Una vez más, España parece haber
conseguido lo más difícil, la hazaña consistente en hacer brillar en el último
instante la luz justa y necesaria para que las vergüenzas queden iluminadas ante
todo el mundo. Unas semanas más de Sánchez y su cohorte evacuando asuntos en
consejos de ministros y el daño hubiera sido irremediable para toda una
generación de españoles. Abierta la vía eslovena con la admisión a las
conversaciones de un “relator” — figura prevista por las Naciones Unidas para
mediar con carácter vinculante en conflictos armados o en riesgo de serlo— ya todo
podía ocurrir, como de hecho han intentado los sedicentes, colando la
autodeterminación no como cosa nueva sino como parte de lo ya pactado. Un relator
no es, como la ministra del “dixi y pixi” ha querido hacer creer —jamás renunciar
al engaño— alguien que hace un relato. Eso es un cuentista, un narrador, un
cronista o un secretario de actas. A los efectos que nos ocupan, un relator es
alguien que un ente externo a las negociaciones a emprender —nunca a otras en
curso— elige y nombra, con la aquiescencia previa de las partes, para poner a
estas en relación, que se miren a la cara, que se comprometan ante él a
respetar acuerdos tras seguir unas pautas de trabajo ordenadas y equitativas. Pero
lo primero que ha de haber para que actúe un relator es el reconocimiento mutuo
de la igualdad de estatus; se tienen que reunir dos interlocutores iguales en
todo. ¿Es el Gobierno autonómico de Cataluña igual en todo —equiparable y
equiparado— al de España?
Hemos conjurado, pues, el mayor
peligro en el que se ha visto nuestra Patria desde la Guerra Civil. Y todo por
el apego enfermizo al poder de unos políticos que nadie ha elegido más allá de
la militancia de un partido que cuenta, todavía, con 84 diputados de 350. Dar
gracias a Dios, sobre todo los que tenemos hijos, se queda muy corto. Debemos
conservar la memoria fresca de cuanto han supuesto estos ocho meses, al igual
que la tenemos muy reciente de lo que significó el felipismo y su extremismo
zapaterista antes de que el durmiente registrador aterrizara en la Presidencia
para envidia de los insectos palos.
Los navegantes avezados saben que
tras las tempestades nunca hay tiempo que perder. Tirarse al palo es un
suicidio. Los tres partidos a los que cabe el honor de haber sido insultados, y
quizás algo más, por la todavía ministra de Justicia se encuentran en un serio
aprieto: O hacen algo más, mucho más que campaña electoral o el giro histórico
que acabamos de conseguir gracias a su manifestación conjunta de Colón puede
quedarse en el mayor fiasco de nuestro futuro. O espabilan preparando unos
programas creíbles, razonables, ambiciosos y generosos, verdaderamente
apolíticos en el mejor sentido del término, o todo habrá sido para nada.
Lo digo y lo escribo porque
observo cierta dejadez, acompañada de reincidencia partidista, en las actitudes
de sus líderes, que o bien miran más a la galería de los votos fáciles que al
compromiso con los ciudadanos o bien tiran por elevación con riesgo de que los
proyectiles les caigan en la cabeza. La unidad de acción, bien que coyuntural y
pragmática, es, hoy por hoy, una prioridad para quienes en la Plaza de Colón, a
la sombra de la bandera y el himno, han proclamado el fin de un abuso de poder
gigantesco que ya había naufragado en Andalucía. Tienen una obligación moral
con toda esa gente que lleva votándolos siempre o que no les ha votado nunca.
Da igual, es gente noble, de cualquier posición social o cualquier punto de
nuestra geografía. Es gente que merece una respuesta ágil, contundente, tan
cohesionada como la del domingo que cambió el signo de nuestros días como
empresa colectiva en camino hacia mejores horizontes que los ya hollados.
Por lealtad, respeto y
consideración hacia esos corazones esperanzados que aguardan el 28-A con un
nudo en la garganta mientras ven corretear a sus vástagos —muchos ya nietos— por
las calles y plazas de una España que le quieren legar unida como la
recibieron, los políticos del triunvirato —sí, señora ministra, del latín tres
varones— revuelto contra la dictadura de la izquierda y los separatismos han de
guardarse sus lugares comunes, los escudos con los que se hacen la guerra entre
sí, los rancios cordones sanitarios mientras se toman un cafelito con los
castristas, y volver la mirada, por una vez —no va a haber otra— hacia la vida
común de los españoles, que son los que importan.