Algunos no logramos reponernos del impacto que nos causan
hechos de los que son víctimas personas con las que es fácil identificarse
porque su destino podría haber sido el nuestro o —peor— el de nuestros seres
queridos. Acostumbrados al relumbrón televisivo, se nos olvida la suerte de
otros como nosotros, tan abandonados por unos Poderes Públicos que cada día más
parecen dedicados exclusivamente a devorar nuestro trabajo vía impuestos o
multas. Si ustedes utilizan el medidor de distancias de Google, podrán
comprobar que entre la Subdelegación del Gobierno en Andalucía, sita en la
torre norte de la Plaza de España sevillana, y la glorieta de Bécquer hay, en
línea recta, ochenta metros. Son los pasos que median entre la institución de
la que depende la Policía Nacional y el lugar aproximado donde apareció violada
salvajemente y asesinada una mujer de 31 años el pasado 24 de febrero. Estos
son los hechos. Los detalles están pendientes de la investigación que en un
principio parecía avanzar pero después se ha visto envuelta en cierta nebulosa.
Fue gracias a “Carmen la del Pincho” como la Policía
Científica pudo localizar, mediante el ADN, al presunto culpable del crimen.
Carmen es una empleada municipal que limpia de papeles el suelo del Parque de
María Luisa y que la mañana del macabro hallazgo tuvo la habilidad de guardar
aparte, en un contenedor y aislado en una bolsa de plástico, un pañuelo
ensangrentado y unos calzoncillos. A ochenta metros de la Subdelegación del
Gobierno y a doscientos cincuenta y siete de la Delegación del Gobierno en
Andalucía, ubicada en la torre sur.
El espantoso delito ha puesto a la luz la degradación letal
en la que se encuentra no sólo el más antiguo parque de Sevilla, donde tantas
generaciones han jugado de niño y tantas parejas se han besado por primera vez,
sino una parte de la sociedad en general, que se vale de Internet para
convertir estos pulmones en lupanares donde todo vicio —especialmente los más
nefandos— tiene su asiento. Hechos como éste, acontecido a ochenta metros de la
sede donde radica la autoridad democrática, me recuerdan la última frase
pública del ex ministro Ruiz Gallardón. Participaba el chivo expiatorio de los
fracasos gubernamentales del PP —el mismo que gobierna en las torres de la
Plaza de España— en una mesa redonda organizada por el CEU y alguien le
preguntó si su cese era consecuencia de un calculado análisis electoralista
promovido por el célebre gurú del partido. Su única respuesta fue pronunciar
dos palabras: “¡Qué asco!”.
Había pagado el ministro con su cartera y su carrera
política la tímida apuesta por la vida que pretendía mitigar la muerte diaria
de trescientas personas a manos de otras en el vientre de sus madres y con
todas las bendiciones legales. Las muertes violentas son todas iguales. Y
cuando la indiferencia se adueña de las mentes, masivamente teledirigidas, los
horrores más atroces pueden suceder a ochenta pasos del Poder.
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