Referirse a la vida interior de un gran poeta es un pleonasmo, así que no seré yo quien ose glosar el inmenso mundo espiritual de Aquilino Duque, siempre sobrenadando en los procelosos mares que surcan las tres naves de nuestra Historia: La mismidad del ser (o sea, la búsqueda de la belleza), el dolor de España y el salto a la trascendencia. Éste último lo acaba de dar nuestro monacal intelectual desde el torreón biblioteca de su Viñamarina, bajo la luz prístina del Aljarafe sevillano hasta la otra Luz, divina, eterna y verdadera.
Hace muchos años ya que
entrevisté para el ABC sevillano a un Aquilino Duque hospitalario, que gustaba
de recibir en dicha biblioteca presidida por el Premio Nacional de Literatura
(“El mono azul”, 1974) sobre el pedestal de una mesa camilla. Con su ternura
huidiza de lo melifluo, don Aquilino me contó en aquella ocasión (primero y
último de nuestros encuentros en vivo) que él soñaba con una Vida Eterna que
fuera como ésta pero sin fin, y así se lo pedía a Dios. Tal era su experiencia
vital de hombre feliz con su familia, sus amigos —Alberti entre los más
cultivados— y sus principios, vertidos magistralmente en lo que Octavio Paz,
otro de sus dilectos, tituló “el signo y el garabato”. Es decir, la palabra.
La última de esas naves, que es
la primera, se ha llevado a Aquilino Duque, y yo quiero dejar aquí una huella
suya que me parece tan conmovedora como la que más. El pasado mes de agosto,
este diario me publicó mi primer artículo aquí: “Dos santas de la cruz”. En él
hablaba de Teresa Benita de la Cruz (en el mundo, Edith Stein) y de Sor Ángela
de la Cruz, ambas unidas por un mismo estilo que tenía mucho de carmelitano.
Pues bien, en cuanto difundí el artículo en cuestión, recibí una respuesta de
Aquilino Duque en la que con el sabor escueto y certero que caracterizaba su
verbo, me decía lo siguiente: “Gracias.
Perfecto. Espero con él dar una alegría a mis hijas monjas, a quienes se lo
remito. Aquilino.” Era el 17 de agosto. Un mes justo más tarde, el gran
Aquilino Duque entraba en una agonía de doce horas.
El pasado jueves, sus hijas
monjas estaban cantando (como los ángeles, claro, aunque desde la noche de
Belén no se sabe de nadie que haya escuchado a los ángeles cantar, pero sus
voces deben de sonar de modo muy parecido) en la iglesia alfonsí y trianera de
Santa Ana, ante el cofre que contenía las cenizas de Aquilino Duque. Éste es mi
modesto tributo a un hombre que siempre me trató, sin interés alguno, con una
exquisita delicadeza y que en todo caso defendió con la espada de su pluma unos
valores que hoy, tras lo más espeso de la noche, parecen alborear gracias,
entre otros, a su gran persona.