Escojo a propósito una palabra muy de moda hace pocos años en ámbitos autodenominados “progresistas”, aunque hoy esos mismos círculos preferirán emplear el adjetivo “reaccionario” para describir lo mismo. Serviría también aquello de “políticamente correcto” si consideramos tal cosa lo que nos impuso la dictadura del neomarxismo y sus derivados, ahora en trance de darse la vuelta como un calcetín. Pongo un ejemplo harto ilustrativo: el diario más “avanzado” y por ende proabortista del mundo, el New York Times, acaba de publicar un reportaje en el que denuncia prácticas corruptas por parte de la mayor red de negocio de “ives” conocida: Planned Parenthood. Ello implica un giro de 180 grados en la tendencia de esta trinchera por el derecho de las mujeres a acabar con la vida de sus hijos. Sigue, pues, la racha iniciada por Meta (Facebook e Instagram), tras X (Twitter) y luego nada menos que Disney, a la espera de lo que haga pronto Apple e incluso la muy vanguardista Microsoft. Todo esto, limitándonos al foco de esta reversión de inclinaciones, que está en los Estados Unidos.
Por supuesto, los cambios de
orientación cultural de firmas punteras en tecnología e industria no son más
que indicadores de algo mucho más profundo, de índole cultural, que es el
paradigma. O el modelo, para entendernos en román paladino. La libertad como
medio ambiente de cualquier clima políticamente respirable ha ganado la batalla
a las corrientes “woke”, ésas que buscan ser continuación de las viejas luchas
venidas del Este en tiempos de guerra fría y soterrada expansión comunista. Un
pequeño esfuerzo de elevación sobre la pseudodialéctica de la España actual —que
es en realidad una momia de Lenin— nos puede permitir divisar un futuro
distinto, más abierto y luminoso en el que incluso sea admisible soportar sin
rasgarnos las vestiduras los ridículos de un presidente. Ello sólo es posible
si perforamos la costra de miopía a la que nos han acostumbrado los que viven
del sistema establecido (no hablo de leyes sino de intenciones) y profundizamos
un poco. ¿Tanto cuesta reconocer que el histriónico míster Trump fue el primer
líder de la Casa Blanca en muchos años que no inició guerra alguna, que fue
capaz de cruzar a pie la tierra de nadie coreana para encontrarse cara a cara
con la encarnación de la amenaza nuclear del norte y que ha hecho posible la
tregua y el canje de prisioneros y rehenes en Oriente Próximo, antes incluso de
tomar posesión?
Por supuesto, los dirigentes del
socialismo institucionalizado que padecemos en España y en buena parte de
Europa están desplegando la artillería pesada para que sigamos sin enterarnos
de eso y de otras muchas cosas, como que Rusia también tenía sus razones, todo
lo criticables que se quiera, para intentar reanexionarse una parte de Ucrania.
Criticables, pero no censurables. Y lo cierto es que hubo una rueda de prensa
multitudinaria, bien vendida por los sucesores del KGB (del coronel Putin) de
la que circuló un vídeo que —¡oh, misterio!— desapareció de la red, y en la que
el poco democrático premier ruso anunció sus planes basándose en el incumplimiento
de los acuerdos de Minsk. Como se esfumó otro, ligeramente anterior, en el que
arengaba a sus tropas recordando lo que tan bien sabía: cómo los servicios
secretos de la URSS habían minado durante décadas los principios morales de
Occidente, que estaba ya en sazón para ser atacada. La USA de Biden no hizo
sino favorecer la guerra proporcionando armamento y adiestramiento a una
Ucrania en la que no hay elecciones libres ¿desde cuándo? Busquen, por favor,
el discurso de despedida del presidente Eisenhower —uno de los generales más
activos contra el III Reich— en el que pone claramente en guardia contra el
“estado profundo” (deep state),
alimentado por una tan tenebrosa como potente alianza entre el capital de la
industria militar y ciertos burócratas de la Administración. Ahí puede estar
una de las claves de la guerra de Ucrania, que tanto sufrimiento ha generado.
Los escuadrones de la dictadura
inmaterial se han puesto en marcha con métodos tan viejos que datan del siglo
XVIII. Bajo el manto de las garantías frente a los bulos y la “desinformación”,
han desempolvado todos los mecanismos de persecución de la libertad de
expresión, cercenándola desde arriba: desde la titularidad de los medios de
comunicación. Han comprobado que los procedimientos solapados ya no funcionan
como antes, cuando lo “políticamente correcto” lo dominaba todo. Y están
pisando el acelerador, porque saben que se lo juegan todo, es decir el éxito
histórico de un imperio cultural que colonizaba las conciencias desde
preescolar hasta la eutanasia.