Dos años sin tenerte amurallando la Catedral con tu procesión escoltada por vencejos y primillas. Como un mal sueño, nuestras vidas contarán ya para siempre, hasta que veamos tu rostro sonreír por los siglos de los siglos, con dos procesiones menos de aquélla por quien reinan los reyes. Las manos pudorosas de las otras vírgenes, las hermanas de la Cruz, han vuelto a cruzar el agosto sevillano con tu ropa de Reina, para ponerte guapa, como te quiere ver Sevilla desde que San Fernando te trajera, de brazos de San Luis su primo, una vez que los ángeles terminaron su tarea y las gubias celestiales abandonaron su labor en el punto culminante, a las puertas de la perfección, que sólo incumbe a Dios.
Tras esta privación que ha sido como
una cuaresma de dos docenas de meses, sólo rota, de manera fugaz, para
conmemorar los setenta y cinco años de tu patronazgo, María Santísima de los
Reyes, vuelves a asomar a la plaza que lleva tu nombre a las ocho de la mañana,
que, como cantaba el Pali, “es la hora que sale mi soberana”. Volverás a bailar
en las cuatro esquinas del primer templo como queriendo abarcar a la ciudad
toda, como los cuatro vientos del Giraldillo —en realidad Giraldilla— cuando daba
vueltas sobre sí. Tus cuatro macizos de nardos volverán a estallar jubilosos y
albos, inundándolo todo de aroma inconfundible a verano que declina. Cuatro
posas (giros) y cuatro fuentes de mantecosa miel subiéndote como ayudas de los
costaleros de Bejarano al cielo con ella, igualito que los dos brotes que
asoman —otras fechas, otras flores— en las esquinas delanteras del palio de la
Esperanza.
Este mayo de agosto eres asunta
porque tu Hijo así lo quiso. Vuelves a Él, ahora la Madre al seno del Hijo en
el Padre que todo lo puede. Anda, misterio… Y contigo, Sevilla sube también, y
nuestros corazones, ya ajados por el calor, rejuvenecen, fieles a la cita, como
los peregrinos de los pueblos de la Diócesis, que hacen su camino andando para
subir contigo. Todos los prodigios de Sevilla se aceleran, como nuestros
corazones, cuando la mañana fresca de agosto marque la hora cero de las
devociones de Sevilla. Tú eres la que nunca falla, decía mi padre. La otra
tarde, en la novena, el arzobispo pulsaba, tal vez sin quererlo, una tecla
fundamental del concierto de mi vida. Yo llegué a ti, Virgen de los Reyes, de
la mano de mi padre, que a su vez te recibió de los suyos. Cada tarde, cuando
yo volvía del colegio, una talla que te reproducía en pequeña escala, me
recibía en la casa de mis abuelos. Otra tarde, de vértigo infernal, de esas con
las que no contabas pero que también salen a tu encuentro, él, entre lágrimas,
me dijo esa frase: “Confía en la Virgen de los Reyes. Ella nunca defrauda.” Al
tomar un taxi para ir a trabajar, allí estabas tú, en tu medalla, colgando del
retrovisor. No, no fallas al cristiano que te busca como te buscaba el Rey
Sabio en sus Cantigas. Decía monseñor Sainz Meneses: “No tengáis miedo. La
Virgen de los Reyes va con vosotros de la mano.” Y entonces comprendí —confieso
que emocionado— que si de una mano me cogía mi padre, como San José al Niño
Jesús, de la otra siempre me ha llevado mi Madre de los Reyes. Mayor seguridad
no cabe. Por eso hoy, cuando vea desde la esquina de la Lonja, al pie de la
cruz de mármol, cómo el sol agosteño te da en la cara y explotan las mil varas
de nardos de tu paso, me sentiré niño y volveré a mirar mi mano para ver en
ella la tuya.