Ocurrió inesperadamente, a modo
de sorpresa desconcertante que perfora las murallas del distanciamiento
convencional al que nos vemos abocados cuando subimos a un autobús urbano. Nos
acaece en tal circunstancia que entramos en una especie de programación deshumanizada,
como si fuéramos en realidad un apéndice de la tarjeta que acabamos de pasar
por el lector interpuesto entre la persona que conduce y la usuaria del
servicio.
Uno sube a esta nube andante,
este caballo de Troya que traquetea entre frenazos y arrancadas y queda como
suspenso buscando con la mirada el paisaje de fuera. Pero a veces, dentro
suceden cosas más agitadoras que al otro lado de la ventanilla. Como por
ejemplo ésta de que les hablo. El vehículo en el que viajábamos sufrió una
avería que nos obligó a bajar de él para tomar otro estacionado detrás. Los
pasajeros fuimos trasladándonos ordenadamente. La refrigeración interior
invitaba a refugiarse dentro. Acomodados en nuestros asientos los que pudimos,
cada cual volvió a sus rutinarias dispersiones interiores, confiados en que
nuestro “pastor” nos llevaría por caminos seguros hasta nuestro destino,
convenientemente anunciado por la grabación ambiental.
Todo parecía haber vuelto al
orden establecido, cuando algo cambió mi percepción de las cosas y, según supe
después, también la de otros. Fue la figura de una mujer joven y rellenita de
carnes que sostenía en sus brazos el cuerpo de un niño como de dos años de
edad. El acelerón del bus le hizo perder la estabilidad, aunque algo surgió en
ella entonces que le afianzo contra todo pronóstico mientras una voz
desacompasada gritó “¡espere!”, sin éxito. El movimiento visual y el sonido
gutural atrajeron la atención de muchos. Fue en ese momento cuando pude ver el
rostro de aquel niño cuyos ojos azules se posaban en la nada a la que le
obligaba la falta de fuerzas que su cuerpo padecía. La cabeza, floja, le
colgaba del cuello. Su madre se valía de cada fibra de su físico para evitar
que ambos fueran al suelo. Y lo consiguió. Se clavó en el asiento amortiguando
con sus brazos el cimbronazo en el inmóvil perfil del infante. Todo se
asemejaba a una Piedad. Sólo que el respeto del pueblo cristiano nunca nos ha
legado una representación de la Virgen con el Hijo yerto en sus brazos en la
que besara su cabeza como lo hacía esta mujer del autobús. Sin parar, unos
besos suaves, cuidadosos, acompañados de caricias con los labios,
establecedores de un cordón umbilical invisible pero poderoso, que enseguida
relajaron manifiestamente a aquella criatura cuyo campo visual, si lo tenía,
seguía siendo el que marcaba la despótica ley de la gravedad.
Siguió besándole durante todo el
trayecto, una vez que conectó un cable que debía ser la otra necesidad de
comunicación a la que permanecía atado ese niño de forma continua. La primera —claro
está— era el cariño de su madre, copiosamente administrado. Subió una pareja
joven con una recién nacida en un cochecito. Pronto empezó a llorar
estruendosamente. Parecía increíble que de aquel menudo cuerpo saliera tan caudaloso
torrente. Sus inexpertos padres le atendieron azoradamente, con avidez. Observé
que la “Piedad” había caído en la cuenta de mi insistente espionaje y llevé mis
ojos de voyeur a la otra escena. Me
apeé en mi parada y dejé “arriba” a ambas imágenes de la Vida, restallante la
una, dolorosa la otra. Tan distintas, tan unidas por un mismo fenómeno, que
mueve el mundo: el amor, con su dobladillo de inevitable pena, en este caso
piadoso. Evoco la escena y resuenan en mí algunas meditaciones de Marco Aurelio,
de indudable estirpe senequista, tan española y andaluza. Frente a tanta ignominia
instalada en la alta y en la baja políticas, tanta soberbia, tan fatuo
desprecio de la maternidad, aquella mujer iba por el mundo, a lomos de un
autobús, soportando las sacudidas con una sonrisa imperturbable en su rostro, generador
de ternura, por si la mirada de su hijo, errática y gobernada por las atroces
circunstancias, se encontraba con la suya, que le había transmitido la
existencia.
Y sí, creo que los defensores del
aborto deberían subir cada día a ese autobús.