jueves, 27 de septiembre de 2018

DE PALABRAS Y HECHOS


Acosado por los móviles grabadores mientras intentaba escapar del salón de plenos del Senado, el juez Grande-Marlaska, ministro del Interior socialista, repetía obsesivamente un mismo mantra como si viera en él la puerta de salida de aquel pasillo que más debía parecerle un túnel angustioso como el de Sábato. “Lo importante no son las palabras, sino los hechos”, era su única y universal respuesta a las cuestiones vertidas por los colegas de quien esto escribe. Se refería a una palabra, que no voy a reproducir aquí por razones obvias y que su compañera de Gobierno con la cartera de Justicia había pronunciado en una taberna nueve años antes, aplicada a él. Gruesa palabra, quizás la más abusada del amplísimo léxico insultante reunido por la nación más vieja de Europa. Sólo que en esta ocasión no revestía el habitual carácter ofensivo, sino más bien descriptivo. Lo cierto es que la polvareda estaba servida.
De los cuatro escándalos que han salpicado públicamente al Gabinete de Sánchez —Huerta en Cultura, Monton en Sanidad y el mismo Sánchez en la Presidencia— el más grave, con mucha diferencia es el de “Lola” en Justicia. Por dos razones básicamente: la primera y principal porque un Estado, como bien se puede comprobar desde las crónicas medievales hasta el día a día de Donald Trump en la Casa Blanca, no es más que un mecanismo corrector de injusticias. Lo demás son ramas que brotan de este tronco, y si las raíces, que son la ética y la moral (conceptos definidos), fallan, cualquier tempestad tumba el árbol. Todo esto lo sabe muy bien una fiscal de la Audiencia Nacional. La otra razón es de orden práctico, y se refiere a la insoportable levedad en que las autonomías han sumido al Estado: Los ministerios de Cultura y de Sanidad, así como la misma Presidencia del Gobierno, son ya casi reliquias del pasado vacías de competencias más allá de la promoción de leyes que en un Parlamento bloqueado no salen adelante, presentar recursos de inconstitucionalidad que se eternizan o manejar un presupuesto irrisorio. Pero Justicia, como consecuencia de la primera razón expuesta, es otra cosa. Mantiene intacta buena parte de su naturaleza tradicional, y quiero decir de la que le imprimieron los liberales a partir de 1812. En el debate de control al que vengo refiriéndome desde el principio, la ministra habló, precisamente, de una ley de indulto que se remonta al siglo XIX y que obliga a seguir procedimientos reglados, porque estamos ante materias que la legislación autonomista, bastante ingrávida, no puede abordar.
Así se explica que las dotes persuasivas del juez Marlaska frente al asedio mediático dejaran mucho que desear, y que se aferrara a la tabla del valor que él da a las palabras en contraste con el que, según su señoría, tienen los hechos. Pero choca, y mucho, que un juez diga tal cosa, no más cierta por repetida. Ignoro el grado de habilidad técnica que acompañará a sus decisiones, plasmadas generalmente en sentencias, pero presupongo que es muy alto. Lo que sí sé —hasta ahí llego— es que dichos documentos, que determinan en buena medida la vida de los ciudadanos, no son más que palabras, señor mío. ¿Dónde están los hechos sino en las ideas que, como sabemos desde los griegos, sólo encuentran una fórmula de expresión y de eficacia, que es, justamente, la palabra, recogida en el Boletín Oficial del Estado?
No sigo, porque me parece de tal obviedad que me resulta cansino insistir en lo absurdo de que un parlamentario, en sede parlamentaria, conversando con unos profesionales de la palabra, en pleno revuelo por la publicación de unas palabras y siendo así que algún día, tal vez no muy lejano, ese parlamentario tendrá que volver a interpretar leyes que no son sino palabras, diga reiterativamente, como si estas palabras sí tuvieran validez para responder a todo, que “lo importante no son las palabras sino los hechos”.
En fin, que cuantos fiamos a las palabras la manifestación de hechos y sobre todo de sus motivaciones y frutos somos unos necios. Estas logomaquias conducen a una confusión impropia de un profesional, reconocido además, de la Judicatura. Estaba nervioso el señor ministro, eso era evidente. Se caían algunos mitos ideológicos que habían aupado durante décadas a su partido, como el feminismo radical. Pero las palabras no tienen la culpa de los hechos. Y a veces, un buen argumento a la salida de un apuro parlamentario deja tras de sí la huella de la inteligencia, que en un ambiente enrarecido por la falta de veracidad de una tesis universitaria —otra vez palabras— o por si era verdad o no lo que la ministra de Justicia había afirmado o negado —más palabras— no nos hubiera venido nada mal. Y en todo caso, si tan poco aprecio le merece a Grande-Marlaska la palabra, siempre habría sido mejor el silencio, como hizo Rita Barberá en coyuntura mediática similar a la suya.

lunes, 24 de septiembre de 2018

CERCADILLAS, MEZQUITA-CATEDRAL E IZQUIERDA ILUSTRADA


El 17 de mayo de 1991, el diario CÓRDOBA recogía un informe-denuncia del Seminario de Arqueología de Filosofía y Letras en el que se describía como un «atentado gravísimo contra las señas de identidad» de la ciudad los destrozos que las obras del AVE estaban provocando en el yacimiento arqueológico de Cercadillas. Así lo recoge la página retrospectiva que tiene colgada en Internet dicho rotativo:
"Una pérdida lamentable e irrecuperable" o "un descomunal atropello" fueron solo algunas de las calificaciones con las que el Seminario de Arqueología de la Facultad de Filosofía y Letras denunció que las obras para la construcción de la red ferroviaria del futuro AVE habían destrozado los restos de un anfiteatro en Cercadillas. El documento fue elaborado por catedráticos y profesores y remitido a todas las instituciones cordobesas en mayo de 1991. En concreto, los hechos que denunciaban, las supuestas obras que arrasaron parte de la historia del yacimiento romano, habían ocurrido los últimos días de ese mes de abril.
Diario CÓRDOBA se hizo eco de aquel documento que los principales estudiosos del pasado histórico de la ciudad elevaron a las más altas instancias, sin que, por otro lado, pudiese hacerse ya nada para dar marcha atrás en el daño cometido. El texto de los arqueólogos advertía que se había cometido "un ensañamiento insensato y descontrolado contra las ruinas y restos arqueológicos del que en apariencia era uno de los elementos arquitectónicos más relevantes y espectaculares de la Córdoba romana, cuya destrucción no solo es una pérdida lamentable e irrecuperable desde el punto de vista científico y arqueológico, sino además un penoso desdoro para la cultura cordobesa oficial" porque a su vez "representa un descomunal atropello de las más elementales reglas destinadas a salvaguardar el patrimonio arqueológico e histórico-artístico".
En concreto, lo que habrían destruido las obras del trazado ferroviario fue "una estructura arquitectónica de gran envergadura con grandes muros de trazado curvo entre los que el mejor conservado alcanzaba al menos dos metros de ancho". La hipótesis de los investigadores es que aquella estructura perteneciera a "algunos de los edificios públicos para espectáculos de la colonia patricia, es decir, el anfiteatro, el teatro o el circo". El informe universitario se complementaba con una amplia documentación sobre las hipótesis barajadas para concretar la ubicación de algunos de los edificios romanos.
Hasta aquí lo que recuerda de aquel triste y obsceno episodio el diario CÓRDOBA. Más adelante, se sabría que lo fulminado no era un anfiteatro sino algo mucho más excepcional. Recuerdo que ante aquella noticia, entré en contacto con la institución cultural cordobesa y me fui con mi mujer hasta aquel lugar para comprobar in situ el alcance de lo sucedido. Sólo pude penetrar en algunas dependencias de lo que parecían unos restos interminables.
Cercadillas sería, con el tiempo (muy poco, porque el desaguisado se llevó a cabo a toda máquina) la mayor aberración antiarqueológica cometida en época democrática sobre unas ruinas de la Antigüedad. El palacio imperial de Maximiano, construido en los primeros siglos después de Cristo, era arrasado para que el trazado del AVE cruzara justamente —no debía de haber otro sitio en toda Córdoba— por encima y por el centro del majestuoso palatium. El cronista cordobés Paco Muñoz comparaba, veinte años más tarde, en su blog “Notas cordobesas”, el hecho con la destrucción de los “budas” en Afganistán. Si en lugar de talibanes yihadistas aquí ponemos progresismo y propaganda, los resultados son muy similares, en efecto. Para quien desee ampliar documentación, les sugiero que marquen en el buscador, además de dicho blog,  simplemente “Cercadillas arrasada” y ahí tendrán para llorar largo y tendido.
Tendrán también para desenmascarar la patraña social-comunista que pretende el monopolio de la cultura y la superioridad moral  en virtud de la cual se está intentando arrebatar a la Iglesia la mezquita de Córdoba, aunque la verdadera razón, como siempre, está en la taquilla turística. Aquel complejo imperial, posteriormente utilizado por los cristianos —tal vez de ahí lo sucedido— era único en el mundo. Como lo leen. Apenas guardaba algún parecido con el palacio de Carlomagno en Aquisgrán. Su carácter ciclópeo había mantenido su criptopórtico y muchos de sus muros prácticamente intactos durante dos mil años. Era un testimonio de los estertores imperiales de una Hispania que había servido de refugio a Maximiano. Pero aquellos romanos constructores cometieron el gran error de no tener en cuenta que unas autoridades democráticas, devoradas por el electoralismo y amparados en la ignorancia generalizada, necesitarían, a las alturas del siglo XX, de aquellos terrenos para hacer pasar por ellos un vehículo que desafiase a Mercurio al volar sobre botas en forma de raíles alados. Todo velocidad, todo comercio, todo negocio contra el reloj de arena de la sabiduría. Los descendientes de aquellos hispanos bautizarían a esta cadena de cuadrigas de acero con el adecuado nombre de “AVE”, pero no Ave Fénix, sino ave migratoria, que conduciría a los habitantes de la Bética a Madrid, capital del imperio de la mugre okupa pero último reducto de empleo en una Iberia lastimosamente arruinada.
Arruinada, por abandonada, estaba la pequeña ciudad de Cercadillas, cuya recreación virtual tienen ustedes en dicha web, cuando la izquierda, siempre triunfante tras lavar el cerebro a las multitudes, gobernaba en España, en Andalucía y en Córdoba. Aquella tripleta social-comunista arrasó Cercadillas, hizo pasar el AVE exactamente por la gran sala basilical del palacio, cruzando el ábside por su centro, perforando muros, horadando pavimentos, haciendo irrecuperable un monumento universalmente sinigual.  ¿Se imaginan ustedes algo así en Medina Azahara, que salvo el lujoso salón del trono y poco más también está casi a ras del suelo? Pero el palacio de Maximiano tuvo la mala suerte de no ser árabe, incluso de haber sido necrópolis cristiana y hasta sede del abad Sanson, de quien apareció su anillo, o santuario mandado construir por el obispo Osio en honor de San Acisclo, usos para los cuales fue construido según diversas tesis científicas. Ahí es nada. Tal vez por eso la Unesco de Mayor Zaragoza no lo declaró patrimonio de la Humanidad, lo cual lo hubiera protegido hasta de las cagadas de las palomas.
Aquella izquierda ilustrada, que como buena progre es la misma que la de ahora, destruyó Cercadillas mientras volcaba presupuestos en incrustar nueva arquitectura en viejos monumentos desamortizados, como por ejemplo la Cartuja de Sevilla convertida en parque temático de la Expo. ¡Oh!, la Expo. Todo por la Expo. Felipe quitó a Olivencia, un ilustrado, para poner a Pellón, un tecnócrata. Y en Córdoba, alguien en Madrid dijo “avanti con el ave”, y cayeron piedras milenarias arrastradas por la nueva ruina, la de la Exposición Universal. ¿Se imaginan que esto lo hubiera hecho la derecha? La crucifixión hubiera estado garantizada, aunque lo más probable es que no hubiera sido necesaria porque de inmediato el masoquismo conservador español se hubiera autoflagelado, ahorrándole la tarea a los otros.
Cuando el palacio de Maximiano o el abacial de Sanson fue vencido por la necedad y la estulticia interesadas  que forman parte de la configuración preponderante en la edad contemporánea española, una joven llamada Carmen Calvo, nacida y criada en Cabra (como Solís, ella también es egabrense), hacía cuatro años que había presentado su tesis doctoral en la Universidad de Córdoba, tras estudiar la carrera en la de Sevilla. Eligió de tema el derecho de enmienda en el parlamentarismo europeo, y su conclusión, groso modo, era que los ejecutivos tenían ante sí un camino expedito para crecer en detrimento de las cámaras legislativas. Es lo que está pasando con ella de vicepresidenta de un equipo que gobierna a golpe de decretos leyes. Aprendió bien la lección que le sirvió para acceder a una plaza de profesora en dicha universidad. Cuando abandonó el instituto Aguilar y Eslava de Cabra todavía estaba fresco en la memoria sentimental de muchos paisanos suyos el dolor por el bombardeo republicano que arrasó algo más que Cercadillas: la plaza de abastos a media mañana, dejando el pueblo sembrado de cadáveres y mutilados. Cuando, gracias a la transición y a la clase media, se implantó la democracia, Cabra votó masivamente a la derecha. Ahora no sé.
La actual vicepresidenta y el actual ayuntamiento de izquierdas quieren quitarle la mezquita-catedral al Cabildo eclesiástico cordobés. Ya borró los vestigios episcopales del cristianismo incipiente. Ahora la Junta acaba de abrir un “yacimiento arqueológico” visitable en el lugar, aunque no sé cómo va a disimular el brutal expolio de hace veintisiete años, cuando un alcalde comunista, un presidente del Gobierno socialista y un presidente de la Junta socialista también, promovieron y después silenciaron el atentado cultural. Por cierto, el actual ministro de Cultura también andaba ya por los aledaños de las responsabilidades de gobierno en Andalucía, desde su Almería natal, que, como se sabe, votó no al Estatuto que la incluía en la comunidad autónoma, a pesar de lo cual él fue más adelante director general de Bienes Culturales (antes y en realidad monumentos histórico-artísticos) de la Junta. Lo digo por aquello de la memoria histórica.
He retornado mentalmente a Cercadillas a raíz del escándalo por la supuesta tesis de Sánchez, porque tras la degradación intelectual que venimos sufriendo en España desde que los socialistas impusieron submodelos educativos y se permitieron arramplar con lo que fuera necesario como ocurriera en el ejemplo cordobés no hemos hecho sino degenerar, que decía el torero aquel. Socialistas y comunistas (después el alcalde transemigró al PSOE) se mancharon las manos, las mismas de las que ahora presumen para “desamortizar” la mezquita, devastando edificios milenarios y un “unicum” en el mundo con tal de apuntarse el tanto del tren de alta velocidad. Sólo hablaron la Universidad (de entonces) y la Academia (de entonces). Poco a poco, hemos ido asistiendo a una demolición menos visible pero más irreversible todavía, hasta llegar a universidades que conceden sobresalientes cum laude a doctorandos plagiadores que llegan a presidentes del Gobierno. Claro.

jueves, 13 de septiembre de 2018

OPERACIÓN MONTÓN


Carmen Monton fue una de las pocas personas que permanecieron fieles a Sánchez cuando éste fue defenestrado por la ejecutiva federal, aquel 2 de octubre de 2016, día de los Santos Ángeles Custodios. Estuvo con él en aquellas horas bajas que precedieron, contra todo pronóstico, a la más atrabiliaria etapa de Gobierno, sin elecciones, con un presidente sin escaño, reuniendo en una gavilla siniestra a los antisistemas parlamentarios enlazados por un ahijado político de Zapatero, ese heredero de Rodolfo Llopis que dejó atrás la socialdemocracia para regresar al prefelipismo.
Mientras que la ejecutiva del PSOE echaba por la borda a Sánchez como un lastre cuyo peso hundía al partido hasta profundidades inéditas, y abría así el camino a la superación del “no es no” que hizo al diario “progresista” editorializar —ahí están las hemerotecas, ya digitales— valiéndose de una calificación que hoy atribuiría a la “extrema derecha” como es la de “insensato sin escrúpulos”, Carmen Montón arropaba al líder caído como Penélope al manto en espera de su adorado Ulises. Estaba lejos, en alguna remota región de los miedos que persiguen a los políticos, imaginar que las tornas fueran a dar la vuelta algún día. Pero, como ocurría con los expósitos, la suerte, que es diosa veleidosa, daría siete meses y pico  después la espalda al aparato que había echado un salvavidas averiado a Mariano Rajoy, es decir, a la aprobación de los presupuestos, con sus correspondientes transferencias financieras a las comunidades autónomas, también las socialistas, y sobre todo la mayor de todas, la andaluza, donde una dama trianera se atrevería a lanzar un órdago al perdedor, como a moro muerto, que se le volvería lanza contra sí en una noche de cuchillos largos y cristales rotos en la plazuela trianera de Santa de Ana. Sin Gobierno no había dinero, y sin dinero no hay socialismo, aunque, como decía la otra dama, la de hierro de más allá del muro adrianeo, sea siempre dinero de otros.
El ciudadano —de momento— español Pedro Sánchez Pérez-Castejón es un tipo con suerte. Ganó las primarias y utilizó la moción de censura para llegar a la Moncloa y sus prebendas vitalicias sin más aval que el de todos los que quieren desmontar España y lo están consiguiendo. Claro que también la baraka hay que dominarla, como cualquier ciencia o arte. Franco la cogió en África, con una bala en el vientre que de la obligatoria y mortal peritonitis pasó a ser sólo un estorbo pasajero para la más brillante carrera militar de Europa. Pero había que ayudar, y él se negó a que lo dejaran abandonado en una trinchera del Rif. Gracias a eso, tuvimos… bueno, mejor me callo, que hay mucha mala saliva por ahí.
Sánchez posee baraka. Le han sonreído los hados, como a zetapé. Sólo que el discípulo carece de la pericia que su mentor lucía con la ceja, y desaprovecha una ocasión tras otra, estrellándose sistemáticamente contra el primer escollo que ve. De seguir así, es posible que se rompa las narices él solito, porque en la vida, ese laberinto en el que lo fundamental es dejar un hilo de Ariadna por donde uno va, para no perderse, no basta con  sentirse el rey del mambo. Hay que saber bailar. Y Sánchez sólo sabe hacerlo fuera de la sala de fiestas. Sólo supo bailar fuera de Ferraz, hasta que consiguió que le dejaran entrar gracias a la gente de la calle. En el Parlamento sólo baila al son que le tocan los danzantes de rituales macabros para la Nación. Y en el palacio de La Moncloa, su danza cosecha un traspié detrás de otro, encadenando escándalos y dimisiones.
Es mal bailarín este muchacho. Lo suyo debe ser volar. Lo hizo cuando lo defenestraron, y le salieron alas para volver. Lo ha hecho, nada más aterrizar en la Presidencia, desplazándose a la actuación de “Los asesinos” (“The killers”) con su esposa en un Falcon del Ejército del Aire en una operación cuyo coste ida y vuelta —12.000 euros— iguala lo que cobra mi hija en un año por trabajar nueve horas diarias.
Acabo con un apunte conspiratorio. Se non è vero è ben trovato. Podría ser que el affaire Montón no fuera lo que parece. Podría ser que alguien con sed de venganza en el Partido Popular —que los debe haber a manojitos, como ocurrió con el caso Cifuentes— haya filtrado datos del caso Montón, pero que la incondicional de Sánchez no fuera la presa final y deseada, sino sólo un cebo. Pudiera ser —ya alguien ha dejado caer algo— que los perdigueros y chacales del PSOE —muchos y bien adiestrados— hayan programado la caída de Montón para atraer a los cazadores hacia Casado, ese líder conservador que va derechito a la recuperación de las esencias populares con las que ganaría sin duda cualquier elección en puertas. Sánchez lo sabe, y lo saben sus acólitos. Por eso nos bombardean con el mantra de la “extrema derecha”. Porque le temen. La única manera de evitarlo sería un vendaval, una explosión, o una serie de ellas, de oleadas periodísticas contra Pablo Casado, incurso ya en un procedimiento judicial, que levantaría a sus propios militantes, portavoces del electorado, fundamentalmente a ese 40 por ciento que perdió el Congreso. Cui prodest? ¡Anda que a nadie! A toda la nomenclatura colocada en primer lugar, empezando por los medios paniaguados, que de aquel editorial tan beligerante han pasado a remover directores y echar la alfombra roja de las entrevistas al nuevo timonel. Al partido de los 84 escaños en segundo lugar. A sus aliados después. A los secesionistas con la llave de las cárceles, por supuesto. Y también, claro está, a los profesionales de la política que en las filas de la “derecha” han quedado excluidos, voluntariamente o no, de la nueva etapa.
No sería la primera vez que estratagemas como ésta tienen éxito y cambian la historia de un país. Esta vez sería con carácter preventivo o “terapéutico”. No vaya a ser que la derecha, como ocurriera en 1933, conquiste parcelas de poder por la vía de las urnas. Probablemente nunca sabremos qué pueda haber de verdad en esta hipótesis encerrada dentro de un enigma, como otros de nuestra Historia reciente que han marcado un giro inesperado a los acontecimientos.
CODA. Tras redactar este artículo, ha estallado lo que, lejos de ser una hipótesis, es una tesis, en apariencia al menos, fraudulenta. Es decir, que la operación Montón, de ser cierta, le habría estallado en la cara a Sánchez. No sé. He dedicado muchas horas de mi trabajo a la Universidad y a las tesis, cuando había pocas y buenas. Las cosas han cambiado tanto, que hoy dudo quede algo del género. El problema se remonta a muy lejos, al desembarco de “penenes” (profesores no numerarios), casi todos socialistas, desplazando a catedráticos y titulares prejubilados forzosos. A partir de ahí, las universidades, sobre todo las nuevas, todas de cuño político partidista, han ido devaluando su nivel sin parar, y no sólo en España, sino en toda la Europa de “Bolonia”. De aquellos polvos vienen estos (¿presuntos?) plagios. Y lo que te rondaré, morena.


martes, 4 de septiembre de 2018

IDEAL Y MATERIA



Con este mismo título escribí mi segundo artículo publicado en Prensa. Se trataba de un larguísimo texto que ocupaba una plana completa del tabloide sevillano “Suroeste”, sucesor del “Sevilla” cuando los periódicos de la cadena del Movimiento intentaron sobrevivir en offset como “Medios de Comunicación Social del Estado”. Lo cierto es que un imberbe Ángel Pérez Guerra depositó en el buzón sus papeles con la ilusión de ver convertidos los teclazos de la Olivetti Studio 45 que conservo como oro en paño en letras de molde, negro sobre blanco de aquel rotativo que nunca llegó a despegar en una sociedad recién estrenada tras la muerte de Franco.
Jugaba yo en aquel artículo a filosofar, con toda la pedantería adolescente de mis 16 años, sobre una cuestión que intuía grave. ¡Y tanto! Como que cuarenta y cuatro años después sigue siendo la misma gran cuestión que nos ocupa, en el fondo de la hojarasca que pisamos. Recuerdo mi alegría desbordante, aunque contenida (que uno fue a un colegio de pago) que me recorrió al comprar aquel número de “Suroeste” en el quiosco que aún existe al enfilar el puente de Isabel II o de Triana, a escasos metros de mi casa. No me lo podía creer. Ya me habían publicado mi primer artículo, bajo el título “Cuando algo llueve” (así comenzaba, y seguía “a nadie satisface y a todos anega”). Pero el anterior era una reflexión corta, aunque es verdad que conserva, también, toda su actualidad. Éste que nuevamente me editaba aquel gran profesional que fue Manuel Benítez Salvatierra era, amén de mucho más extenso, más ambicioso, profundo y completo. Y ahí estaba, ante mí, desplegado a toda página sin recomendaciones y referencias de por medio, espontáneamente enviado y publicado —era de suponer— por méritos propios.
Tal vez aquel día se decidió mi vida, porque la he dedicado, cuantitativamente al menos, al periodismo. Hoy, como digo, y pese a que me resisto a releerme, la clave de aquel artículo continúa lozana en mi mente porque lo está en la sociedad en la que vivo. Acabo de leer la “Apología de Sócrates”, escrita por Platón, su gran discípulo y amanuense. Como es sabido, el inspirador de la escuela académica griega, de la que venimos, hace ahí un alegato de condenado a muerte por la democracia ateniense que sigue siendo veinticuatro siglos después una puesta en evidencia vital del gran engaño que es el sofismo —en nuestro tiempo y lugar revestido de materialismo. Lo que mi ignorancia, que con tan corta edad multiplicaba aún a la que arrastro hoy, no impidió descubrir a mi lucidez, esa oposición nata entre las dos únicas grandes posturas ante la existencia, el idealismo moral y el realismo pragmático, está hoy tan presente en la vida pública y privada de los españoles —también de los occidentales en general— que se podría aplicar el discurso socrático íntegro a la política nacional sin que rechinara una coma. Modestamente, también mi atrevimiento verbal de hace casi medio siglo sigue en pie. En él mencionaba, como aplicación histórica inmediata, a Francisco Franco y a José Antonio en términos encomiásticos. Alguna vez he temido, lo confieso, haberme dejado llevar por un entusiasmo demasiado subjetivo y pasajero. Agradezco a don Pedro Sánchez Pérez-Castejón y sus ministras y ministros la reafirmación en aquellas manifestaciones. Aprovecho que todavía no es delito para expresarlo: La España que nos dejó el Jefe del Estado General Franco fue, además de nuestra matriz cultural, el cimiento de la democracia y el más esperanzador ejemplo de reconciliación de nuestra Historia. Nada perfecto, desde luego, pero ¿calificamos lo que ha venido después? Mejor no.
El ideal sigue luchando, cuerpo a cuerpo, con la materia, como bien proclama San Pablo, y el mismo Cristo si me apuran. Uno de ambos debe vencer cada asalto siempre, y por eso hay épocas presididas por un romo y miope materialismo, como la que ha implantado en España el marxismo omnipresente, y otras, como la franquista, en las que algo tan inútil como la mayor cruz de la Tierra campeó sobre los últimos restos de hombres confundidos por el odio que no pudieron sobrevivir a las armas. Quienes sí lo hicieron edificaron un gran mausoleo en su memoria, con la mejor intención de disuadir a otros tentados por los mismos errores. Y el gran impulsor de todo eso —guste o no— se llamó Francisco Franco Bahamonde.