La memoria sentimental —alguien
lo llamaría inteligencia emocional— resulta ser un arma extraordinariamente
potente y ambivalente. De una forma simplista podríamos referirnos a la
nostalgia, pero eso sería reducir a nada algo demasiado complejo, argucia por
lo demás característica de nuestro tiempo, que ha dejado muy corta a la
rebelión de las masas de Ortega, el de “no es esto”. Hay ocasiones, apenas
pretendidas, en que algo o alguien o nosotros mismos nos traslada en el tiempo
a paraísos íntimos y que creíamos perdidos, y no lo estaban tanto. Es como
cuando un equipo sanitario logra, in extremis, una “resucitación”, nueva
falacia de nuestro tiempo porque o hay muerte o no la hay. Resurrección sólo
hay una, y es patrimonio de los creyentes, gente también de otro tiempo.
Como decía, hay instantes en que,
sin saber cómo, podemos hacer un recorrido al alcance de los ojos, y casi del
olfato, por acontecimientos y lugares que hace mucho tiempo desaparecieron de
todas partes, empezando por nuestra capacidad de evocación. Hay en este
fenómeno cierto eco de la relatividad espacio-tiempo. Es de suponer que los
maestros en estas rupturas de las leyes físicas son los enfermos de Alzheimer,
entre los que quizás me cuente cuando tú, amable lector, pases tu mirada por
estas líneas. Recuerdo que una tarde, tediosa como todas las de aquel tiempo de
mi infancia, estando mi abuelo y yo ante el televisor que en ese momento emitía
un partido de baloncesto, mi viejo progenitor estalló en una salva de
interjecciones lanzadas hacia la ventanita catódica y consistentes, según la
huella que ha sobrevivido en mí al tiempo, en “¡Mira, si es Fulano, y eso es la
fábrica!”. Lo repetía maquinal y compulsivamente, queriendo hacer a los demás
cómplices de su locura, que es lo que todos intentamos hacer cuando la soledad
nos atenaza. Decían que mi abuelo chocheaba, y era el Alzheimer, pero Einstein,
Kant, Borges y algunos más le comprenderían mejor que yo y las demás personas
que le rodeábamos y le queríamos.
La otra noche, yo también me
sorprendí a mí mismo husmeando por los rincones de aquella misma infancia como
si existiera el presente perfecto, esa conjugación imposible, salvo
excepciones, que impide a la mano criminal del olvido consumar su fechoría.
Ignoro de toda ignorancia cómo vino, cómo se produjo. Pero sé que no hubo
solución de continuidad entre el asalto de aquellas formas y mi ingreso
voluntario en su reexploración. Después de tantos años —cuarenta, acaso— volví
a estar ante aquellos tablones carcomidos que formaban la puerta de la azotea.
Y desde luego, entró en mí idéntico repeluco ante lo desconocido que me pudiera
aguardar al otro lado. Era de día. Nada de subir allí entre tinieblas. Volví a
ver los haces de luz bajo aquellos flecos resecos que más semejaban greñas de anarquista clásico que hoja de
madera para acceder a la más luminosa terraza de mi ciudad. En mi reminiscencia
deliberada no la abrí, porque de haberlo hecho el chirriar de los goznes me
habría devuelto a la realidad actual. Y pasé como por ensalmo a la luz de aquel
suelo de barro formando empinadas pendientes, a los pretiles donde tantas veces
me tendí a zambullirme en cielo generoso de finales de junio, los exámenes
terminados, nadie vigilándome, el infierno allá abajo, encerrado entre las
paredes del piso, y yo arriba, sin más mediación con el Cosmos que el mismo
aire que llenaba mis pulmones.
Aquella azotea tenía vida propia,
y yo conectaba con ella a lomos de mi bicicleta plegable y pesadísima, en la
que hacía circuitos cíclicos como la Historia , vuelta a empezar como un Sísifo
horizontal y obsesivo. Era un edificio del siglo XIX que ahora está en muchos
sitios y al que en aquel tiempo todo el mundo parecía odiar movido por el afán
de lucro de la especulación inmobiliaria, de la fiebre
constructora/enriquecedora. Poco a poco, el dueño, un marqués, había ido
expulsando a los vecinos. Consiguió que fuera declarado en ruinas, y los
últimos en abandonarlo fuimos mis padres y yo, después de un extraño periplo —como
rara era mi madre, de quien partió aquel viaje a ninguna parte— que acabó con
el retorno a la misma vivienda natal de altísimos techos, goteras por doquier y
misterios sin resolver jamás.
Como digo, hoy ese inmueble de
bajo y dos plantas, situado a orillas del río grande del Sur y abierto a la
inmensidad de un horizonte inmaculado, forma parte de las fotos de
coleccionista que retratan el puente de Triana, y está ampliado a tamaño mural
en restaurantes y museos. El rencor hacia lo antiguo venció materialmente, y mi
casa cayó, pero también ella revive en esas placas fotográficas y en mi memoria
emocional.
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