Queridos obispos españoles:
Para un católico convencido, en
general, resulta siempre difícil, incluso doloroso, escribir contra el parecer
de los obispos. Pero como hasta Pedro traicionó a su Señor, creo que no sólo es
lícito sino moralmente obligado levantar la voz cuando uno ve que algunos de
sus sucesores están tropezando con la misma piedra. Llevan ustedes demasiado
tiempo contemporizando con el poder, sea éste el nacido de una guerra civil o
el contrario, a su debido tiempo. No voy a remontarme a las muchas razones que
les asistían en el primer caso, tras el martirio de ocho mil religiosos, entre
ellos muchos prelados, cuyos pormenores enumeró en su momento el añorado obispo
Antonio Montero. Más problemático es opinar sobre el alineamiento con
corrientes poco compatibles con la fe durante los años que siguieron al mayo
del 68, aunque aquí también es posible la disculpa si nos atenemos a la
restricción de libertades vigente. Hoy contrasta demasiado el giro producido
con el Vaticano II cuando sólo unos años antes la Iglesia española ejercía, por
cesión del Estado, la censura cinematográfica con más que dudosa coherencia y
hasta puso al borde de la dimisión a un floreciente Félix Rodríguez de la
Fuente en TVE, esto último cuando el Concilio llevaba ya muchos años
clausurado.
Después llegaron los años de los
curas separatistas y hasta filoterroristas, pasando por el uso de una mesa de
altar como escondrijo de armamento y hasta llegar al triste episodio, nunca
condenado por la jerarquía, del arcipreste de Irún, cómplice de la huida de los
asesinos de varios policías nacionales en Santander cuando sus cadáveres aún no
se habían enfriado. La tibieza y pusilanimidad de monseñor Setién, por ejemplo,
siguen estando unidas al recuerdo de las víctimas del terrorismo etarra. Son
cosas que un ser humano con sangre en las venas no puede evitar. Y un
cristiano, menos.
Ahora, la tentación
colaboracionista viene del primer intento serio de secesión que hemos sufrido
los españoles en la etapa democrática: el empeño independentista catalán. En el
2017 sólo fueron los obispos de
Cataluña, tras una carta de cuatrocientos curas y a través de una inexistente
conferencia episcopal propia, quienes se pronunciaron a favor del referéndum
ilegal y sus consecuencias. Pero entonces, al menos, la Conferencia Episcopal
Española, que sí existe, digamos que estuvo en su sitio, que era en la defensa
del valor cristiano que a lo largo de los siglos ha demostrado encarnar la
unidad nacional. Una unidad que viene del reino visigodo, como refleja el mismo
San Isidoro, que se interrumpe durante el dominio musulmán de Al Andalus, pero
que renace con fuerza mediante la Reconquista, desde las Navas de Tolosa,
batalla con un obispo al frente, hasta la toma de Granada y cierra España por
unos reyes que pasaron a la Historia como católicos. Por algo sería.
Se me repondrá que de eso hace
mucho tiempo, demasiado. ¿Y de Jesús de Nazaret cuánto hace? La consolidación
de una entidad nacional no es sólo obra de las armas, que también. Éstas se
encuentran casi siempre al principio; inmediatamente comienza un proceso de paz
que no acaba nunca… a no ser que se destruya la nación misma, troceándola. Para
constituir una Cataluña independiente, señores obispos, hay que destruir una
España construida lenta y trabajosamente con muchas generaciones de hombres y
mujeres que han dado sus vidas por ella. Gentes que han vertido su sangre, como
esos policías de Santander, o que han madrugado desde niños hasta su último
aliento para ganarse el pan y podérselo ofrecer a sus hijos. Pan imposible sin
una palabra que se le parece mucho: paz.
Y aquí quería llegar, reverendos monseñores.
Un reino de paz, es decir, evangélico, no se edifica sobre el diálogo, como
dicen los obispos catalanes y secundan los demás españoles, salvo el de Oviedo,
justo es reconocerlo. Cuando ya existe, desde tanto tiempo, una base sobre la
que desarrollar el amor y la justicia que el Redentor predica ¿a qué desarmarla
para dejar sin patria común e indivisible a sus hijos? ¿Qué sentido cristiano
tiene fomentar la discordia que supone deconstruir una sociedad trabada porque
dentro de ella hay quien sueña con otras más pequeñas, resultado inevitable de
lo cual es la ruptura de lazos mayores y la tribalización bajo la sombra
cainita del egoísmo de grupo de las comunidades humanas? Ustedes parecen
olvidar que la paz es precisamente lo que el Parlamento de Cataluña dinamitó
los días 6 y 7 de septiembre de 2017. Existía, mejor o peor, una paz que
permitía la convivencia entre las dos cataluñas y en el resto de la Nación
española. Ustedes vieron cómo un presidente del Gobierno de España decía
aquello de que el concepto de nación era algo discutido y discutible. La
española, claro, no la catalana. Y no abrieron la boca. Ustedes asistieron al
derrumbamiento del edificio, ya muy cuarteado, de una unidad nacional que había
permitido la paz hasta entonces porque, ilustres prelados, sin unidad nacional
no hay paz. No puede haberla. La división introducida en Cataluña es una
peligrosísima amenaza para la paz de España, y ustedes sólo hablan de diálogo
con quienes día sí y otro también aseguran que volverán a hacerlo, que no se
arrepienten de nada y que no cejarán hasta que Cataluña sea independiente
mediante un referéndum de autodeterminación, que sólo han tenido las colonias
reconocidas como tales por una potencia extranjera.
La paz hay que sembrarla. No
basta con sentarse a negociar. Eso vale para pactar con el Gobierno la equis de
la Renta o las exenciones fiscales. Pero con la unidad de una nación en la que
ustedes han tenido siempre una intervención sobresaliente, no se puede
trapichear, porque el precio es precisamente la paz, pero no de cuatro millones
de personas solamente, sino de muchos más que asisten al toma y daca de un
presidente por accidente rehén de aquellos que, al parecer, también han atrapado
en sus celadas a los pastores del pueblo cristiano español.