Hoy es un día muy especial para
Su Santidad, y no sólo porque la Iglesia celebre la vigilia de la Pascua de
Resurrección, acontecimiento central y único de su calendario litúrgico, sino
porque dentro de unas horas hará noventa años que Su Santidad vino al mundo. Le trajo la hija de
una madre soltera, con quien casó su abuelo de usted cuando ya tenían dos hijos
y vivían juntos. Lo hizo con la cabeza muy alta, aunque no tanto como si
hubiera sabido quién había de ser su nieto Joseph.
La sombra de los pontífices es
alargada, pues han mirado de frente a la luz del Evangelio sin darle jamás la
espalda, dejándose deslumbrar y a veces cegar por el resplandor. Los que hemos
venido detrás nos hemos cobijado bajo esa proyección de sus figuras. El repaso
de sus textos gana con el tiempo y adquiere esa extraña intemporalidad que los
hace señeros. Pocos saben que el teólogo Ratzinger fue el autor de la
conferencia que imprimió el giro definitivo al Concilio Vaticano II. Su tocayo
el cardenal Frings, alemán como él, había sido invitado a pronunciarla en
Génova el 19 de noviembre de 1961. Había escuchado una charla del teólogo, y le
pidió que le preparase el discurso. Hasta entonces, los esquemas que seguía el
Concilio eran demasiado rígidos y deudores del pasado. La Curia estaba tras
ellos. La alocución de aquel día se titulaba “El Concilio y el mundo
intelectual moderno”. Poco después,
estando Frings en Roma para asistir a los preparativos del último concilio
ecuménico, el Papa Juan le mandó llamar. Él creía que era para reconvenirle
tras lo leído en Génova. Pero se trataba de todo lo contrario: “Debo darle las
gracias. Leí anoche su discurso. ¡Qué feliz coincidencia de pensamiento!”.
Ratzinger, desde su cátedra en Bonn, había cambiado el rumbo de la Historia.
Después, ya se sabe lo que
ocurrió, aunque los españoles lo vamos sabiendo con retraso. Su primer
aldabonazo lo dio el 18 de junio de 1965 ante los estudiantes católicos de la
Universidad de Münster, al afirmar que muchos empezaban a “preguntarse si las
cosas no estaban mejor bajo el gobierno de los llamados conservadores de lo que
pueden estar bajo el dominio del progresismo”. Y es que —esto también lo vamos
descubriendo los españoles con retraso— el peor enemigo del progreso suele ser
el progresismo.
Tras una existencia castigada por
la agitación —esa hija ilegítima tuvo que buscar, al igual que su marido, un
certificado de raza aria para no dar con sus huesos en el infierno en vida—,
ahora disfruta de un anticipo celestial: la realización su sueño, consistente
en retirarse a meditar, leer y escribir. Pero como ninguna felicidad es
perfecta aquí abajo, la falta de visión, que desde hace muchos años es completa
en un ojo, le obliga a una última renuncia.
No está mal, Santidad: nacido de
padres pobres (madre rigurosa y padre bondadoso, que le inventaba fábulas de
novela rosa, ya jubilado, mientras paseaban juntos), logró estudiar a fondo la
teología católica y otras muchas, fue perito del Concilio, más tarde arzobispo
de Mùnich y Frisinga nombrado por Pablo VI, hasta que su mentor el santo Papa
polaco le puso a guardar la Doctrina de la Fe (como los dominicos, canes
Domini). Y ahí, veinticuatro largos y pesarosos años en los que la progresía
mundial —intra y extraeclesiástica— hizo todo lo posible por hacerle vida
imposible. Sólo que el Espíritu Santo sopla donde quiere, y le puso la sotana
blanca en la que aguantó hasta que las fuerzas no dieron más de sí y comunicó
al mundo —en latín, para que sólo se enterasen los escogidos, entre ellos la
periodista que lo dio a conocer como primicia— su renuncia.
Fue encantador verle celebrar el
cumpleaños anterior con una jarra de cerveza en las manos y en compañía de un
grupo de paisanos, a las puertas del pequeño monasterio vaticano donde apura
sus años.
Quiero terminar con sus mismas
palabras, recogidas por el periodista Peter Seewald, que tan bien ha seguido
sus pasos junto a usted. (Benedicto XVI es hombre de Prensa, ahí está su
Informe sobre la Fe, con Messori, aunque no conserve buenos recuerdos de los
profesionales malvados, que haberlo haylos y son legión.) Respondía a la gran
pregunta de si sentía remordimientos por las tergiversaciones que se habían
hecho, en especial por parte de “su” Iglesia alemana, del Concilio en el que él
tan activamente había participado. Y respondía el Papa emérito: “Uno sí que se pregunta si lo ha hecho
bien. En especial cuando el conjunto se salió de quicio en tan gran medida, esa
fue una pregunta que ciertamente me planteaba. El cardenal Frings sintió
después remordimientos muy intensos. Pero yo siempre tuve la conciencia de que cuanto
de hecho habíamos dicho y conseguido sacar adelante era correcto y además debía
acaecer. En sí, actuamos correctamente, aunque sin duda no previmos bien las
consecuencias políticas y las repercusiones fácticas. Se pensó en exceso en lo
teológico y no se reflexionó sobre la repercusión que tendrían estas
decisiones.”
Me sumo a la felicitación del articulista. Todavía nos falta perspectiva para valorar la importancia de la obra teológica de Ratzinger, de la dirección del Dicasterio de la Doctrina de la Fe y de su papado en coyuntura tan díficil como la del Concilio Vaticano II y posconcilio. Muy interesantes y, creo que muy poco conocidos, los datos que aporta el articulista sobre el papel primordial que desempeñó en la orientación de tan importante Concilio.
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