Me emplazas, querido Aurelio, con sones imperiosos, a que escriba
con frecuencia en este rinconcillo del foro público, para así cultivar la
disciplina, la costumbre o lo que quiera que sea eso que nos mantiene intelectualmente
vivos. Me riñes porque mi desgana no me lleva por esa senda. Y llevas razón. Lo
haces a impulsos de nuestra camaradería de viejos escolares que ya han vivido
algunos barbechos. Hay en tus palabras cierto parecido con las de las madres
que administran consejos tiernos —los de más calado— preocupadas siempre por el
cuidado psicológico de los demás. Sí, Aurelio, es cierto que escribo poco, muy
poco. Y que eso, como las rondas, no es bueno, que a la larga hace daño y da pena. Pero es que me ocurre como al personaje aquel de los Versos del Capitán,
que vuelvo a casa cansado de ver el mundo que no cambia. Y eso sólo se cura con
la risa de una mujer.
Remueves en mí el revulsivo de la vocación: escribir es lo
mío. Muchas veces me lo he propuesto. Cuando lo hacía porque era mi trabajo
remunerado, no tenía excusas para el absentismo. Pero durante estos siete años
y medio, he experimentado un rol doloroso y desalentador: el del parado. De
acuerdo, es cierto que, como tantos, soy un parado bien indemnizado, lo cual
retira de la escena el elemento más perturbador. Puedo vivir dignamente, desde
el punto de vista material, lo cual no puede decir todo el mundo en este
desdichado país. Es cierto, además, que dispongo del tiempo, ese cuerpo extraño
en mi vida anterior de periodista sin horario. Y sin embargo… ¿quién cuenta
conmigo?
No voy a ponerme melodramático. Huyo de la histeria como de
la peste, por razones que tú y yo conocemos bien. Pero te debía una
explicación. A ti y a esos dos o tres lectores que me quedan en este blog,
último reducto de mi expresividad. Tampoco me gusta el tono subjetivo, del que
tanto se abusa. No obstante, tampoco puedo huir hacia la evasión (no la fiscal,
sino la otra, que es peor) e imaginar que todo es de color de rosa. No lo es
para mí, pero sobre todo no lo es para los millones de lectores potenciales de
cada artículo que escribo y publico aquí.
Tú y yo tenemos hijos, Aurelio. Son los hijos de los hijos del “baby boom”.
Y me he dado cuenta de que nuestros padres, que tan mal lo pasaron, eran más
felices que nosotros, y ¿por qué? Ellos vieron crecer a su descendencia —eso que
nos hace perdurables y perpetúa nuestra esperanza— proyectados hacia el futuro.
Por eso sonreían, Aurelio, no, ciertamente, por su pasado, que era tan
desgraciado como el del país que les albergaba. Ellos veían el porvenir con
deseo vibrante; iban a dejar a sus hijos un espacio vital más limpio que el que
habían recibido de sus padres. ¿Qué les vamos a dejar a los nuestros, querido
amigo? No hace falta que me respondas. Lo haré yo en un apretadísimo resumen.
Les estamos dejando un país hecho trizas, con una deuda
pública como no se conocía desde 1909 (pero entonces conservábamos, bien es
cierto que a un alto precio de sangre inocente, las últimas colonias y sus
recursos). Nuestros padres nos dejaron un país con pleno empleo. Sí, es verdad
que había mucho emigrante, pero la mayoría volvía al cabo de unos años con lo
suficiente para poner el pequeño negocio que les reportase un modus vivendi
vitalicio. Nuestros padres construyeron, trabajosamente, un sistema de
Seguridad Social que nos ha permitido ejercer nuestras carreras profesionales
sin preocuparnos por la pensión, que ahora sí está en el aire y que para
nuestros hijos será pura historia (al factor de insostenibilidad demográfica se
añade que los políticos tiran de la hucha una y otra vez). Las regiones se
dividen en dos: las que quieren irse y las que sólo velan por ellas mismas
hasta el punto de incumplir la ley. Sólo el fútbol y las verbenas atraen a un
pueblo narcotizado por una televisión degradada y degradante que lleva, al
igual que el sistema educativo, varias generaciones mintiendo y vaciando de
cultura la mente de las gentes para así hacerlas más manejables y maleables.
Podría seguir hasta aburrir. Y eso es lo que estoy, Aurelio,
aburrido. Sobre todo estoy hastiado de algo que, como bien sabes tú y los dos o
tres lectores que me quedan, siempre he percibido como la premisa trágicamente
ignorada de una convivencia respirable: el derecho a la vida. Forma parte, ya
lo sé, de una constelación de desprecios que han ido desarticulando la visión
del hombre tal y como la aprendí y la profeso: como portador de valores
eternos. Lo digo como lo siento, y a quien le pique que se rasque. Es lo que me
queda después de que los “mass media”, o mejor dicho, mi “mass media” de toda
la vida, me haya dado la espalda. Si el ser humano decide matar a sus crías,
¿en qué especie se ha convertido? Y si permanece en la contumacia de su “error”
—más bien perversión— condenando tal crimen horrendo al limbo de la
indiferencia colectiva, como ocurre en mi entorno, ¿qué sentido tiene seguir
clamando en el desierto?
Con todo, compañero de bancas y fatigas en mañanas de
exámenes sin fin, llevas razón, hay que seguir escribiendo. Podría descender a
la arena más inmediata (¿qué hay más periodístico?) y hablarte de la última
hazaña electoral colectiva de la llamada “clase política” española, compuesta
por la “casta” y la “contracasta” que es peor. De los seis meses en blanco bien
pagados para los profesionales de la cosa pública, que ahora se llevarán sus
ipads y sus indemnizaciones y a volver a intentarlo, en una nueva convocatoria
que nos volverá a costar el dinero que no tenemos porque han sido incapaces,
también, de rebajar los costes. Y todo, ¿para qué? Para seguir engrosando los
bolsillos de unos cuantos con unos fondos públicos cada vez más exhaustos,
mientras de vez en cuando un puñado de periodistas independientes —internacionales,
naturalmente— sacan a la luz informes sobre evasiones fiscales de apóstoles de
la integridad democrática y otros deudos del poder.
Sólo quería presentarte mis argumentos para pedirte
disculpas por no expresarme en tiempo y forma. Da igual, como me indicaste
ayer, que me lean o que no. Lo que vale la pena es escribir. Y la técnica —los tiempos
históricos también, desde luego— nos permite ahora el milagro de poner a disposición
de la Humanidad entera nuestros textos. Me dirás —y vuelves a dar en el blanco—
que precisamente los problemas y torceduras del género humano deben ser el
mejor acicate de un periodista para echarse a andar. Pues ya lo ves. Te acabo
de castigar con una jeremiada de campeonato. Y prometo más. Hoy, en honor a ti,
me encadeno al teclado hasta el próximo perjurio. Es broma, como ésa que me
gastas cada vez que puedes lamentando que yo haya dejado en la orfandad a unas
huestes ayunas de guía espiritual e ideológica. Vuelvo a la carga. Al fin y a
la postre, el que habla solo espera hablar a Dios un día, ¿no es eso? Y en todo
caso, siempre tendré aguardando a ese “público” ávido, incondicional y solícito
que es el papel o la pantalla en blanco.
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