No imaginaba aquel día que habría de ser testigo de lo que estoy presenciando.

Yo también quise “matar” a mi padre, por usar ese término tan caro a los progres freudianos. Me avergonzaba de ir al kiosco a comprarle El Alcázar, hasta el punto de que me llevaba una bolsa de basura para ocultarlo. Acudí, como tantos, a la manifestación del 4 de diciembre en las calles de Sevilla para reivindicar la autonomía andaluza, con gran disgusto de mi progenitor. Aquel día pude comprobar, muy pronto, que la izquierda no sentía la menor consideración por la democracia. Tras dos abucheos masivos a sendos vecinos que habían colgado banderas rojigualdas en sus balcones hasta obligarles a retirarlas azoradamente, me abrí paso como pude entre aquella multitud vociferante y abandoné el cotarro, incapaz de seguir sufriendo el crispado antiespañolismo flotante.

No. Yo no estaba de acuerdo con mi padre, a quien adoraba. Hoy, cuarenta y tantos años después, doy gracias a Dios porque se lo llevó justo a tiempo de evitarle ver cómo los socialistas volvían al poder. Pero, puestos a evocar momentos claves de mi vida, por si a alguien le pudiera interesar, yo también pensaba votar al PSOE aquel 28 de octubre de 1982. Recuerdo perfectamente cómo semanas antes de que falleciera mi padre, aquel mes de junio en el preludio de un examen de la carrera, compré El País para consultar el programa electoral. Sentado en mi pupitre de la Complutense, entre nervios y calores sin cuento, me fui al capítulo referente al aborto. Y entonces comprendí que todo lo demás sobraba. Voté en blanco. Felipe González, mi paisano, arrasó, y mi padre nos dejó para siempre.

¿Para siempre? ¡No! Hoy, la figura de mi padre, sus consejos, sus muletillas, su sentido de la responsabilidad, su ternura, su humor, su amor y su patriotismo me saludan cada mañana como si estuviera anunciando su vuelta. Rezo ante la Virgen de los Reyes y es como si volviera a escuchar su voz susurrándome: “Confía en ella. No defrauda”. Y ahora, cuando acabo de leer el manifiesto —tercero en pocos días— de unos militares de diversa graduación entre los que abundan sobre todo coroneles, capitanes y generales, parece que estoy oyendo de nuevo sus palabras: “Hacían falta reformas, pero no rupturas”.

Vivimos momentos críticos de nuestra Historia, esto no es un secreto para nadie, aunque la mayoría parezca ignorarlo, o querer ignorarlo. El paralelismo con el semestre revolucionario del Frente Popular, que todavía es más una voluntad ponzoñosa de algunos que una realidad —todavía— levanta en la boca del estómago a quienes nos hemos criado oyendo hablar del 18 de julio sin saber lo que significaba una burbuja de dolor y miedo. Lo cierto es que la memoria de mi padre, a quien quiero más cada día, como todo aquel que le trató, y a quien no admiro cada vez más porque hace tiempo que toqué techo, me hace sentirme orgulloso y enormemente feliz de haber nacido a su sombra y de haber disfrutado de un tiempo histórico que me ha permitido cubrir mi ciclo vital de crecimiento y consolidación —de infancia, juventud y formación de mi propia familia— con la alegría de la paz, la prosperidad, el agua limpia saliendo de los grifos y los ladrillos levantando los mismos hospitales a los que voy hoy y a los que, si lo precisan, irán mis hijos. Todo eso y mucho más se lo debo, me guste o no, a todos aquellos que, como mi padre, lucharon un día por mejorar una España que no les gustaba. Pudieron estar equivocados. Pudieron —sin duda lo hicieron— caer en los más horrendos pecados. ¿Quién no, en sus circunstancias? Pero de ninguna manera se merecen quedar proscritos del muro donde brillan los nombres de los mejores. Todo lo contrario. Prez y gloria a los que dieron, cayendo o sobreviviendo, su vida por España. Que su esfuerzo, ya empañado por la vileza o la torpeza de quienes viven de fantasmagorías manipuladoras, no caiga en el saco roto de nuestro inveterado cainismo.

lunes, 16 de noviembre de 2020

LO QUE NO PASARÁ

Intenté reproducir en la Prensa hace ya algún tiempo unas impresiones que nos mostró, en el seno de un club de amigos con inquietudes culturales, el catedrático de Arte de la Universidad de Sevilla Enrique Valdivieso sobre el mensaje nada oculto y sin embargo generalmente ignorado de los cuadros de Murillo que en aquel momento se exponían en el Hospital de los Venerables junto a otros de Velázquez, su paisano y contemporáneo. Siempre recordaré aquellas palabras sabias, pero ahora me vienen a la memoria con mucho mayor énfasis si cabe: El “pintor de las Inmaculadas” salió a los alrededores de una ciudad devastada por la peste de 1649 buscando motivos que llevar a sus lienzos sin móvil económico alguno, por puro desahogo artístico. Sevilla era en aquel momento un paisaje de ruinas y dolor, una prefiguración de las urbes bombardeadas del siglo XX, sólo que la destrucción no se había cebado con las cosas sino con las personas. A las afueras, durante esas expediciones de exiliado superviviente que Murillo efectuó, encontró niños. En ellos vio mucho más que un pretexto pictórico. Eran niños envejecidos por la enfermedad vista o padecida, revestidos de un muestrario de harapos mugrientos, que rebuscaban entre los escombros un resto de fruta con el que engañar al hambre mientras aprendían a burlar a los ciegos o algo de vino para no beber el agua de los pozos pestilentes.

Murillo halló en ellos la esperanza de saberse vivos en medio de la desolación más espantosa. Aquella peste mató a un tercio de la población sevillana, entonces una de las capitales más prósperas de Europa, aunque ya nunca se repondría del todo de aquel golpe sanitario infernal. Hoy, gentes del mundo entero admiran la belleza que Murillo supo captar en aquellos infantes mendigos, alegres porque no sabían estar tristes a pesar de los pesares. Pienso muchas veces en ellos, y también en cómo será nuestro mundo, mi mundo, a partir de esta pandemia. Y es entonces cuando más me refugio en la belleza de esos niños murillescos, porque hay cosas que probablemente nunca volverán a ser como antes.

Descendiendo a la arena de los destinos nacionales, que tanto se juegan en esta partida de dados en la que se ha convertido la política parlamentaria, miro los muros de la Patria mía, y me parece ver por un momento con los ojos de Murillo, los restos de una casa derrumbada por los que pululan nuestros hijos dispuestos a vivir a pesar de todo. El covid pasará, como pasó la peste de aquel año aciago en que mi hermandad de La Carretería tuvo que repetir cabildo de elecciones a los siete días de haberlo celebrado reuniendo a “los hermanos que quedaron vivos”. Pasará el coronavirus como pasaron todas las epidemias de la Historia, dejando una estela de muerte y angustia sin límites. Pero pasará. La vida volverá a ser algo prometedor por lo que merece la pena luchar. Y sin embargo, no será como antes, porque habrá cosas que no pasarán.

No pasará la experiencia de haber coincidido dos males mayores: la plaga y un Gobierno mezquino y traicionero designado por un personaje siniestro que horas antes de ganar las elecciones había dejado clara su repulsión a llevar a cabo exactamente lo que haría una vez alcanzado el poder: poner España en manos de sus enemigos declarados. Esto ya estraga nuestro sentimiento porque navegamos en la misma bodega que quienes una y otra vez han roto la convivencia no sólo pacífica sino —lo que importa más, porque da consistencia a la paz— libre.

Saldremos de la pandemia, si Dios quiere, pero habremos vivido con la sensación de ser prisioneros de una trampa colosal e irreversible. Los oportunistas sin escrúpulos habrán aprovechado el drama para convertirlo en tragedia, introduciendo una revolución deseducativa que arrase con la libertad en la escuela y con los centros para alumnos con necesidades especiales, pervirtiendo el derecho a la información con la defunción del Derecho de la Información, entregando la dirección de nuestra vida colectiva a quienes contemplan a las víctimas del terrorismo desde la orilla de enfrente, expropiando a los jueces la escasa independencia de la que disponían, disolviendo la soberanía nacional mediante el entreguismo a los golpistas convictos, acelerando la glorificación de la eutanasia una vez conquistadas las últimas plazas del abortismo, invitando a contingentes humanos incontrolados a invadir nuestras costas y condenando a cuatrocientos millones de hispanoparlantes a carecer de madre lingüística, al negarles a los ciudadanos de España su milenaria lengua vernácula.

Tal cúmulo de ataques al orden humanista no se ha dado nunca en suelo hispano. Estamos hablando de raíces culturales, de unidad (“juntos, juntos, juntos” palabra que no se cae de su boca mientras trocea arteramente la obra de los Reyes Católicos, “Unidad de Reinos”), de salir de esta peste con los únicos daños causados en nuestra salud o vivir el resto de nuestras vidas viendo no ya transformada sino deshecha a la Nación que nos legaron nuestros mayores.

Los efectos del covid pasarán, menos las muertes cuyo número también nos han escamoteado. Intentaremos normalizar (sin “novedad” alguna) nuestro día a día. Puede que lo consigamos. Puede incluso que reconstruyamos gran parte de la polis perdida. Pero la conciencia de que ha habido gente que nos ha querido robar la salud social, la identidad nacional y hasta la paz del alma, ésa no pasará. Seremos distintos, porque no sabremos si nos cruzamos por la calle con alguien —tal vez muchos— que en situaciones de emergencia súbita y calamitosa se aprovechará de nosotros para imponer su plan, más parecido a los aires pútridos del Averno que a cualquier otra cosa.

martes, 20 de octubre de 2020

POLONIA SALVA A ESPAÑA

Afirma Stanley Payne, el historiador más serio y valiente que ejerce actualmente su feraz magisterio sobre las generaciones de edad mediana— que el país europeo más semejante a España, después de Italia obviamente, es Polonia. En 1946, aquel estado, entonces en su apogeo comunista, consiguió que la ONU optara por el bloqueo a España. Muy poco tiempo después, la conversión estadounidense a instancias de los británicos, que habían visto desde el principio las orejas al lobo estalinista —como en otro tiempo se las viera Churchill, también para escepticismo de todos, a Hitler— movió, merced a ciertas repúblicas hermanas de América y a los países árabes, las fichas de dominó que rompieron dicha exclusión.

Ahora, Polonia acaba de hacer una jugada maestra, que revela el buen estado de sus reflejos diplomáticos. En cuanto ha sabido que el Gobierno social comunista español quería ampliar su presencia en el Consejo del Poder Judicial en un momento crítico de nuestra historia —en otras palabras, introducir sus propios jueces en los tribunales— ha actuado, pidiendo a Bruselas que aplique la misma moneda en todos los países de la Unión Europea. Porque Polonia lleva mucho tiempo sancionada, incluso privada de voto, por haber renovado los Juzgados dotándolos de jueces —estos sí— para la democracia y mandando a casa a cobrar su jubilación a los que habían heredado la plaza del comunismo. Es decir, por sustituir a jueces de troquel comunista por otros democráticos fue castigada una nación y por intentar relegar a los democráticos para condicionar la elección de otros bajo criterios de corte comunista ¿no pasa nada en España?

Los polacos, como digo, han estado hábiles y raudos. No están aletargados por el dictado del pensamiento único progre, que ve con buenos ojos el partido único o equivalente mientras reprende y humilla a un país todo el mundo sabe por qué: porque fomenta la natalidad y la vida, porque huye del comunismo como de la peste y porque levanta barreras a la inmigración incontrolada que cobija, como corresponde a cualquier fenómeno anárquico, la más cruel de las arbitrariedades: la terrorista. Todo lo cual conduce a la prosperidad, la esperanza y el respaldo popular; algo que las nuevas tiranías no perdonan.

La reacción polaca ha salvado a España de caer en un abismo de partido único, aunque en realidad se perpetúe el bipartidismo como detentador del control sobre el Poder Judicial. La posibilidad de que los fondos anti-covid peligrasen ha hecho que el PP descongele su actitud, ofreciendo negociar lo que hasta ahora no quiso pactar. En el acto, el PSOE ha aceptado el envite y retira por su parte la propuesta de ley que iba a consagrar la mayoría absoluta, y no los tres quintos, como frontera para aprobar la composición del Consejo. Es volver al bipartidismo más rampante, pero al menos no es monopolizar el nombramiento de jueces desde esta mayoría actual de socialistas, comunistas, separatistas y filoterroristas. Algo es algo. El PP no perdió un minuto en acusar al PSOE de pretender una reforma “a la polaca”. Lo de estas criaturas es de hacérselo ver. Así nos va a los españoles que perdemos el sueño desde que Podemos está en el Gobierno.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

NUESTROS SECRETOS DUERMEN EN EL DESIERTO

Duermen, pero no han muerto. Descansan a 6.000 kilómetros de Madrid, donde fueron engendrados. Son secretos, algunos a voces, que acompañan a grandes acontecimientos de la vida nacional más reciente. No han viajado en un maletín, aunque puede que estén grabados en un pendrive. Algunos, los principales, habrán permanecido años, documentados y custodiados, en cámaras acorazadas bajo dunas perpetuas y sobrevolados por drones bien comunicados con centros logísticos y bases operativas para hacer frente a cualquier posible contingencia. ¿Quién sabe? A lo mejor aguarden allí el regreso al futuro que tantas veces ha hecho girar la Historia de los pueblos.

¿Qué se ha llevado en su cabeza y tal vez en algún artilugio diseñado por el MI6 Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I consigo a Emiratos Árabes Unidos, donde ya permaneciera largas temporadas mal acompañado y disfrutando de poderosa hospitalidad califal? No me digan que la pregunta no es sugestiva. Vivimos tiempos álgidos para la imaginación desbocada, con la inestimable ayuda de Internet y su aluvión de verdades, mentiras y medias naranjas rodando de mano en mano. La realidad, también la social y la política, supera hoy a la ficción, si no más que nunca sí más rápidamente. El acelerador de partículas que iba a poner, por fin, al día la “partícula divina” en Ginebra permanece mudo cuando la Humanidad busca afanosa una vacuna a su mayor pandemia, contrarreloj. O al menos, nadie habla de lo que parecía iba a ser la puerta a la cuarta dimensión y más allá, siendo así que algún nexo debería de haber entre acelerar partículas y acelerar vacunas seguras.

Pero tiremos del hilo y bajemos la cometa. Entre los hechos caídos como asteroides del cielo que nos desconciertan hasta límites insólitos en nuestras vidas —independencia catalana, Gobierno social comunista, Covid-19, estado de alarma, salida del Rey emérito y para los que hemos dedicado nuestra biografía personal al ABC la caída de las Luca de Tena— hay un denominador común, amén de su carácter más o menos escatológico: todos sabemos cómo han empezado, pero no sabemos nada más.

El recorrido venidero del escándalo que ha rodeado la emigración de un Rey —parecida pero no igual a la de su abuelo— es un misterio apto para todo tipo de conjeturas y cábalas profetizoides. Y como todo cabe en esta caja de Pandora, apuntemos algunos flecos pendientes de claridad en lo que hoy hemos llegado a ser como España (o lo que va quedando de ella).

Hay mucha luz que arrojar sobre el papel de JCI en la Transición. Y si no, ahí está el libro de Pilar Urbano, por ejemplo, sobre sus relaciones, tormentosas, con Adolfo Suárez. Permanece en brumas, igualmente, su papel en la tarde-noche del 23-F. Al día siguiente del anuncio del  “exilio” regio, Antonio Tejero, único superviviente destacado de la asonada, habló y dijo cosas, que aunque parezca lo mismo no lo es. Hay tantos cabos sueltos en el 11-M que lo difícil sigue siendo cerrar los círculos oficiales. Y ahí ya, el cúmulo de libros, reportajes, declaraciones e hipótesis plausibles es apabullante. Apunto sólo dos títulos: “11-M. El atentado que cambió la Historia de España”, de Jaime Ignacio del Burgo; y “11-M. Golpe de régimen”, de Luis del Pino. Pero hay muchos más. No tengo mi biblioteca a mano, pero se me vienen a la mente dos: “Titadyn” y “Días de furia”. En este último, Alfredo Urdaci revela datos de extraordinario valor sobre la manipulación, repugnante, que ciertos políticos y periodistas triunfantes —alguno ya desaparecido— hicieron de los atentados de Atocha.

Y ya que hablamos de libros, hay otro que cobra una inusitada actualidad, al menos las páginas iniciales. “De la noche a la mañana”, de Federico Jiménez Losantos, narra sucesos, no desmentidos que yo sepa, sobre los devaneos libidinosos del Monarca del desierto y la intervención de ciertos servicios secretos que acuden a la mente del lector en una de esas emergencias en las que traumas del pasado pugnan por salir a flote como cuando alguien ha sufrido una “ahogadilla”. El símil no puede ser más a propósito.

El desierto y las simas oceánicas ocultan los mayores y más resistentes secretos. Es muy probable que el viento nunca los ponga al descubierto, pero… Abusando de las citas bibliográficas y sin ánimo de resultar petulante (no hay motivo, pues soy lector lento y torpe, objetivamente hablando), acabo con una que viene muy a cuento. “Y la biblia tenía razón”, de Werner Keller, es un tomo que retomo con frecuencia en una edición de viejo que vio la luz allá por los sesenta. Está repleto de casos arqueológicos en los que el viento (“La Tierra no es de nadie. La Tierra es del viento”, sentenció campanudamente maese Zetapé desde sus cejas maléficas y sus hombreras de Star War) puso al descubierto vestigios de ciudades y palacios, campamentos y armas, que la Biblia había referido durante miles de años pero que se consideraban legendarios. Pues eso. El aire libre hace milagros, lo cual es aplicable al Coronavirus y a los secretos de Estado.

miércoles, 19 de agosto de 2020

TANTOS MUERTOS POR ABORTOS COMO POR COVID

Desde el primer fallecimiento por Coronavirus registrado en España, el 13 de febrero último, hasta hoy han muerto en los abortorios del país tantos niños —o seguramente más— que víctimas ha causado la pandemia. Las de verdad, no las que proclama un Gobierno patológicamente embustero que utiliza a las fuerzas del orden para rastrear a los críticos de su gestión.

Casi cincuenta mil nasciturus, al menos, condenados a muerte por la inercia sin preguntas de un pueblo sedado por los telediarios, frente a cuarenta y cinco mil bajas en la población causadas por el Covid-19, según fuentes independientes (EL PAÍS, 26/7/20). Lo primero se repite año tras año. Lo segundo es, afortunadamente, excepcional. Lo primero no asombra ni interesa casi a nadie, porque los oscuros poderes que dominan el mundo, y por supuesto los medios que les obedecen, conscientemente o no, evitan abordarlo, como si no perteneciera a la realidad. Lo segundo lo tenemos hasta en la sopa. “Quédate en casa”, asustado, consume publicidad y propaganda política, o series prefabricadas en serie por Internet o mensajes inciertos y vagos en redes, que es el suero estupefaciente y estupidizante de los nuevos españoles.

Hay que recordar cómo el primer asunto que abordó el actual Gobierno ultraizquierdista fue cómo acabar más fácilmente con la vida de los mayores y enfermos hartos de vivir. La pandemia les robó el protagonismo a los impulsores de tal avance, cumplimentando ella misma la tarea, sin consentimiento de las víctimas.

Hay que recordar cómo el Gobierno socialista de Felipe González retorció hasta el extremo el Derecho Romano (y el Natural) permitiendo a la mujer destruir la vida del nasciturus que lleva en sus entrañas mediante un mero trámite sanitario-administrativo. Y que el Tribunal Constitucional lo avaló en lo sustancial, so pretexto de que la voluntad de bienestar de la madre valía tanto o más que la vida de su hijo. Otro Tribunal Constitucional lleva casi diez años —todo un récord— aguardando que se produzca el milagro del consenso acerca de si el aborto es un derecho, mientras 300 niños caen cada día y para siempre sin haber nacido, a muy pocos metros de nuestro ardor futbolístico y cervecero.

Esa sentencia que acumula ya en torno al millón de niños muertos a la espera de que los señores magistrados se pongan de acuerdo en si es algo importante y urgente a proteger, responde a un recurso presentado por el mismo partido que después permanecería siete años en el poder sin hacer apenas nada para paliar los daños del verdadero promotor del mal: José Luis Rodríguez Zapatero, el de la ceja puntiaguda (¿a quién me recuerda?).

El cosmos político, es decir mediático, permanece ajeno a todo esto. Y no sólo en España. Francia acaba de aprobar, en una Asamblea compuesta por 577 diputados pero en una sesión nocturna a la que apenas asistieron 101, una modificación legal que autoriza la muerte del niño a término, hasta el momento mismo del parto, por “angustia psicosocial”. En EEUU la candidata a vicepresidenta por el Partido Demócrata es una mujer no blanca, algo irrelevante pero en lo que se fija todo el mundo, que ha apoyado su carrera política en la defensa a ultranza del aborto.

La vida, que sólo un puñado de cristianos y algún librepensador agnóstico defienden, es la gran ausente de la política. Desde que se inició esta penosa legislatura, la vida ha estado completamente ausente de un Parlamento desequilibrado por la omnipresencia de su opuesta, la muerte, a menudo presentada como panacea y de muertos que es preciso desenterrar para sentirse mejor. Una especie de necrolegislación ocupa las obsesiones del progresismo.

Tras todo esto hay, sin duda, intereses puramente crematísticos que teledirigen a los políticos, a veces visitándoles nada más tomar asiento en las poltronas. Quien afirmó ante las cámaras que él vendía judíos (hermanos de raza) a los nazis porque veía en ello sólo un negocio es paradigma de este juego perverso. Está en marcha una cruzada por la reducción de la población mundial que libra hoy una batalla decisiva. Organizaciones que planifican a las familias evitando que nazcan nuevos miembros de ellas son, como ha puesto en imágenes la película “Unplanned”, uno de los principales tentáculos de este objetivo de las agendas gubernamentales inexplicadas a la Opinión Pública. Asistimos, pues, a un apocalíptico proceso despoblador deliberado (el mundo actual crece demasiado para ser convenientemente controlado y bien rentabilizado) en el que algunas de las mayores fortunas globales tienen mucho que ganar y están dispuestas a no dejar pasar la gran oportunidad que se abrió con los movimientos abortistas de los años sesenta en un Occidente colonizado intelectualmente por la Unión Soviética. Ésa que el coordinador de la política anti-Covid en España sigue mencionando como superviviente de la Historia. Hay lapsus que indican mucho más que largas horas de aseadas prédicas gubernamentales.

jueves, 30 de julio de 2020

EL TELEMANEJO DE LAS MASAS ENMASCARADAS


Nunca antes una mascarilla obligó al común de los mortales a reflexionar tanto sobre por qué la tenían que llevar puesta a todas partes, incluidos malecones solitarios, bosques de espesura, playas desiertas y otros parajes inofensivos. ¿Responde esta imposición a un afán de protección de los individuos o es más bien un regate a la libertad uniformando a las masas y tapando la salida expresiva así como la entrada de aire libre? Las mascarillas, por lógica, resultan efectivas en espacios cerrados, en contacto respiratorio directo con personas ajenas a nuestra intimidad y sobre todo en concentraciones humanas.
Los políticos hegemónicos viven de las masas. Si no pueden manejarlas en vivo y en directo (léase 8-M) recurren al telemanejo, que va de la mano del preciso, aunque no para siempre, teletrabajo. Durante el gran confinamiento —voces autorizadas ya aseguran que no sólo fue inútil sino perjudicial— gobernantes de uno y otro color han experimentado con todos nosotros algo que sin duda les causa cierto regusto. Han puesto a prueba el grado de nuestra obediencia igual que los ingenieros miden el límite de elasticidad de los materiales. Aquel “manual de resistencia” del inefable era en realidad aplicable a la población: ¿hasta dónde podía llegar ésta sin quebrarse para siempre? Obediencia suena muy parecido a paciencia. Y la nuestra fue, como no se cansan de repetirnos con el auxilio impagable de los mass media, ejemplar.
Ahora, superada la prueba del gran confinamiento bajo el paraguas del estado de alarma y sus prórrogas bolivarianas, nos ponen a prueba por toda la cara, cubriéndola con un trozo de tela. Es una especie de confinamiento móvil. La doctrina y el régimen disciplinario ponen lo demás. Si antes fue el BOE, ahora es cualquier otro instrumento legal de talla intermedia. Y, por supuesto, los telediarios. Cuando no había mascarillas, no estaba demostrada su validez y hasta podían resultar contraproducentes. Ahora que en Mondragón se fabrican a millones, hasta te regalan tres si eres un jubilado. Y además de multarte, el dedo acusador de tu insolidaridad anda siempre presto a señalarte.
Como este virus ha cogido a casi todo el mundo desprevenido (no a los militares ni tampoco a las grandes farmacéuticas), los políticos gobernantes también se tambalearon al verse ante la evidencia de que eran precisamente los eventos masivos —su catapulta—  los que habían esparcido el mal. Sin esas concentraciones de cuerpos humanos, los partidos de masas podían fácilmente naufragar. Pero han ideado otros recursos para mantener a las masas leales y alineadas/alienadas. Yo también creía al principio que la era Ortega tocaba a su fin, que llegaba el momento de la rebelión de las personas contra sus manipuladores, aquellos que habían aprovechado los vientos de las multitudes como impulso para dirigir las naves hacia los puertos apetecidos valiéndose de velas por cuya superficie se deslizaba el virus sofista de la palabra mendaz. Pero el teletodo y las mascarillas dan la impresión de que el espíritu del confinamiento —“quédate en casa”— continúa y que la nueva norma-lidad es, entre otras cosas, clausurar nariz y boca en las calles, plazas, paseos, veredas y costas, de modo que el aire de nuestros pulmones y aún nuestras propias palabras se queden en casa también. Como siempre desde que empezó esta pesadilla, la verdad y la mentira andan juntas. Las mascarillas pueden ser necesarias, y de paso nos mantienen disciplinados. Su importancia la corean a diario, ahora, medios y autoridades, que vienen a ser lo mismo. Nadie recuerda sus inconvenientes. El coro corea, que es lo suyo. No perdamos el norte. Como escribiría el clásico del siglo XX, arriba hay quien nos quiere así, ejemplares sin rostro de una masa producida en la cadena de montaje de las televisiones. Cada uno/a con su número de serie.

miércoles, 1 de julio de 2020

EL NUEVO RAPTO DE EUROPA


La Unión Europea ha decidido abrir sus fronteras a los chinos y marroquíes pero no a los estadounidenses ni a los rusos. Y yo me pregunto ¿qué extraña fiebre aqueja a la vieja Europa? Habrá quien me responda con datos médicos, en la línea del doctor Simón; es decir, con humo. La ecuación, que dicen ahora los cursis progres, se me antoja más sencilla. Europa lleva años distanciándose de Norteamérica, con la que casi ya sólo le une la OTAN, y acercándose al imperio comunista chino. Al fondo, claro está, se encuentra la geoestrategia económica, que también es susceptible de ser reducida a las cuentas de la vieja (Europa), y es que el modelo socialdemócrata de estado del bienestar insostenible basado en la oferta electoral a corto plazo lleva muerto tanto tiempo como las deudas llamadas soberanas —irónica paradoja cuando se trata de vender soberanía nacional— llevan creciendo desmesurada e irreprimiblemente. Unas más que otras, desde luego.
En Román paladino, Europa, al menos la comunitaria, está en manos de China, que posee buena parte de su deuda pública, a la que a su vez se fue entregando, vía bancos, la deuda privada de los ciudadanos europeos para ir pagando las sensaciones de riqueza que les colocaban los partidos y perpetuaban los gobiernos. Todo mentira. Los chinos, sean comunistas o no, se las saben todas. No voy a entrar, porque no me atrevo, en la interpretación bélica, sin armas, tiros ni armisticios, aunque sí con muchos caídos en combate, de la enfermedad masiva que nos invade. Pero lo cierto es que las grandes compañías occidentales han estado utilizando mano de obra barata (me quedo muy corto, ya lo sé) puesta a su servicio por la heredera de la URSS a cambio del acceso a la ingeniería teóricamente protegida por las patentes. Mientras, el empobrecimiento palmario que esto suponía para la renta de las poblaciones occidentales asalariadas era disimulado por los estados del bienestar con ayudas oficiales, merced al endeudamiento, cuyo capital venía de Pekín, acompañando al líder en sus giras sonrientes juntos a los mandatarios europeos.
En USA, llegó el comandante Trump y mandó parar. Con gran dificultad, pues las presidencias anteriores habían dejado un panorama de ciudades devastadas (Detroit), centros comerciales fantasmagóricos y familias arruinadas por las hipotecas subprimes en el aire. Pero Europa… oh, Europa. La vetusta Europa fue raptada por el capital comunista dado que había dejado exhaustas sus propias arcas mediante oleadas de gasto público imposible que iba tiñendo de rojo —nunca mejor dicho— las cuentas de la socialdemocracia. De izquierdas y de derechas.
Hablarle al pueblo de austeridad, de orden en la administración, de realismo, de ahorro, de previsión, de guardar para la vejez, de no regalar aprobados, de evitar el despilfarro, de resistir a los impulsos y las pasiones primarios, de autodisciplina en fin, resulta impopular, y por tanto no da réditos políticos a zancadas de cuatro años. Eso lo han estudiado hasta la saciedad los chinos, que gozan del mayor de los capitales: la paciencia, cultivada durante milenios de autodominio, seguido a menudo del abuso expansivo. Las tesorerías europeas no existen. Los verdaderos chinos no están en los bazares del barrio. Están en las cámaras acorazadas de los bancos nacionales, incluyendo el BCE. De modo que los créditos para reconstruir la economía europea van a venir, otra vez, de China, cuyo régimen descubrió hace tiempo la fórmula para vivir de las rentas proporcionadas por los despojos del capitalismo. La caída del muro les dejó el terreno expedito. Se retiraron los soviéticos de la presión —esta sí, armada con misiles— fronteriza. Europa se relajó, y fue de nuevo colonizada, sin que los europeos no diéramos cuenta. Los rusos habían dejado preparado el terreno de universidades y fábricas (las primeras proliferaban como conejos a medida que las segundas cerraban), y de pronto Europa notó que había envejecido, que llevaba cincuenta años negándose a procrear y que su sanidad no era, ni de lejos, lo que creía que era.
Lo demás es “tiempo real”: La UE abre sus fronteras a los chinos pero no a los de “Bienvenido Míster Marshall”. Bien es verdad que éstos andan diezmados por el virus. Qué casualidad…

martes, 16 de junio de 2020

LA CARTA DE SUÁREZ ILLANA, por IMPLÍCITO


El camino empedrado, con guijarros de punta, que viene siguiendo la política española desde el golpe de timón que supuso la moción de censura del “todos a una” por la toma de la Moncloa acaba de cubrir una etapa clave. Y, como siempre, la derecha moderada no se ha enterado. Quien sí ha reaccionado, admirablemente, ha sido el hijo de un político ambicioso y responsable, en cuya figura aparecen cada vez con más intensidad las luces y las sombras, y al que, en todo caso, debemos que el susodicho asalto se haya diferido durante una generación.
Si buscan la carta en la que Adolfo Suárez Illana explica —a quien todavía interesen estas cosas— por qué ha protagonizado el primer desmarque de calado que sufre el Partido Popular en la presente legislatura podrán comprender el valor que sus palabras tienen para la Historia de España. El hijo del artífice de la transición —reitero que con su inevitable carga de vicios y virtudes— a la sazón miembro de la mesa del Congreso, ha tenido la gallardía de romper la disciplina de voto al hacerlo en contra de la Proposición No de Ley presentada por socialistas, comunistas y podemitas, para retirar condecoraciones a funcionarios y autoridades franquistas, siempre —claro está— bajo criterio gubernativo. El partido de Suárez había dispuesto la abstención, pero él prefirió ser leal a su conciencia y a su padre. Es, como digo, un gesto crucial aunque las consecuencias prácticas inmediatas no lo sean, desde luego.
Insisto en la lectura de su carta, porque en ella están los ingredientes para interpretar, en toda su gravedad, la tesitura actual de la vida nacional. Si tuviera que entresacar una frase de ella, sin dudarlo sería ésta: “Una cosa es cambiar “la” Constitución y otra muy distinta pretender cambiar “de” Constitución”. Lo escribía Suárez Illana a raíz de otra frase para la historia, cual era la pronunciada por el ministro de Justicia en el pleno del Congreso al referirse a la actual “crisis constituyente”. Ahí queda eso.
Muchas veces hemos pensado que uno de los principales errores de la transición fue la autoconversión de las Cortes elegidas en junio de 1977 en Cortes Constituyentes. De ahí arranca la exagerada representación de las fuerzas centrífugas, cuyos frutos en el tiempo no dejamos de padecer desde el último y débil Gobierno de Rajoy. Aquel arco parlamentario, votado ya con plena libertad, debió convocar elecciones para otras Cortes Constituyentes, como mandan los cánones democráticos, y no erigirse en redactor de un proyecto de Carta Magna mediante unas comisiones con presencia determinante de los nacionalistas mientras fuera las metralletas etarras humeaban a diario. El pueblo español no eligió Cortes para que alumbrasen una Constitución. Puede que si se les hubiera encargado tal menester los resultados hubiesen sido distintos. En todo caso, aquellos legisladores tuvieron en su mano elaborar una Ley Electoral mejor que la vigente y no lo hicieron.
Resulta obvio que las Cortes actuales tampoco son constituyentes. Por lo tanto, hablar de crisis constituyente vuelve a sonar a autoerección de poder tal. La extrema izquierda española, junto a los separatistas y filoetarras, jamás han tenido una oportunidad como la actual composición del Parlamento para introducir una “crisis constituyente”. O sea, un cambio de régimen gradual. O como decía Alfonso Guerra del caso catalán, que subyace bajo todo esto, “un golpe de estado a cámara lenta”. Y Adolfo Suárez Illana no quiere bailar en esa danza siniestra.

jueves, 4 de junio de 2020

VUELVE LA ESTÉTICA "STEADYCAM" por IMPLÍCITO


En vías de reducción a la cautividad del coronavirus que marcará al 2020 como “el año de la peste” de nuestras vidas, asistimos al lento retorno de algo que nunca pensamos celebrar como una fiesta, bien que mitigada por el luto de los que se fueron en condiciones muchas veces indignas de una sociedad tan pagada de sí misma como la nuestra. Extraviados en el recuento de víctimas sobre un campo de batalla que se parece mucho al descrito por Víctor Hugo en “Los miserables”, nuestros gobernantes atan los penúltimos nombramientos alarmistas en orden a garantizar que cualquier disidencia queda tarada para un mañana estático y estatista en el que entre la verdad oficial y lo demás no pasa el aire. Veremos en qué va quedando el paisaje de la “nueva normalidad” o, en términos cernudianos, si los agentes del totalitarismo logran ganarle el pulso de sus deseos a la fuerza de la realidad.
Pero mientras tanto, a medida que el deshielo avanza a golpes de concesiones gubernamentales a nuestro instinto de supervivencia, el corto alcance de los que se abrazaron entre el balcón abierto de La Moncloa —haría frío, supongo— y el documento recién firmado en exposición sacra nos devuelve a las fechas previas a la pandemia. Con un poco de observación, podemos reconocer en la “new age” de la pócima ejecutiva para no pegar ojo la mano del nuevo maestro de ceremonias. Que este Implícito recuerde, hubo dos puestas en escena, de talante operístico, que llevan su caligrafía, inequívoca por inédita en todo Occidente. Una es la antedicha de la firma y presentación de los acuerdos de gobierno entre Pedro el Guapo y Pablo el Coleta. Allí estuvo todo medido salvo el abrazo, a punto de ser coronado (corona murada, por supuesto) por el ósculo tierno y soviético de un Iglesias lanzado en un rapto afectivo adolescente y vicepresidencial. El segundo acto de esta escenografía democrática que iluminan las candilejas del teatro “progresista” llegó la mañana de “la mesa”. España, en verdad, es una mesa. Las familias se reúnen en torno a la mesa del comedor o de la cocina. Los estudiantes que estudian lo hacen apoyando los codos en una mesa. Hasta la misa se celebra en una mesa de altar. Y la política se hace en torno a una mesa. Cuando Pedro llamó a los instigadores de la “república” de los imbéciles a la mesa de La Moncloa, se puso en marcha toda una producción audiovisual para vender la mesa a los españoles, y que la comprasen sin darse cuenta. No se escatimaron medios. Era la gran estrella de la era pedrista, como “la pazzzz” lo había sido de la zapaterista. Así que se puso a trabajar a los realizadores de TVE como Carrero puso a trabajar a Adolfo Suárez, vía Sánchez Bella y Herrero Tejedor para “vender” los Príncipes a los españoles por parte de la mejor televisión de España.
La mañana de “la mesa” había cuatro equipos, cuatro, de cámaras autónomas trabajando para servir a los españoles las imágenes más amables del hecho más deleznable. Cada equipo lo formaban el operador y un ayudante que es su sombra, porque le sujeta para que pueda moverse “a ciegas”. Hasta aquí podría parecer hasta normal. Pero resulta que cada cámara operaba sobre un mecanismo denominado “steadycam”, en español “estabilizador de cámara”, que sustituye a las antiguas grúas, aquellos engorrosos y pesados vehículos como los balancines de los niños que en un extremo llevaban las voluminosas cámaras de entonces con el técnico sentado sobre un sillín y en el otro un contrapeso. Todo ello se desplazaba sobre ruedas y era manejado por varios operarios, siguiendo órdenes del realizador. Tales equipos se sustituyen hoy por dos personas moviéndose como siameses, conectadas con el control por los cascos y cambiando continuamente de planos.
TVE dispuso aquella mañana, como digo, cuatro equipos. El primero recibía a la delegación catalana mientras ésta hacía su entrada por los caminos de los jardines monclovitas. Lo mismo repitieron con un solitario y sonriente Torra. El segundo les esperaba en la puerta del palacio, al final de la escalinata. Allí estaban el presidente español y las banderas, para agasajar a la embajada. El tercero, como mandan los cánones, se encontraba en el vestíbulo, concatenando sin solución de continuidad ambas perspectivas: fuera y dentro. El último se había emplazado en la misma sala de “la mesa”, donde aguardaba la comisión española. Allí todo fue un convite de besos y apretones de manos, sonrisas de oreja a oreja y presentaciones gentilísimas.
Todo muy luminoso, colorista dentro de una contención progre sin descocarse. La amabilidad invadía las pantallas. Daba gusto tener estos mandatarios. La estética “steadycam” llegaba a su paroxismo cuando dicho artilugio dibujaba ondulaciones verticales y horizontales en el espacio. La cámara flotaba delicadamente, sin sobresaltos ni vibraciones. Todo lo contrario de los habituales trípodes con imágenes clavadas en el suelo frente a la puerta en una nube de fotógrafos, el insufrible “pool” aburridísimo. Esto era de cine. Y además, permitía seguir ese enorme travelling, casi de plano secuencia, que nos llevaba de la mano de un doncel popular llamado Pedro Sánchez desde la escalinata de tantas fotos hieráticas hasta el asiento mismo de “la mesa”, acompañando a su homólogo al que, meses antes, ni cogía el teléfono.
Como digo, todo muy light, muy suave, como el nadar de una anguila. No voy a caer en la vulgaridad hispánica de la sustancia resbalosa, pero eso. El primer paso de la desmembración oficial de España, de la ley a la ley, se había dado como si de una escena de Sisí se tratara. Y quedaba mucha película por delante. De pronto, como en un filme pero de terror y ciencia ficción en una pieza, llegó el virus y mandó a parar. Pero ojo, que los cines reabren, y esta sesión es continua. El galán feminista se maquilla. Va a volver a salir a escena. Ya se habrá colocado en la solapa el pin de las banderitas autonómicas en círculo, mancomunadamente, sin bandera nacional, como aquel día. Estará ensayando la sonrisa en el espejo y articulando las consabidas palabras. Los empleados de Moncloa estarán barriendo los jardines. Es tiempo de rodajes (muchas horas de sol). Los ocho manipuladores de los estabilizadores deben de estar en prealerta postalarma, dando brillo a las lentes. Y el escenógrafo redactará las instrucciones de última hora: “Movimientos constantes pero lentos. Seguimiento permanente de invitados y presidente. Mucho verde. Nada de contraluces. Abrir bien iris. Mucha luz. Generar confianza. Preparada la sala para edición y visado en Moncloa. Nombre de operación: “La mesa” Capítulo II”.
Ah, y recuerdos a los monitorizadores. De momento, vais ganando uno a cero, pero el partido no ha hecho más que empezar.

lunes, 18 de mayo de 2020

EL PRECEDENTE DEL PRESIDENTE


El susurro de Óscar en el oído de Pedro, que se antoja como el de un pecador a su confesor o viceversa, ha ido marcando las horas en el ya viejísimo reloj de una pesadilla que nos intentamos sacudir a la misma velocidad con la que el virus de la muerte invadió los desolados campos de nuestra sorpresa. Han pasado tantas cosas desde aquellos adversos Idus de Marzo… Nuestra capacidad de asimilación ha estallado en nuestras cabezas. Vivíamos en un palacio en el que todos estábamos desnudos pero nadie lo reconocía. Hasta que una mala corriente de aire nos ha devuelto a los escalofríos de nuestra infinitésima condición. Y mientras esto sucedía en los entresijos de nuestras neuronas, allá en el complejo de La Moncloa, dotado de búnker antinuclear pero no de barrera anticontagio a prueba de 8-M, un experto en consultoría, lo mismo para el PP que para el PSOE, dictaba, cual Cisneros en el tímpano de la Reina Católica, la pragmática sanción que ordenaría durante un tiempo indefinido cuanto cuarenta y siete millones de hijos, naturales y adoptivos, de la Patria podrían o no hacer con sus vidas y haciendas. Curioso túnel del tiempo. Esta circunstancia no se había dado jamás en la piel de toro, por lo que no sabemos si el plan de Óscar nos ha llevado a un futuro orwelliano o simplemente ha sentado un precedente de cara a él.
Pedro es, por encima de otras muchas cosas, un oportunista. Pero no uno cualquiera. Es un oportunista de libro (de manual de resistencia, para más señas), que encontró en la pantalla de su móvil un mensaje proveniente de la tribuna de invitados del Congreso en el que se hallaba la llave de una moción de censura que le abriría las puertas de ese mismo complejo hiperseguro pero no tanto, que mandara construir Adolfo Suárez. “Ahora o nunca”, debió leerse en ese billete digital.
Viene aprovechando oportunidades, por surrealistas que sean, desde siempre. Ésta de ahora es definitiva. ¿Quién iba a negarle plenísimos poderes con el tétrico panorama que teníamos encima? El consultor-confesor despejó cualquier duda: por el momento, se trataba de establecer las excepciones obligadas en los derechos fundamentales para controlar la mayor crisis de salud pública de nuestra historia reciente. Pero además… se sentaba un precedente, y es que, si la autoridad “competente” así lo estima, y tras oír a los expertos que ella misma determine (por ejemplo, el secretario general del Partido Comunista), todos los poderes del Estado y en general la soberanía popular vuelven a sus manos por decreto, y quedan en suspenso los derechos de expresión, circulación, manifestación, reunión y cualesquiera otros que la autoridad única crea convenientes. Esta vez ha habido pretexto para debutar —era indispensable de cara a la opinión pública— pero en adelante lo único que habrá será un precedente. Había leyes suficientes para combatir el virus sin decretar el estado de alarma. Pero no se recurrió a ellas en tiempo y forma. Se podría haber limitado el estado de alarma a los quince días iniciales, una vez que la sociedad se hallaba suficientemente mentalizada y los dispositivos oficiales actuaban a pleno rendimiento. Pero vamos ya por la etapa que evidencia cómo dicho instrumento ha sido utilizado de forma oportunista y con fines partidistas: sólo apoyan la prórroga de un mes los mismos que auparon a Sánchez a la Presidencia, los de la moción de censura.
¿Y qué intención última subyace bajo este precedente? No aventuro nada, pues ya es un secreto a voces. Se trata de testear al pueblo español, de intoxicarle con la sensación, debidamente inyectada a impulsos del miedo a la epidemia, de que lo mejor es delegar en el Estado nuestros derechos, porque él nunca se equivoca y nosotros somos, por naturaleza, ciudadanos irresponsables y egoístas, a quienes no se puede dejar solos. Esto tiene un nombre en los tratados de Política. Los aliados de Sánchez lo conocen bien, porque en la Facultad de la Complutense donde ellos han campado tradicionalmente se ha practicado a porfía. Y la necesidad de aprovechar la ocasión propicia, brindada siempre por el destino tarde o temprano, para ensayar ese nuevo ecosistema, también. Con una particularidad: una vez que se experimenta con éxito, es como las vacunas. La enfermedad —libertad— queda neutralizada.                                                                                        
                                                                                            IMPLÍCITO

martes, 12 de mayo de 2020

LOS ARTÍCULOS DE "IMPLÍCITO"


Rompo la cuarentena de silencio que me autoimpuse tras el arrebato de verdad que nos transmitieron desde Moncloa, pero sólo en parte. Un grupo de colegas y amigos, cuyos nombres bullen en mi cabeza pero, obviamente, no voy a revelar, han decidido desafiar a la censura, creando una especie de “club de opinión” bajo el seudónimo de “Implícito”. Resulta evidente —al menos para quienes no andan perdidos en la nube de tontuna que ha invadido el medio ambiente social— su juego semántico. Implícito es como Tácito, o al menos se le parece mucho. Me ahorro aclaraciones porque, insisto, confío en el nivel cultural de mis/sus lectores acerca de una época histórica que cada vez se asemeja más a la actual, pero al revés. Ustedes me entienden.
Los componentes de “Implícito” van a “colonizar” mi blog y mi correo electrónico. De momento, sólo requieren mi permiso, que les doy gustoso. Al fin y al cabo, es lo que me queda de mi patrimonio inmaterial comunicativo. Eso, y las hemerotecas, que no es poca cosa. A partir de ahora, “los otros” tendrán que monitorizar a un fantasma. Es lo que tiene obstinarse en la libertad, agarrarse a ella como última tabla de salvación. No podrán acusar a Ángel Pérez Guerra porque A.P.G. no está en “Implícito”. O si lo está, es implícitamente, lo cual pone las cosas mucho más difíciles a quien quiera rastrear a alguien utilizando pretextos. El salvaje Oeste ya es otra cosa, pero se trata, precisamente, de evitarlo.
De modo que saludo a “Implícito”, que utilizará mi “A carta cabal” pero no tendrá nunca personalidad física ni jurídica, sólo periodística. Además, el tratarse de un “colectivo” le proporciona cierta inmunidad frente a la izquierda, para la que tan querido es el concepto. Habría que volver al Cuartel General de Burgos para llegar al castigo de sus redactores. Y ni por esas. No obstante, “Implícito”, como “Tácito” su sinónimo, será —no podía ser de otra manera— elegante, respetuoso, hábil, agudo y libre. Todo eso en una coctelera da como resultado el más sabroso néctar, la ambrosía de los seres soberanos de sí, que es de lo que se trata. Al menos eso me ha prometido. Y yo confío en él/ellos.
Lo que no será —doy fe porque los conozco bien— es nada alarmista. Ya saben.

lunes, 20 de abril de 2020

FUNDIDO EN NEGRO

Los mensajes de varios lectores interesándose por mi salud y extrañados por mi silencio en este blog me habían movido a escribir nuevamente. Ya tenía listo el artículo, que giraba en torno a lo sucedido ayer en el transcurso del encuentro con la Prensa en La Moncloa. Los lectores antedichos, y tal vez otros, quizás hayan observado que he venido distanciando mis escritos, progresivamente, desde los mandatos de José Luis Rodríguez Zapatero, de infausta memoria. Y es que yo no soy David, pero "ellos" sí son Goliat. Yo sólo soy un modesto periodista que se esfuerza desde los doce años por describir la realidad tal como la ve, valiéndose de la palabra. Fue entonces cuando mi padre —mi maestro en todo después de Cristo— me compró la Olivetti Studio 45 que conservo como oro en paño. Me imagino que el escritor de la RDA que protagoniza el filme “La vida de los otros” haría lo mismo con la máquina que escondía bajo el parqué para que no la descubriese la Stasi.
Me he ganado la vida, durante treinta y tres años (sí, nuevamente la coincidencia con el Redentor), intentando, con diversa fortuna, hacerme con la verdad y transmitirla. No digo que fuera fácil. Pero sí que nunca fue tan difícil como ahora. Y desde el tsunami de 2008, vivo de mis ahorros, siempre en peligro por la voracidad absorbente de quienes ya sabemos. De ese fruto de mi trabajo y del de mi esposa dependen mis tres hijos, cuyo futuro está hoy más comprometido que nunca.
Mi oficio, como ustedes saben —aunque en general esto parece formar parte de la ignorancia cuidadosamente fomentada por oleadas de políticos demagogos— actúa sobre un alambre que sujetan dos postes: el derecho a la información y la libertad de expresión. Nuestra Constitución habla de ello. Desde que González perdió las elecciones, allá por 1996, y sobre todo desde que Aznar revalidó su mayoría haciéndola absoluta en 2000, la maquinaria demoledora de la izquierda no ha hecho sino rondar esos postes. Aprovechó el 11-M, y venció. Ahora está aprovechando la pandemia y…
Ante la posibilidad de que los postes no resistan, al menos el de la libertad de expresión, he decidido no seguir peleando contra Goliat. Quienes me siguen saben que me encanta el (buen) cine. Recurro, pues, al socorrido elipsis con fundido en negro. En mi tierra, hace muy poco que la “acción sindical” también lo aplicaba para llevar a los hogares andaluces su protesta en la televisión autonómica por lo mal que lo estaba haciendo la derecha, frente a los casi cuarenta años de paraíso socialista. Anuncio, pues, a mis amigos, que, al menos mientras dure este estado oficial “de alarma”, con sus monitorizaciones, sus fiscalizaciones y sus sanciones, estarán libres de mis cantinelas. Y después, ya veremos.
En todo caso, mi corazón les queda agradecido y mi mente rendida ante su admirable fidelidad.
Ah, y por si hubiera dudas: ¡Viva España!

viernes, 10 de abril de 2020

Tú, también confinado


Hasta en esto haces tuya nuestra suerte,
Confinado en la paz de tu capilla.
Clavado a una cruz, como Sevilla
En su fe, esperanza y caridad se hace fuerte.

Siendo Tú Salud de la Carretería
Hoy verás pasar desde Varflora
Este Viernes Santo, hora a hora,
Con el Mayor Dolor de calles vacías.

Echarás en falta al caer la tarde
El revuelo de azules marineros,
Costales albos, haz de monaguillos.

Mas en tres días reinarás junto al Padre,
Bendito Cristo de los Toneleros,
Presente por los siglos de los siglos.

lunes, 17 de febrero de 2020

¿PROGRE O NECRO?


Casi imperceptiblemente pero de una manera implacable, nuestro país va sumergiéndose en una piscina de arenas movedizas que nos traga hacia una vida vacía. Es lo que sucede con la eutanasia, aunque la raíz está en el aborto (tres millones largos ya). Lo normal es que el final de la vida vaya en consonancia con lo que ese tiempo anterior ha sido. Si nos obligan a vivir sin sentido, la hora de la muerte es un páramo seco y por el retrovisor sólo divisamos escoria. Si quitar la vida al más vulnerable se presenta como una conquista, el progreso resulta ser un detritus.
Decía Juan de Miranda, allá por los albores del constitucionalismo, que “la mayor peste que aqueja a la república” venía dada por “la polilla de charlatanes y bucaneros” que poblaban el solar patrio. O tal vez fuera un poco antes, en plena Ilustración. Mi generación ha vivido en la confianza de que ya no sería así nuevamente. Pero…
La obsesión del Gobierno “de izquierdas” por derribar a un personaje histórico que nunca pudieron vencer en vida corre parejas con la de acelerar el final de otras vidas. Hay una coincidencia de fondo entre la persecución de un cadáver y la siembra de una mentalidad, vía poder coactivo de la Ley, que cifra la libertad humana en dos muertes: la del no nacido y la del que toca a su fin. Esta izquierda largocaballerista —¿qué fue del socialismo llamado despectivamente por los marxistas “utópico”?— no entiende de reformas positivas, que añadan vida a la vida. Sólo concibe la vida como lo que queda entre dos muertes, con lo cual el relleno conserva también ese sabor acre inequívocamente procedente de culturas en descomposición o, algo peor, un cierto tufillo a azufre.
Antifranquismo impuesto, aborto y eutanasia conforman el frente doctrinal de la izquierda española, que no viaja sola —no nos engañemos—, porque esta peste demoledora que sabe, como digo, a escombros vitales es desde hace tiempo una pandemia, un coronavirus que nos va llevando a la desfiguración de la personalidad con la ayuda inestimable de ideologías como la de género. Sumen la cruzada separatista (pulverización de nuestra imagen internacional, como se acaba de ver con el malogrado congreso de móviles de Barcelona) y tendrán el cóctel de la infelicidad popular en su punto. Todo roto, todo derribado, todo distorsionado. Es digna continuación de un presidente siniestro y sus gobiernos, nacidos de una convulsión mortal —más de doscientos fallecidos— y moral sobre la que hoy gravitan aún demasiadas sombras. Para estos partidos, la muerte es vida, la educación es distorsión de mentes y afectos, el estado debe fagocitar a las familias, la sospecha inquisitorial recae sobre media Humanidad, todos los ideales que conformaban un paisaje de fe, esperanza y caridad, de justicia, fortaleza, templanza y prudencia, han ido quedando diluidos en la fuerza ambiental de la filosofía líquida que hoy es y mañana pasa a la morgue con una etiqueta en el dedo del pie que dice “CADUCADA”.

viernes, 10 de enero de 2020

LOS DE LA TROCHA


 Vereda o camino angosto y escusado, o que sirve de atajo para ir a alguna parte.

Con esta acepción define el Diccionario de la Real Academia —ese instrumento obsoleto en la era digital al que sólo permanecemos fieles los nuevos “friquis”— la palabra “trocha”. Creo que no se puede bautizar mejor el carácter que ha de presidir, necesariamente, la época histórica en la que acabamos de entrar. Si esto fuera una república (a algunos se les hace la boca agua) hoy estaríamos en algo así como su tercera o tal vez cuarta edición, porque en los últimos cuarenta años de vida española ha habido más de república que de monarquía. El régimen en el que nos situamos desde hace unas semanas es lo más parecido a una trocha. Y no por voluntad del Rey, desde luego, que se la jugó con valor demostrado aquel 3 de octubre de 2017 con un discurso televisado plenamente institucional, caso único en nuestra democracia si obviamos el del 23-f. La trocha va a ser —si no, al tiempo— la “herramienta” (término de cuño soviético, como “taller”, ambos omnipresentes en todos los ámbitos de la vida social española) básica de los gestores del “gobierno de progreso”. Como buen atajo (mi tierra andaluza está llena de ellos), es idóneo para ocultarse entre la vegetación legal y llegar de un punto a otro sin pasar por el camino oficial y generalmente conocido, que suele estar —mejor o peor— vigilado. La trocha es un ardid muy utilizado por los guerrilleros durante la lucha por la Independencia (española, por si alguien desea despistarse). El conocimiento del terreno, de aquella red de atajos que ellos tantas veces habían hollado hasta hacerlos parte de su hogar al aire libre, fue, junto a su bravura y a veces brutalidad —los gabachos no le andaban a la zaga— buena parte del secreto que les permitió, al alimón con el ejército, devolvernos España a los españoles. Hasta hoy.
“Los de la Trocha” era un grupo de cante por sevillanas que permaneció en primera fila de las ventas de vinilos y la audiencia radiofónica, amén de las actuaciones en vivo durante veinte años, entre 1969 y 1989. Dos décadas prodigiosas cuya banda sonora, al menos en el Sur, estará ya siempre unida en el recuerdo de quienes habíamos nacido diez años antes a las letras y las músicas de estas cinco voces. Aquellos años fueron, en lo político, los que alumbraron la España que hemos tenido hasta ahora. Para bien y para mal, como todo en esta vida. Los de la Trocha fueron quizás los últimos clásicos del género junto con El Pali, antes de que la electrónica invadiera el antiguo predio de las corraleras. Hubo quien no les comprendió, pero esa mayoría silenciosa que pedía voz y voto siguió su arte con entusiasmo. Tuvieron hasta una gran sala de fiestas en exclusiva para ellos. Y dentro de la amplia y virtuosa discografía de Los de la Trocha, sevillanos de pura cepa que se constituyeron en una taberna de la calle Imperial, de nombre “La trocha”, destacarán siempre dos temas si me lo permiten proféticos. El uno se titulaba “Pensamientos míos”, el otro y mucho más alegórico “Fue tu querer”. Éste último era un verdadero milagro, inspirado en el Concierto de Aranjuez. Era la sevillana estelar del disco que sacó Columbia nada menos que en 1975. El compositor era uno de los dos hermanos del guitarrista Manolo Sanlúcar que formaban parte de Los de la Trocha, “Evora”. ¡Y tenía quince años! Como quien esto firma. Pero lo más grandioso de estas combinaciones astrales de la Historia es cómo continuaba aquella sevillana: “Fue tu querer… el que a mí me traicionó.”
Hoy, unos políticos bastante zafios parecen estar buscando una trocha para burlar la Constitución que se empezó a gestar al tiempo que aquel querer sedicioso. Las cosas de la vida, que está plagada de trochas. Inevitable sentir nostalgia de aquella taberna ante tanto ruido tabernario.

CODA: Leo con un respiro de consuelo que el Tribunal Supremo ha puesto negro sobre blanco que esto sigue siendo un país libre con un “derecho nacional” propio y que el TS “no puede aceptar lo que la Ley no permite aceptar”. Más concretamente, “quien participa en un proceso electoral cuando ya está siendo juzgado, aunque finalmente resulte electo, no goza de inmunidad conforme al derecho nacional. No puede condicionar el desenlace del proceso ni, menos aún, el dictado de la sentencia.” Le da, pues, sopa con ondas al Parlamento europeo y al Gobierno español a través de su abogacía. Veremos intentos mucho más bolivarianos de retorcer la Ley, y los veremos pronto. Pero éste, de momento —y la cosa está empezando— se ha estrellado, por fin, contra el muro de los Tribunales. Que Dios les siga dando a nuestros jueces y fiscales luz y valor.