Intuyo que cada vuelta de tuerca
del Gobierno socialista en el avance de la irrupción regresiva sobre las
conciencias que representa la mal llamada ley de memoria histórica —ahora
también “democrática”— suscita con ahínco redoblado la pregunta interior inevitable
en cada vez más españoles maduros e independientes: ¿Cuál es la verdadera
motivación de todo esto? O lo que es lo mismo, creo que, como yo, serán muchos
los convencidos de que, una vez más, nos mienten, presas de su parcialidad. Sostengo, con otros más
autorizados que yo, que el discurso de las izquierdas lleva lustros agotado. De
hecho, ha recurrido a las alcobas, último reducto de la vida personal, para
levantar estandartes frente a sus enemigos. De ahí la batalla del género en sus
múltiples y coloristas vertientes. En el solar patrio, las izquierdas, que
marchan con el retraso histórico habitual, cuentan con el
valioso refuerzo de las guerras de nuestros antepasados. De la legítima
búsqueda de restos perdidos en fosas y cunetas para darles el honroso destino
que les corresponde —a todos, fueran cuales fueren sus adscripciones— se ha
pasado a un frentismo proactivo que convierte el pasado en futuro para evitar
que el futuro se convierta rápidamente en pasado.
Esta espiral es, además,
ilimitada, como lo es la del género, de modo que siempre será posible inventar
nuevas leyendas urbanas para mantener en forma la batalla de la deformación de
la historia, de las mentes y de la conciencia moral de las gentes. El cine y la
comunicación en general son las autopistas de este proceso perverso. Y para
ello se utiliza a nuestros padres. Sabedores de que recibimos en su día la
educación que nos dieron aquellos hombres y mujeres que vitoreaban masivamente
al Jefe del Estado y que nos alientan los valores que nos transmitieron, el gran
desafío es enfrentarnos a ellos, que cada uno de los miembros de esta
generación del “baby boom” que seremos mayoría hasta morir nos avergoncemos
primero de nuestros progenitores y odiemos más tarde la herencia espiritual que
recibimos de sus manos, los mensajes doctrinales con los que nos criamos y que
siguen moviendo nuestros actos y opiniones. Sólo de esa forma se podrá
disimular el sideral vacío que aqueja a la izquierda (y a gran parte de la
derecha), ahuyentando así el inminente peligro de que la Historia lo evidencie.
Pero no es únicamente la sequía
de oferta electoral lo que lleva a los gobernantes hasta los desvanes de un
supuesto pasado en los que desempolvar juguetes rotos del ayer. Hay algo
desoladoramente más urgente que tapar: el fracaso. Acabo de leer que uno de
cada cuatro contratos de trabajo que se firman en España tienen menos de una
semana de duración. Nuestros padres nos legaron un país en el que soñar no estaba
reñido con esperar. Pero tras la pasada por el socialismo, hoy nuestros hijos
pueden seguir soñando, sólo soñando.
Ése es el verdadero objetivo de
todo este inmenso montaje tras el que palpitan agazapados oscuros intereses
económicos de carácter multinacional para cuyo mantenimiento y fomento es
indispensable lavar periódicamente el cerebro de las masas. Y no decaerá la
guardia mientras siga ocurriendo lo que la generalidad de los medios nos
ocultan: el progresivo desgaste numérico de la afiliación que viene padeciendo
el Partido Socialista Obrero Español, promotor de esta campaña de opinión en España
y de su correspondiente encaje legislativo. Un corto pero contundente despacho
informativo del digital OK diario
aportaba recientemente el dato, que diría José María García (por cierto,
busquen en ABC la entrevista que le hizo Salvador Sostres y encontrarán
sorpresas sin cuento, sumamente esclarecedoras del panorama informativo
español). Y lo sustancial está en la bajada incesante y brutal de afiliaciones
del PSOE desde Zapatero hasta 2017: De 600.000 a 175.000. O sea, un 70 por
ciento menos de militantes de ZP a Sánchez. ¿Comprenden por qué han de echarnos
a pelear con nuestros padres? De continuar la sangría —y el mismo portal
advierte que de 2017 a hoy el partido ha perdido 12.000 miembros— en pocos años
el PSOE resultaría ser un conjunto de siglas hueco de contenido, sin programa y
sin apoyo social relevante. Y no olvidemos que Sánchez es secretario general
gracias a una consulta entre las bases de la militancia.
Claro que todo esto es así si nos
fiamos de lo que dicen los partidos. Según éstos, en España hay 1.300.000
afiliados. Pero Hacienda, que no se chupa el dedo como es sabido, ha detectado
un notable agujero negro en estas cifras: los que pagan cuotas y desgravan por
ello no pasan de 287.975. Así lo ha desvelado El Mundo en una información publicada
el pasado 16 de agosto. Tales guarismos, correspondientes a finales de 2017,
representan el 0,75 por ciento de la población mayor de 18 años.
Con esta realidad es muy
comprensible que nos quieran hacer ver lo blanco negro, aunque para ello tengan
que saltarse todas las normas de la ética universal, como por ejemplo la del
VIII Mandamiento.