martes, 19 de marzo de 2019

DEL PUNTILLERO A LA METAMORFOSIS


De niño, cuando aparecía en aquel viejo Telefunken la imagen gris y negra del puntillero, no podía evitar apretar los dientes y arrugar el rostro. Mientras la plaza se caía en ovaciones y el diestro miraba a la presidencia, el puntillero cumplía con su obligación de verdugo o de oficial que descarga el tiro de gracia sobre la nuca de la bestia vencida. Hay suertes en la Fiesta Nacional que llenan de música el ambiente: un lote de capotazos valientes, un juego de muñecas con pericia a la muleta o un quite a tiempo justo de evitar la tragedia. Hay otros que anuncian al puntillero o mucho peor: al reguero de sangre en el callejón camino de la enfermería.
A España hay quien anda empeñado en darle la puntilla. O la estocada mortal de la suerte suprema. Hubo alguien que asistió hierático a la faena, desde la barrera, para a continuación salir sin ser notado antes de que el toro doblara. Y eso que era el empresario. A él también podríamos anotarle algo del oficio de puntillero. Aunque a decir verdad, quien mejor ha representado ese papel es el espontáneo que se ha echado a la arena sin estar en el cartel. Si por ambos fuera, España sería hoy cenizas.
Pero en esto del ruedo ibérico también se producen metamorfosis. Cuando la tarde parecía acabar en debacle, en frustración y desgarro, surgen oportunidades nuevas, y asoman cabezas que parecían no existir en el horizonte. En el preciso instante en que el puntillero se disponía a clavar en el morrillo bravo su aguijón frío, el animal moribundo, criado en libertades, se iza, ahuyenta a sus enemigos y vuelve a buscar el trapo, nostálgico de la dehesa.
Es la metamorfosis de una España pertinaz en ser ella misma desde Hispania hasta el noble futuro que nos aguarda, si lo merecemos. A un costado de la estación y las vías del ferrocarril cordobés se pueden contemplar, desde fuera y a través de una malla metálica, las ruinas del yacimiento de Cercadilla, sacrificado por el AVE. En un artículo anterior he hablado de este episodio tan poco memorable. Abandonado hoy, pese a estar señalizado y mostrar catas aquí y allá, es posible rastrear unos restos que arrancan de los tetrarcas imperiales romanos —fueron los palacios de Maximiano— para seguir los pasos de la decadencia y ser después la sede episcopal católica. En total, seis siglos de presencia allí de lo más selecto de la cultura occidental. ¿Y por qué allí? Porque a su lado pasa la vía augusta, que ponía en comunicación el lugar con Roma. Después, la invasión islámica relegaría aquel terreno a refugio de la población cristiana, finalmente dispersa. Aquello pasó a ser necrópolis primero y muladar  después, hasta que los túneles del AVE se dieron de bruces con el enterrado criptopórtico de un palacio imperial único en el mundo, atravesándolo por la mitad.
Pero allí están las piedras que dan fe de que el solar hispano ha estado siempre en el corazón de la cultura europea, porque siempre se negó a desaparecer. Tras la veladura de la extinción, España se autorregenera y encuentra, sistemáticamente, el camino de su metamorfosis.

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