Con el golpe catalán hemos
llegado al fondo de la demagogia autonomista y con el “análisis crítico
colectivo” de la sentencia sobre “La Manada” al de la demagogia antijurídica.
Entrambos, el país ha quedado sumido en un peligrosísimo estado de “disolución”,
para utilizar la expresión de un juez fuera de servicio. Si a ello añadimos los
entrebastidores del caso Cifuentes —la sustancia apenas tiene valor— y fenómenos
sedicentes como el “rescate” de un detenido en unas urgencias hospitalarias de
manos de sus custodios policiales por una banda de forajidos, hasta un niño del
sistema educativo socialista colegiría que esto se va a pique.
La demagogia, suplantadora de la
democracia, ha hecho tanto daño a la sociedad española que, efectivamente, ya
no la conoce ni la madre que la parió. Y sigue infligiéndolo, como se acaba de
ver con la subida desaforada de las pensiones aplicándole a las grandes
multinacionales norteamericanas impuestos especiales que se traducirán —para seguir
las ideas antaño neoliberales del Partido Popular— en más paro. Como la popa
amenaza hundirse de puro peso, se pasa lastre a la proa, así el barco naufraga por igual. ¡Qué
inteligencia la de estos gobernantes amedrentados por la calle!
La calle —algunas calles, porque
otras, la mayoría, siguen una vida más bien gris o simplemente tranquila— ha sido
siempre la gran palanca de la demagogia. Se acaba de comprobar en los fastos
conmemorativos de la revolución sovietizante de París, con banderas de la URSS
incluidas. La diferencia entre las demagogias triunfantes y las auténticas
democracias estriba en la reacción de la llamada “clase política”,
principalmente de los gobernantes. Cuando quien quiera que fuese atentó en
Madrid el 11 de marzo de 2004, Alfredo Pérez Rubalcaba aprovechó la tarde de la
“jornada de reflexión” para arremeter en rueda de prensa improvisada contra el
Gobierno porque “mentía”, mientras en la calle Génova y en otras trescientas
sedes del PP se congregaba una multitud silenciosa con cartelitos en la misma
línea. El vuelco electoral estaba servido.
Ahora, ha sido primero Cataluña y
después las huestes de lo políticamente correcto —es decir, de la demagogia
rampante— los que han puesto contra las cuerdas a la democracia, encarnada en
lo único que nos defiende ante la injusticia: la seguridad jurídica por la que
velan, no infaliblemente, los tribunales. Como me decía el antedicho juez, “hay
compañeros con los que no iría ni a tomarme un café, y otros con los que iría
al fin del mundo, pero la alternativa a la Justicia es mucho peor”. Así es,
aunque a juzgar por “la calle”, la totalidad de los políticos con voz pública y
la casi unanimidad de los medios, lo que hoy manda es, lisa y llanamente, la
demagogia de la ciudad sin ley. Jueces y fiscales son hoy por hoy en España el
Gary Cooper solo ante el peligro de la Ley de Lynch. La sentencia que ha
suscitado más pasiones que el paso de la Macarena una Madrugá tiene 371 folios.
De ellos, 237 corresponden al voto particular del juez que pedía la absolución,
el pim pam pum de “la calle”, los políticos y los medios. Es de suponer, por la
seguridad en sí mismos que estos tres sectores muestran, sin dejar ni la menor
fisura a la duda, que todo el mundo en general se ha leído el documento en
cuestión, lo ha estudiado, valiéndose de sesudos manuales para interpretar la
Ley, surgida, por cierto, de “la calle”, la Prensa y los partidos.
Es aquí donde tenemos,
forzosamente, que llegar, a la partitocracia, que todo lo maneja, también al
Poder Judicial y que antes de dar medio paso mira qué cara ponen los gurús
internos para medirlo todo en votos. Comoquiera que llevamos más de treinta
años de meticulosa deseducación de las masas rebeladas, tenemos que a la falta
de formación para la democracia padecida a la hora de la transición y que sólo
una sólida mesocracia ha podido amortiguar, se une una desoladora carencia de
valores que hace girar la alta política en torno a dos botes de crema antienvejecimiento
mientras nadie se pregunta siquiera cómo es posible que una universidad
falsifique firmas como quien dice “es la hora” y se va.
Aunque donde la demagogia llega
al paroxismo es en la conducta de los gobernantes “conservadores”. Las palabras
del ministro de Justicia, que por primera vez “en democracia” han dado lugar a
la petición unánime de dimisión o destitución por parte de todas, absolutamente
todas las asociaciones de jueces y fiscales marcan, probablemente, el momento
más bajo de la democrademagogia española. El choque de trenes entre la
Judicatura y el Gobierno (instigado por el arco parlamentario en general) es,
ni más ni menos, que la colisión frontal entre la democracia, eso que debería
haberse mantenido en octubre de 1982, y la demagogia, nociva, tóxica,
desestabilizadora y a menudo letal para cualquier país. El jardín en el que se
ha metido el sucesor de Gallardón (y número dos de su Ministerio) tiene muy
difícil vuelta atrás. Es más, aún en el supuesto de que consigan cambiar la Ley
sin empeorarla —cosa que dudo— nada podría obligar a su aplicación retroactiva en
la sentencia de “La Manada”. Los recursos seguirán su camino con arreglo a la
legislación vigente cuando sucedieron los hechos. Y en este asunto, las cosas
están mucho más claras que en el famoso y malhadado affaire zapaterista en
torno a la “doctrina Parot”. O sea, que si el supuesto escándalo llega a
Estrasburgo, debería dimitir/remitir la agitación de la clase política en
general, la Prensa y “la calle”.
Quiero tener, finalmente, un
recuerdo para el ex jefe de Catalá, el único ministro que le ha tosido a Rajoy
y ha dado una inmensa lección de honradez política y personal al dimitir la
tarde del mismo día que el presidente le desautorizó en la reforma de la Ley
Aído que consagraba, así por las buenas, el aborto como derecho. Alberto Ruiz Gallardón
convocó una rueda de prensa en el Ministerio para primera hora de la tarde. En
ella afloró el mejor Gallardón, su padre. Como en las últimas palabras públicas
de Cifuentes ha aflorado la mejor Cifuentes, su padre el general. No logro
encontrar en Internet aquel discurso memorable, por lo que agradeceré a
cualquier alma caritativa que me pueda ayudar su generosidad. Pero la impresión
la guardo en mi memoria histórica personal como el último vestigio de político
admirable que ha dado el renqueante sistema que tenemos.
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