miércoles, 25 de diciembre de 2019

HISTORIA DE UN SUPERVIVIENTE


Sucede algunas veces que el destino le regala a uno, cuando menos se lo espera, momentos imborrables. Tal me ha ocurrido, junto a un grupo no muy numeroso de sevillanos, durante el acto de presentación de un libro que me atrevo a calificar de histórico en su doble sentido: porque trata de una “biografía” que remonta sus orígenes hasta el siglo XIII para llegar a nuestros días, y porque uno salió de allí con la sensación de haber asistido a una cima irrepetible de la sabiduría verdadera. El lugar ayudaba, y mucho. Estábamos convocados en el salón del Almirante del Alcázar de Sevilla, uno de los monumentos más visitados, y con razón, de nuestra patria. Era un día tempestuoso. La lluvia había dejado en el aire trazas cernudianas. El palacio real habitado más antiguo de Europa ofrecía un aspecto inaudito, con “pocos” turistas, casi ningún lugareño y una impregnación de humedades tibias en los atauriques que desprendía cotidianeidad, como si Don Pedro I de Castilla fuese a aparecer en el Salón de Embajadores de un momento a otro.
Se presentaba un gran libro, fruto del trabajo paciente y bien acabado, excelente como debiera corresponder a cuanto hace la mediocre universidad de hoy en día, de alguien sencillo y afable que esconde los quilates de su cerebro tras el brillo moral de su modestia: Pablo Emilio Pérez-Mallaína, catedrático de Historia de América en las aulas que fundara Maese Rodrigo Fernández de Santaella en pleno Medievo. Medievales son también las Reales Atarazanas de Sevilla, el objeto del espléndido estudio al que Mallaína ha consagrado miles de horas de su labor investigadora.
No voy a replicar aquí —no soy tan fatuo— cuanto ese precioso acto académico dio de sí. Presidido por el alcalde y el rector, y tras la intervención del presentador, el catedrático de la misma rama del saber Ramón María Serrera (autor también de un plantel bibliográfico admirable), el profesor Pérez-Mallaína rindió un homenaje documentado y sentimental a un edificio que calificó de “superviviente”. Los astilleros de Sevilla fueron durante siglos la gran fábrica de galeras del Rey. De ahí su valor universal que, siguiendo la ruta de paradojas con las que las ciencias nos salpica cada dos por tres, sigue hoy siendo ignorado incluso por los más altos especialistas internacionales. Inútil remedar al autor de la monografía, que, para que nos hagamos una idea, cuenta con más de tres mil notas agrupadas al final de un volumen de gran formato y profusamente ilustrado, entre otras piezas por numerosas fotografías del propio redactor.
Conocí a Pablo Emilio Pérez-Mallaína, un ser humano entrañable volcado en el mundo de la navegación histórica, que sabe de lo que habla y escribe entre otras cosas por haber estado embarcado, al hacerle una de las 104 entrevistas que publiqué en ABC de Sevilla a doble página sin cuestionario previo y con un tema común: Sevilla. El recuerdo que me dejó aquella larga conversación, que conservo grabada, en su pequeño rincón de la antigua Fábrica de Tabacos de Indias fue un sabor de boca que todavía me dura: el de la grandeza de un hombre humilde que tendría motivos más que sobrados para ir por la vida mirando por encima del hombro, como hacen otros cátedros, compañeros suyos de grandilocuentes estancias situadas no muy lejos de donde él trabaja.
Pérez-Mallaína fue responsable de los contenidos del Pabellón de la Navegación en la Exposición Universal de 1992, uno de los pocos que visité y que me dejó gratísimamente impresionado. Por cierto, que las proyecciones marítimas que acompañan al visitante de la exposición “El viaje más largo”, montada en el Archivo de Indias vecino del Alcázar me han recordado mucho a las de la Expo. Mallaína es un experto en reproducir escenarios históricos perdidos en toda su crudeza natural para zambullir al lector o al espectador curioso en las circunstancias en las que vivieron nuestros antepasados. No hace mucho que le escuché una conferencia ilustrada en la que, sin sentarse, nos llevó a un pequeño grupo de privilegiados de la mano de su palabra para que repitiéramos, precisamente, la expedición de Magallanes y Elcano, el viaje más largo hasta dar por primera vez la vuelta al Globo.
En el acto del Real Alcázar, tan vinculado a las Atarazanas que un mismo alcaide dirigía ambos (revelación que nos expuso en el transcurso de la ceremonia), supimos de las edades y vicisitudes por las que ha atravesado este inmueble del que salieron, por ejemplo, las embarcaciones que se internaron en el Támesis incendiando localidades ribereñas o aquellas otras naves que tutelaban el Estrecho, entonces llamado de Sevilla, fundamental para poner en comunicación por mar a Italia con Flandes. No sería ajena a ello la presencia de banqueros genoveses en la entraña misma de Sevilla durante siglos, pues ellos financiaron proyectos expansivos. Las galeras se construían con maderas de la sierra de Segura (ahí sigue el almacén de maderas del Rey y la calle Segura que discurre ante él) que venían flotando por el Guadalquivir desde Cazorla. O con las de la sierra norte de Sevilla. Tal vez por eso abundaban oriundos de Cazalla o de Constantina entre los pobladores de las Atarazanas, que debió ser un hormiguero de trasiego fabril donde toda incomodidad, y aún penalidad, tenía su asiento. No en vano allí dieron sus vidas prisioneros moriscos y esclavos africanos, mientras en el inmediato Arenal se celebraban justas y torneos donde los nobles mataban su tiempo. Otras paradojas, más sangrantes, de la Historia.
Hoy, las Atarazanas concentradas más antiguas de Europa, que estuvieron en uso hasta que el Guadalquivir y su sedimentación obligó a llevar a Cádiz la Casa de Contratación, son un monumento… a la incuria. "Un superviviente". Así las definió Mallaína, que sabe mucho, también, de naufragios. Conservan su estructura de catedral, cuyo suelo se ha ido colmatando y subiendo de nivel. Pero las bóvedas y ojivas de sus arcos son perfectamente contemplables. Y elijo bien el término, porque hay algo de místico y mucho de artístico en las naves que nos han quedado tras centurias de mutilaciones. Por cierto, que cuando en 1945 (!) se derribaron los sectores que habían sido aduana para construir en su lugar la actual Delegación de Hacienda apareció en el subsuelo un “lago de mercurio”, el famoso “azogue” que se empleaba para la elaboración de la plata (muy cerca estaba la Casa de la Moneda). Y, al parecer algo debe de quedar porque, según el erudito, no han sido pocos los casos de cáncer en el personal de aquellas dependencias, como si el fenecido caserón quisiera vengarse de los humanos en cuerpos inocentes. Sevilla insólita, que diría Morales Padrón.
Si pueden, compren y lean este libro donde está buena parte de la Historia de Sevilla, que es como decir de la Historia del mundo.

SÓLO UNA FOTO, Y SIN EMBARGO...


Hay fotos que se hacen solas. Ellas reconocen que es un momento en estado de gracia, y el autor sólo tiene que encuadrar como respondiendo a una llamada. Ésta es una de ellas. Sevilla es una ciudad fotogénica, pero no siempre ni todas sus fotos tienen la misma intensidad. Ni mucho menos. Ésta es una Sevilla de lo más hermosa. La lluvia caída es siempre muy agradecida para la cámara. Aquí, la avenida de la Constitución desde la Puerta Jerez es como un espejo, una metáfora sacada de la mitología clásica, como esta ciudad antigua y legendaria, que aquí luce salpicada de viandantes a esa hora incierta —tres de la tarde— de un día nuboso pero iluminado por una luz cenital como de montera de casa patio. Es una foto alegre, de esa estirpe de la alegría tan sevillana, tamizada por la moderación y el arte; es decir, —otra vez— por la gracia. José María Izquierdo, poeta triste, la llamó “ciudad de la gracia”. Aquí hay gracia humana pero también divina. La humana es femenina, por supuesto. La otra es la de los ángeles. Por eso la envío en Navidad.
Sí, es un cuadro impresionista. Concretamente “Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia”, de Camille Pissaro. El original está en el museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. Pero aquí la musa se me apareció mientras volvía a casa de un acto en el Alcázar, que también quise ver y fotografiar con luz nublada. Los fotógrafos de verdad saben que la luz solar revienta los “clichés”. Por eso la filtran. Así se evitan sombras malditas y se “cuida” el diafragma de la cámara, o mejor dicho la sensibilidad —palabra poética donde las haya— de la película (el ISO), que puede equilibrar los grados de luz para no traicionar ningún rincón de la exposición.
Pero tengo que reconocer que lo mejor de la foto es su espontánea composición. Esa fachada de la Catedral cortando el plano en dos tercios y uno, clavándose verticalísima con ayuda de la aguja gótica en el cielo blanco que es como un reflector de luz de led que cae y alumbra todo, que le da cuerpo a las cosas y a los seres animados. El gótico es aquí más ascético que nunca. Por cierto, si se profundiza en ese camino de la vida que fluye y se va por el sumidero del fondo, que es el morir, y de ahí hacia arriba, buscando la eternidad, se pasa ante la primera puerta de la catedral, situada en ángulo recto a nuestra marcha. Y ahí, precisamente ahí, está el tímpano que acoge la imagen del Nacimiento de Jesús, con un Niño regordete y sonriente igual que sus padres. Por ahí se sale al Camino de Santiago del Sur, que se funde con el que marcan los raíles del tranvía, surgido del lado diestro según nuestro punto de vista, o sea, de la calle San Fernando. Al otro lado, la torre de la Aurora, que en su día escandalizó por rivalizar con la Giralda, como en los nuestros la torre Pelli. Las figuras de los caminantes —nadie corre, no hay bicicletas, ni coches de caballos, ni músicos callejeros, es hora de andar, sólo andar— se reflejan entrecortadas en los charcos que ha dejado la lluvia, la gran aliada de la belleza si los figurantes se combinan para posar en un cuadro hecho en marcha, sin apenas detenerse, en uno de esos instantes mágicos que tiene Sevilla, sobre todo cuando el invierno se hace Navidad. Ah, y no esperen ficha técnica. La hice con el móvil.
Feliz Navidad.

martes, 17 de diciembre de 2019

GRAFENO


En vista de cuanto está sucediendo en mi patria he decidido escribir del grafeno. Aquella dolencia de la que dejé testimonio en este blog hace unos cuantos meses y que comprometió mi vista me despertó un interés especial por el grafeno. El comportamiento humano en general, al menos el que protagoniza los grandes resortes del poder, me resulta cada día más aborrecible, de modo que me siento más atraído por los llamados “nuevos materiales”. Si uno se fija, el progreso técnico de las sociedades modernas está basado en el uso y abuso de este universo inexplorado hasta nuestros días. La informática y todo lo que ella ha traído consigo —que es casi cuanto constituye el mundo en el que nos movemos, en los dos hemisferios tradicionales tecnológicamente hablando, el Occidente euroamericano de un lado y el Oriente asiático por otro—está basada en el silicio. Que en realidad es velocidad. Hemos caído en el error de confundir ambas cosas. Estar más adelantados encierra las dos acepciones de la palabra: haber avanzado más en descubrimientos e inventos y haber conseguido mayores marcas de rapidez a la hora de vivir.
El valle de Santa Clara, así como el cercano de San José, y la misma San Francisco, fueron bautizados por fray Junípero. Hoy, la diosa técnica los ha reconvertido al paganismo llamándole a la zona “Silicon Valley”, el valle de la Silicona o del silicio. Del cilicio al silicio. Y todo porque allí se enclava una base militar, que, como siempre, ha dado origen al desarrollo de programas de investigación que acaban inundando a todo el mundo en virtud de las leyes del comercio capitalista. Y si no, que se lo digan a los sucesores de Steve Jobs, gran gurú de la Bolsa merced a sus conocimientos de electrónica aplicada a los ordenadores vía universidad de cocheras y tiendas de componentes. Si quieren ampliar, les recomiendo el libro de Walter Isaacson.
Toda esta historia, que es la de nuestro tiempo y que no sabemos cómo terminará, porque las redes sociales pueden dar al traste con todo (véase sentencia del caso “Arandina”) se ha producido a lomos del silicio, que era un “nuevo material”, cuya novedad natural es cero, porque se hallaba a nuestro alrededor desde que las rocas dieron paso a la arena, proceso que toca las fibras del misterio vital acerca de lo que somos y no somos que ya abordé en su día en estas mismas “páginas”. El silicio, o el sílice, es la base y corazón de los procesadores, el ábaco en el que se mueven las operaciones matemáticas más pobres que se puedan imaginar, porque oscilan entre el uno y el cero, pero también los algoritmos más complejos existentes. Y todo, ¿a partir de qué? De la velocidad. En realidad, el mecanismo de la informática es desconcertantemente simple. Lo que la convierte en la clave para entender la civilización —o no— digital es la unidad de tiempo a la que permite encaramarse el silicio, que es el mineral en el que la electricidad se conduce más velozmente. O algo así, para que nadie me acuse de entrometerme en terrenos que no son los míos.
Pero al silicio puede destronarle el grafeno, que todavía tiene unas propiedades más ambiciosas. Como el silicio, es de una eficacia que sólo la ciencia ficción es capaz de comprender. Es decir, los superordenadores que controlan los superrobots. La inteligencia artificial, para resumir. De ella hablé recientemente, y es que, hoy por hoy y probablemente mañana por mañana, es lo que rige el Orbe. Al menos en primera instancia.
El grafeno se encuentra sobre todo en África, lo cual nos aboca a una paradoja histórica y colosal que me temo derive en los grandes conflictos del siglo XXI. Mientras nativos de aquellas tierras se juegan y a menudo pierden la vida para entrar en nuestras calles, nosotros vamos a necesitar su “nuevo material” de aquí a poco. Aludía antes a mis ojos en relación con el grafeno. Y es que, para que ustedes se hagan una idea, este material es el único con el que se están experimentando retinas artificiales y la construcción de otros tejidos humanos formados por neuronas, que, como se sabe, son las únicas células de nuestro cuerpo que la ciencia todavía no ha conseguido regenerar o clonar. De ahí la gravedad de las lesiones y mutaciones neurológicas. Pues bien, el grafeno parece que sí puede lograrlo. O mejor dicho, el talento humano empleado en manejar este fruto inerte del medio. Para que la ceguera pasase a ser algo menos que un mal recuerdo, faltaría aún que el grafeno, o cualquier pariente cercano de la Creación, permitiera recomponer el nervio óptico, o la parte cerebral donde realmente “vemos”. Éste es un campo más, bien que muy importante para todos —cierren los ojos y prueben a vivir cinco minutos sin ellos— de los que forman la cara oculta de la Luna… hasta ahora. Esperemos que los gobiernos dejen de acariciar sus pequeñeces más o menos inconfesables y encuentren tiempo y lugar para ayudar a que los astronautas de estos viajes a una vida mejor puedan dar sus pasos de gigante para la Humanidad.

¿DÓNDE ESTÁ ORTEGA LARA?


En el mitin de cierre de campaña de las elecciones andaluzas que ahora la ministra Montero, por encargo de otros, quiere neutralizar mediante la asfixia económica que ella originó, el partido Vox, entonces apenas floreciente tras el acto de Vistalegre, trajo a Sevilla, a orillas del Guadalquivir, literalmente hablando, a un hombre pequeño de estatura pero gigante como ser humano, que tuvo una intervención memorable. Aquel orador revestido de una modestia franciscana y portador de un bigotito pasado de moda dio una lección de alta política a un auditorio enardecido que acababa de escuchar el himno de la Legión y se encontraba con un ponente que hablaba en voz baja, discreto y tímido, de cuya garganta salieron ideas que algunos entendimos como la columna vertebral de la faena que nos aguardaba.
Habló, sobre todo, de educación, de juventud, de futuro. Se dirigió a las nuevas generaciones en tono de amigo, sin renunciar a los consejos sino administrando sabiduría rebozada de ternura. Ese hombre, que parecía seguir asustado pero que le echó a su discurso un valor y unos valores de los que casi nadie hablaba entonces y que siguen huérfanos hoy, había pasado 532 días de su vida privado de libertad, de luz, de oxígeno y del amor de los suyos, hasta que un guardia civil bajó del mundo al infierno para echarle un brazo sobre el hombro y convencerle de que la vida seguía allá arriba tal como él la había dejado.
José Antonio Ortega Lara fue socio fundador de Vox y su icono hasta que, nuevamente, parece habérselo tragado la tierra. Imagino que algo puede tener que ver aquella tarde en Granada, tras el desalojo del Psoe del Gobierno andaluz, en que fue recibido a las puertas del cine donde iba a intervenir en un acto del partido al grito de “¡Ortega Lara, al zulo otra vez!”. El odio en esta España que lo castiga legalmente si tiene como víctima a unos, campa por sus respetos cuando se ensaña con otros. Y Ortega Lara era el blanco perfecto para ese Caín que sigue recorriendo los páramos patrios buscando abeles.
Lamento que Vox parezca haber perdido a Ortega Lara, que pondría esa nota humanista y paternal que tan bien le vendría a la única fuerza política capaz de captar las necesidades vitales de los españoles, hoy por hoy. Y si es lo que presiento, me gustaría ser yo hoy aquel guardia civil y echarle de nuevo el brazo por el hombro, mientras le susurro al oído algo como “Tranquilo, José Antonio. Las alimañas huyen. Los héroes como tú son inmortales”.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

ENREDADOS E INCOMUNICADOS


Dejé aquí escrito antes de las últimas elecciones que nos encarábamos con un referéndum sobre la libertad de expresión. Pues bien, tal vez haya cometido un error de cálculo con los tiempos, porque en realidad sólo estábamos ante la primera fase de dicha consulta. Y para comprender lo que intento decir, hemos de pasar de la forma al fondo. Desde que VOX irrumpió, hace un año, en el panorama parlamentario nacional, valiéndose de Andalucía como puente, las cosas están cambiando aceleradamente. Cada paso que da hacia atrás el bloque de los 200 escaños (PSOE, Podemos, separatistas, etcétera) es, en realidad, un paso hacia delante de VOX, camino de liderar el bloque de los 150 (PP, VOX y Ciudadanos). Esto es un proceso, gradual como todos, no un asalto al poder. Lo viene diciendo Abascal, que impone silencio prudente en los mítines cuando se desata la euforia. ¿Y qué quiere esto decir?
Yendo al fondo de las cosas, se trata de rescatar la verdad del lodazal en el que la han ido hundiendo quienes sólo piensan en su conveniencia y sacrifican para lograrla convicciones y escrúpulos. No. Los votantes de VOX no son extrema derecha, ni fascistas ni exaltados. Son amantes de la verdad que conocen bien la diferencia entre equivocarse y mentir. VOX se equivoca, sin duda, en muchas cosas. Y eso seguirá siendo así mientras el ser humano sea feble, es decir, siempre. Pero cada vez que sale al ruedo es para rematar una faena noble, no una estafa. Por eso sube y sube sin cesar, no porque tengan soluciones para todo. Si algún día gobiernan, que gobernarán, lo tendrán tan difícil que será muy fácil reprocharle sus errores, y aun así es muy probable que sigan gobernando, porque irán corrigiéndolos poco a poco, sin ambiciones desmedidas, buscando la autenticidad allá donde se encuentre. Y eso, hoy, no lo da nadie más que ellos.
Vivimos en un mundo donde casi nada es de veras lo que parece. Este es el efecto 2000 que todo el mundo temía como un apocalipsis tecnológico hace dos décadas. El efecto 2000 no era un problema, bastante pueril por otra parte, con los guarismos de las fechas. El efecto 2000 es esa generación de “nativos” que ha inaugurado una especie humana maquinal, la que ve la vida a través de una pantallita digital e incluso se mueve sin apartar la mirada de ella por unas calles cada vez más pobladas por autómatas. El de unos bancos que sustituyen a las personas por otras pantallas mientras cierran oficinas, despiden empleados e intentan forzar a los clientes a operar on line, incluso negándoles el uso de ordenadores, sólo aplicaciones para móviles inteligentes. La mentira avanza que se las pela, y sin embargo, la gente quiere gente, no aparatos. El personal ansía, necesita mirar a la cara a sus “gestores”, no por vídeoconferencia, menos aun por uasap o por redes sociales.
Tiré del freno de mano precisamente cuando hicieron acto de presencia las redes. Decidí que ahí me quedaba, con mis correos electrónicos, que era lo más parecido a la correspondencia de siempre, aunque con indudables ventajas innovadoras. Hice bien. Recientemente, he vuelto a ver “2001, una Odisea del Espacio”. Hacía cuatro décadas mal contadas desde su estreno, cuando todo el mundo descartaba que aquello fuera posible. Al fin y al cabo, se trataba de ciencia ficción. Hoy, este género creativo se llama en la vida real “inteligencia artificial”, y anda buscando —agárrense— la “supremacía cuántica”. Según alguna marca global, la conquista es ya suya. Si recuperan la película, fíjense en el punto de inflexión, cuando el superordenador lee los labios de los astronáutas, los “duques” de la historia. Los grandes periódicos, que antes eran garantes de la verdad, aunque con las tendencias interpretativas legítimas de cada uno, ahora no consiguen remontar el vuelo. ¿Por qué, si ya han eliminado el 80 por ciento de sus costes de explotación y han entrado plenamente en Internet? Porque la publicidad no acaba de cuajar. ¿Y qué ha sucedido para que la publicidad que durante un siglo levantó un gran negocio de la información ahora no marche en la Red? Le he dado muchas vueltas, y mi conclusión es que el “lector”, si es que sigue existiendo, no se fía, instintivamente, de esta nueva galaxia. Los “fakes” (engaños) han proliferado tanto en un medio en el que mentir sale gratis que aquel mecanismo de antaño que derivaba la credibilidad de los textos informativos hacia los anuncios ya no vale, ni para unos ni para otros. Incluso la verdad se expone al plagio, con lo cual es casi imposible distinguir lo veraz de lo mendaz en esta selva que es la Red. Mucho más en la Red de redes, donde la confusión llega al paroxismo. La verdad queda al final como una isla a la que no llegamos nunca, es más, de la que cada vez estamos más lejos aunque nademos hacia ella. Estamos enredados, pero incomunicados, porque el único punto de encuentro en el que es posible comunicarnos es en la isla de la verdad, y la corriente nos arrastra lejos de ella.
¿Volverán, pues, lo periódicos de papel? Depende de si las empresas deciden que vende más darle al consumir un mensaje completo y limpio que seguir proporcionando esa turbidez de frutos tóxicos contaminados por las presiones del Poder político en la que cayeron durante décadas.
Todo esto, como suele ocurrir con las catarsis, es regenerador, y de ahí el éxito de VOX. Qué o quiénes quedarán en la cuneta es algo que sólo podemos prevenir rezando.
Por cierto, este artículo, por el que no cobro un maravedí, es de verdad.