Contaban los veteranos de Sevilla
que allá por la incipiente posguerra hubo un carbonero en la muy trianera calle
Castilla —paradojas del lugar— que surtía con el género que podía al vecindario
al que aún quedaban cupones en la cartilla de racionamiento. En aquella época,
el carbón era tan indispensable como el escaso alimento que se preparaba en las cocinas económicas o en los fogones de los hogares. Una mañana, cuando
los clientes se encaminaron a la carbonería se la encontraron cerrada. Un
aviso, escueto y elocuente, rezaba así: “Se acabó el carbón. Segundo Año Triunfal”.
Nuestro carbonero se la jugó sin
duda, pero al igual que La Codorniz con su antológica portada (“En España reina
un fresco general procedente de Galicia”), fue lo suficientemente inteligente
como para redactar de forma que resultara intocable. La verdad nos hace libres,
entonces como ahora, y en todo caso lo incuestionable del asunto es que aquel
silogismo estaba formado por dos términos irrefutables: el carbón se había
agotado y aquél era, oficialmente, el II Año Triunfal. Ignoro cómo se las
apañarían los trianeros —sobre todo las trianeras— para dar de comer a su plebe
aquel día. Posiblemente la dieta en aquel momento admitiría cualquier sucedáneo
alternativo a una cocina caliente.
Salvando las distancias, que
nuestros gobernantes se empeñan en acortar, todo parece indicar que volvemos a
un ciclo de consumo energético obligadamente menguante, precisamente cuando
alcanzan su clímax otras políticas de proclamas. Nos obligan a poner las
lavadoras de madrugada, a privarnos de hacer con el coche los mismos kilómetros
que antes de la pandemia, a rehacer las cuentas tachando gastos a los que la
sociedad de consumo y el estado del bienestar nos tenían acostumbrados. Al
mismo tiempo, se sacan de la manga derechos de colectivos que como tales no
pueden ejercerlos, ya sean territoriales o libidinosos, se transforman la
escuela y las universidades en centros de adoctrinamiento progresista y se
riega de millones a oenegés cuya titularidad última y financiación se pierde en
un entramado que casi siempre tiene su origen entre los nombres más poderosos
de la economía mundial. Se busca machismo hasta en los dibujos animados de
mayor arraigo entre los niños (y las niñas), se persigue a famosos ricos por
acusaciones sin carga de prueba y sólo porque lo manda la agenda progre que ya
encontró hace tiempo en la guerra de sexos un buen reemplazo para la extinta
lucha de clases. Por supuesto, el medio ambiente y los animales gozan de más
protección que el ser humano, al que se condena a muerte en el claustro materno
sin que haya una sola organización pro derechos humanos que ose elevar la menor
sombra de protesta. El mundo se ha vuelto muy progresista, pero los talibanes
vuelven a ocupar sus puestos de antaño, ahora en las torretas de los blindados
norteamericanos porque Occidente, tan progresista él, ha salido de allí por
patas, con el comandante Biden a la cabeza.
Así las cosas, tal vez debamos ir
pensando en desempolvar las velas. Lástima que la cerería del Salvador, que era tradicional abastecedora de cabos, ya no esté donde se mantuvo durante un siglo
chispa más o menos. Las llamitas cedieron a los leds, que son más limpios,
salvo en el mundo de las cofradías, pero como éstas han sido barridas por el
virus chino…
A la luz íntima de las velas todo
será más natural, más respetuoso del medio, hasta que a alguna voz ociosa de la
extrema izquierda bien patrocinada le dé por defender a las abejas, pobres
hembras ellas sometidas al heteropatriarcado de los abejorros. A lo mejor entonces
tenemos que volver a las nucleares. Francia tiene sesenta a pleno rendimiento.
No sé qué opinaría de ello la Conferencia de París.
(Publicado también en Sevilla Info)
Finísimo a la vez que contundente análisis del momento que estamos viviendo. Gracias, don Ángel, por deleitarnos con sus artículos.
ResponderEliminarSensacional artículo.
ResponderEliminar