miércoles, 26 de marzo de 2025

A SOLAS CON MURILLO

Nada podía hacer presagiar la tragedia que iba a desatarse días después en la casa que habitó el “sevillanista” Santiago Montoto, justo en las lindes de la Judería hispalense, una muerte entre tinieblas de quien más y mejor nos había descubierto y glosado el uso de la luz sobre el rostro de las personas y del claroscuro en la meditación mañariana sobre la muerte (los pinceles también piensan, que se lo pregunten a Valdés Leal). Algo de esa claridad esperanzada buscaba yo, en compañía de mi mujer, entre los cuadros del Museo, en el testero de un brazo del crucero en el que los frailes mercedarios elevaban sus oraciones por los cautivos. Y allí estaba, fiel y luminoso, ajeno al dolor de lo irremediable, ese rostro infantil que siempre me devuelve a los años dorados en que todo era futuro. Es —mis amigos cultos lo saben bien, y mi mujer, que iba conmigo, también— un niño mendigo. El santo fray Tomás de Villanueva acaba de depositar en el cuenco mugriento de su mano inocente y temblorosa unas monedillas. Y el chaval, de rasgos inequívocamente meridionales, ha corrido al regazo de su madre, que pide limosna sentada en el suelo y apoyada en un quicio, a mostrarle, ufano, el tesoro hallado en la caridad de la para él colosal figura talar. Sólo le falta hablar. Lo peor es que a su madre tampoco hace falta preguntarle qué siente, porque presiente el hambre inminente que acude con puntualidad animal al estómago (aquellas entrañas dobladas de huecas que hoy apenas podemos imaginar). Esas monedillas durarán poco, piensa con el gesto cuyas facciones tanto se asemejan a las de la Macarena, por entreveradas de dolor y alegría (las de la Esperanza), de alegría y dolor las que pintó Murillo para los hermanos del fraile donante.

Ese crío, con su carita resplandeciente, tan distinta de la sombría que le escucha con la mirada ausente, me convence de que no está todo perdido. La madre, de que vivimos en el alambre del equilibrio entre la ilusión y la ruina. Aquella tarde, en el Museo, mi esposa y yo vivimos un prodigio. No había nadie más allí, ni turistas ni curiosos ni amantes de la creación humana. Bueno, estaban la Inmaculada, San Francisco, la Virgen de la Servilleta, Santa Catalina de Alejandría… muchos testigos del reencuentro con el misterio supremo del arte y de la teología. Pero ningún mortal más que nosotros dos, un matrimonio en torno a la belleza. Me acordé de lo que nos contó Enrique Valdivieso sobre el poder redentor de la pintura murillesca ante los estragos de la peste de 1649, de la victoria de la estética sobre la muerte. Aquello parecía un sueño feliz sin tiempo, sin sucesos, sin mancha.

Ay…, faltaban semanas para que Enrique, seguramente el mayor conocedor de cuanto nos rodeaba, y su esposa durmieran el sueño eterno entre tinieblas de humos asesinos. La fortuna, y su envés el infortunio, rondan siempre al destino humano, arbitrarios, veleidosos, presa de melindres que nunca comprenderemos. ¿Por qué dos vidas que se amaban, tanto como los de Verona, tenían que acabar en una noche interminable respirando un aire imposible? Estuve con Enrique Valdivieso, hace cosa de un año, echando una mañana en repasar su vida ante una cámara de vídeo. Él solo, en primera persona.

(Ando coleccionando un archivo audiovisual de memorias sin límite ni valladar, que cada cual diga lo que quiera, como quiera y durante el tiempo que quiera. La finalidad es guardar el material sin intención alguna. Tan absurdo como la muerte, pero lidiando con ella, procurando burlarla con un quiebro de la técnica. Hoy podemos hacerlo. Ayer no. Pues aprovechémoslo. Llevo grabados unos quince. Son personajes que conocí en tiempos de periodismo activo y que me consta que tienen muchas cosas que contar, aunque sólo sea por sus años y porque desempeñaron papeles relevantes en diversos ámbitos, generalmente culturales, de la ciudad. Saben hacerlo. Son buenos narradores. Y la libertad de que gozan ante algo que no se va a publicar, al menos a corto plazo, les hace revelarse desinhibidos y pletóricos de vitalidad. Las ideas se les agolpan en la garganta. Seleccionan lo que les place contar, con los giros, modulaciones y gestos que les da la gana. Para mí es una gozada, pero creo que para ellos lo es todavía más. Hablan de su infancia, de su lejana familia de procedencia, de su lugar de nacimiento y crianza, de sus estudios, de personas que les marcaron y de las que guardan un recuerdo tan fiel como si acabaran de estar con ellos. Hablan de una Sevilla desaparecida, que ya sólo existe en su interior, y que resplandece con perfiles inéditos para la gente de hoy. Hasta que se cansan, me lo hacen notar, y pronuncio el simbólico “corten”.)

Cuando me despedí de Enrique Valdivieso, entre un desnudo femenino esculpido a tamaño real y vestigios de su época de hombre de teatro, la voz siempre potente del profesor que fue hasta el final me regaló un cuadro suyo, con la condición de que le enviara una foto del lugar donde lo colgara. Nunca lo hice. Después he sabido que era una costumbre suya. Las últimas palabras, en el umbral de su casa de la Borceguinería, fueron las del zagalón entusiasta que vibraba con los cromos de futbolistas: “Bueno, tenemos que hacer la segunda parte”. Tampoco hubo segunda parte. Al día siguiente de que encontrasen su cuerpo y el de Carmen sin vida en el lecho conyugal fui solo hasta allí con mi cámara y fotografié su balcón lleno de flores huérfanas y la ventana cerrada con tapaluces del despacho donde había relatado su vida, ante la misma mesa que empleara Montoto. Me invadió la misma amargura que cuando vi al pintor Amalio de cuerpo presente. Los artistas, por lo menos ellos, no deberían morirse nunca. Tengo que ir a contarle estas cosas al niño mendigo de Murillo y a su madre. Ellos comprenden esta ambivalencia que me roe. Quizás vuelva a entrar en el mismo sueño de cuando Enrique contemplaba aún la belleza y nos la explicaba magistralmente.

viernes, 28 de febrero de 2025

CAMBIO DE PARADIGMA

Escojo a propósito una palabra muy de moda hace pocos años en ámbitos autodenominados “progresistas”, aunque hoy esos mismos círculos preferirán emplear el adjetivo “reaccionario” para describir lo mismo. Serviría también aquello de “políticamente correcto” si consideramos tal cosa lo que nos impuso la dictadura del neomarxismo y sus derivados, ahora en trance de darse la vuelta como un calcetín. Pongo un ejemplo harto ilustrativo: el diario más “avanzado” y por ende proabortista del mundo, el New York Times, acaba de publicar un reportaje en el que denuncia prácticas corruptas por parte de la mayor red de negocio de “ives” conocida: Planned Parenthood. Ello implica un giro de 180 grados en la tendencia de esta trinchera por el derecho de las mujeres a acabar con la vida de sus hijos. Sigue, pues, la racha iniciada por Meta (Facebook e Instagram), tras X (Twitter) y luego nada menos que Disney, a la espera de lo que haga pronto Apple e incluso la muy vanguardista Microsoft. Todo esto, limitándonos al foco de esta reversión de inclinaciones, que está en los Estados Unidos.

Por supuesto, los cambios de orientación cultural de firmas punteras en tecnología e industria no son más que indicadores de algo mucho más profundo, de índole cultural, que es el paradigma. O el modelo, para entendernos en román paladino. La libertad como medio ambiente de cualquier clima políticamente respirable ha ganado la batalla a las corrientes “woke”, ésas que buscan ser continuación de las viejas luchas venidas del Este en tiempos de guerra fría y soterrada expansión comunista. Un pequeño esfuerzo de elevación sobre la pseudodialéctica de la España actual —que es en realidad una momia de Lenin— nos puede permitir divisar un futuro distinto, más abierto y luminoso en el que incluso sea admisible soportar sin rasgarnos las vestiduras los ridículos de un presidente. Ello sólo es posible si perforamos la costra de miopía a la que nos han acostumbrado los que viven del sistema establecido (no hablo de leyes sino de intenciones) y profundizamos un poco. ¿Tanto cuesta reconocer que el histriónico míster Trump fue el primer líder de la Casa Blanca en muchos años que no inició guerra alguna, que fue capaz de cruzar a pie la tierra de nadie coreana para encontrarse cara a cara con la encarnación de la amenaza nuclear del norte y que ha hecho posible la tregua y el canje de prisioneros y rehenes en Oriente Próximo, antes incluso de tomar posesión?

Por supuesto, los dirigentes del socialismo institucionalizado que padecemos en España y en buena parte de Europa están desplegando la artillería pesada para que sigamos sin enterarnos de eso y de otras muchas cosas, como que Rusia también tenía sus razones, todo lo criticables que se quiera, para intentar reanexionarse una parte de Ucrania. Criticables, pero no censurables. Y lo cierto es que hubo una rueda de prensa multitudinaria, bien vendida por los sucesores del KGB (del coronel Putin) de la que circuló un vídeo que —¡oh, misterio!— desapareció de la red, y en la que el poco democrático premier ruso anunció sus planes basándose en el incumplimiento de los acuerdos de Minsk. Como se esfumó otro, ligeramente anterior, en el que arengaba a sus tropas recordando lo que tan bien sabía: cómo los servicios secretos de la URSS habían minado durante décadas los principios morales de Occidente, que estaba ya en sazón para ser atacada. La USA de Biden no hizo sino favorecer la guerra proporcionando armamento y adiestramiento a una Ucrania en la que no hay elecciones libres ¿desde cuándo? Busquen, por favor, el discurso de despedida del presidente Eisenhower —uno de los generales más activos contra el III Reich— en el que pone claramente en guardia contra el “estado profundo” (deep state), alimentado por una tan tenebrosa como potente alianza entre el capital de la industria militar y ciertos burócratas de la Administración. Ahí puede estar una de las claves de la guerra de Ucrania, que tanto sufrimiento ha generado.

Los escuadrones de la dictadura inmaterial se han puesto en marcha con métodos tan viejos que datan del siglo XVIII. Bajo el manto de las garantías frente a los bulos y la “desinformación”, han desempolvado todos los mecanismos de persecución de la libertad de expresión, cercenándola desde arriba: desde la titularidad de los medios de comunicación. Han comprobado que los procedimientos solapados ya no funcionan como antes, cuando lo “políticamente correcto” lo dominaba todo. Y están pisando el acelerador, porque saben que se lo juegan todo, es decir el éxito histórico de un imperio cultural que colonizaba las conciencias desde preescolar hasta la eutanasia.

domingo, 2 de febrero de 2025

EL LADO LUMINOSO DEL XVII SEVILLANO (homenaje a don Enrique Valdivieso y su esposa)

 El profesor Enrique Valdivieso, seguramente el mayor experto vivo sobre Murillo, dio hace algunos meses, cuando los fastos apenas se esbozaban, una lección magistral de carácter casi íntimo a un grupo de gente inquieta de la ciudad en la que el pintor vino a nacer que perdura en la memoria de quienes a ella asistimos. Aquella tarde, en plena sobremesa y ante un auditorio encandilado que parecía escuchar sus palabras como si de la estantigua de San Telmo se tratase (trocada la dureza pétrea en sensibilidad a flor de piel), este talento sevillano de Valladolid pronunció un discurso a los postres, salteado de preguntas emocionadas. El maestro nos tomó de la mano e hizo que nos sintiéramos espías de Murillo. Dejó a un lado las latas de membrillo y el aburrido lenguaje de las tesis. Pero no la imaginación. Nos situó en una puerta de la Sevilla alucinada, torturada, lacerada por la epidemia de 1649. Y desde allí, fuimos siguiendo al artista por los suburbios dolientes de una población diezmada.

Valdivieso logró transportarnos, meta sempiterna de todos los contadores de historias. Se reveló como un excelente prosista improvisado, como un bardo ciego —¡él, con su mirada de vista rápida!— que concentrara mil iconos en una palabra para derrochar el verbo del arte sin clasificar. Y nos explicó el por qué de Murillo. En otras palabras sin duda, vino a decirnos: “Los sevillanos necesitaban, en ese momento histórico, alguien que los sacara de la peor pesadilla que vieron los siglos. Y encontraron a Murillo deambulando por sus calles, en busca de niños harapientos, roñosos y muertos de hambre, pero bellos como sus Inmaculadas. La pintura profana de Murillo, y también la religiosa a su manera, fueron como una operación humanitaria de rescate estético y ético. Un respiro. Él vio en aquellos hijos de Dios ávidos de misericordia, huérfanos, perdidos, andrajosos y sin más futuro que un hilo de esperanza biológica, el lado luminoso de la vida, la luz, y decidió llevarlos a los lienzos como un consuelo para tanto sufrimiento humano que le salía al encuentro. La ciudad estaba laminada, psicológicamente triturada, llorando a sus muertos noche y día. Sólo le quedaba el pincel de Murillo. Y lo aprovechó. Vaya si lo aprovechó.”
Nos quedamos boquiabiertos. Murillo, apóstol de la vida en una Sevilla atribulada, donde el olor a cadáver se mezclaba con el eco de las rogativas. Quienes llevamos media vida buceando en la historia fidedigna de la “muy noble” sabemos bien que el significado de aquella alocución breve y acerada, como una punzada de los millones que se embalsaron en la Sevilla de aquellos años, respondía sin la menor traición a lo sucedido entonces. Traigo a colación una “anécdota” (no puede ser más luctuosa pero rica para la historiografía) que hallé en un libro de actas de la hermandad de la Carretería correspondiente a aquellas fechas. Un domingo, los toneleros se reúnen, convocados por el muñidor, para elegir oficiales. En aquel ajado papel me salieron al camino un puñado de nombres anónimos. A continuación, el acta recogía los esfuerzos, sobre todo económicos, para llevar a cabo la estación de penitencia y la procesión de la Pascua de Resurrección (dos salidas en cuestión de pocos días). Pasé las páginas. Reconozco que me asaltó un temblor sordo, a solas como estaba con aquella memoria histórica que empezaba así: “En Sevilla, a 17 de abril de 1649, se juntaron los hermanos que quedaron bibos”. Sí, una semana más tarde, aquel domingo cuaresmal o tal vez de Ramos, había que volver a elegir junta de gobierno, porque la mayoría había sucumbido víctima de la bubónica. En aquel momento decidí que dicha frase encabezaría mi libro “Dios, hombres, ciudad” bajo la dedicatoria “A mis hermanos de la Carretería. Los que se fueron y los que viven”.

Ahora que se despliegan a toda prisa las velas del cuarto centenario, y que don Enrique Valdivieso habita en el relativo olvido —cruel como la peste— de su morada a dos pasos de la eterna que acoge los restos de aquellas retinas universales, es buen momento para reflexionar sobre el lado luminoso del siglo XVII sevillano, el que permitió que la ciudad se sobrepusiera a su apocalipsis, gracias, en buena medida, al mensaje que dejó en ella la pincelada del genio.

(Publicado en ABC de Sevilla el 18 de enero de 2018)

lunes, 27 de enero de 2025

EL PODER Y LA VERGÜENZA

Hemos entrado en una nueva fase cualitativa: la de la desvergüenza más absoluta por parte del poder político que, por una de esas carambolas de billar que tan a menudo —más de lo aconsejable— se dan en los gobiernos, ha recaído en el segundo partido más votado del espectro español. O al menos, eso dice Indra, a la que pronto, si no ya, habrá que añadir barra Telefónica y a su vez barra Gobierno social-comunista, con o sin apoyo separatista. Esta nueva época, la de la desvergüenza, suele ser la estación terminal en la que se apean muchos demócratas, con el consiguiente peligro para todos. El proceso es pura química: primero se abraza el poder por exclusión, es decir cuando las fuerzas ganadoras han sido incapaces de reunir el suficiente número de votos, en nuestro caso de escaños, para hacerse con las riendas. A continuación, y sin prestar ya atención alguna al grado de legitimidad que se posee, el poder se ejerce con disimulo, aunque en realidad a las bravas. Si existe algún resquicio de esperanza para los demás, se le relega primero a una oposición testimonial y luego al extrarradio de la política (PP y VOX, por ese orden).
 Y con la maestría de la izquierda occidental a la hora de manejar las mentes “colectivas”, se van forjando los preparativos para la siguiente fase, la que acabamos de pisar. La desvergüenza se da cuando se llega al más descarado nepotismo y el favoritismo o directamente el espionaje al servicio del partido alcanza a la cima de los mecanismos correctores de las desviaciones inevitables en toda comunidad humana. El poder se mueve entonces entre el abuso y la desesperación. Sabe que se encuentra en terreno pantanoso y que las arenas movedizas se lo pueden tragar si no eleva su apuesta al máximo. Y es lo que está haciendo entre nosotros. Por otra parte, y si nos desplazamos al terreno siempre pedagógico de la historia, es lo que este sector ha hecho toda la vida: crear la sensación, bien arraigada, de que ellos y sólo ellos tienen la razón y la justicia de su parte, lo cual les autoriza para llegar hasta donde les apetezca. La desvergüenza.
Sin embargo, como señalaba Churchill en otro terreno en realidad paralelo a éste, el de la guerra, primero se aferraron al poder a toda costa sin perder del todo la dignidad¸ después se quedaron sin lo que les quedaba de esta cualidad con tal de retener y ampliar el poder. Y puede que finalmente se queden sin ambos, el poder y la vergüenza, descabalgados del primero por su dependencia de los rastreros del 3 por ciento o de los tiros en la nuca y la bomba en el pecho y de la segunda por razones obvias relacionadas directamente con aquél. Si no es así, si el futuro de España está escrito con letras de sangre y corrupción irremediables, en un mundo que parece despertar al sentido común y la decencia, tendremos una nación sumida, otra vez, en el abismo.