Ando enfrascado en la lectura de un libro en apariencia árido pero fascinante en cuanto te sumerges en sus aguas: Keynes versus Hayek. Como bien saben los economistas y cualquier aficionado al ramo, junto a otros padres fundadores a partir de Adam Smith, ambos pensadores abanderaron las dos grandes tendencias dentro de las economías libres: la intervencionista y la liberal, respectivamente. El libro en cuestión, previo al cual leí “Camino de servidumbre” —voz de alarma que en nuestro país no puede estar más de actualidad— ofrece la amenidad típica de un autor que es periodista de la vieja escuela, dinámica y rigurosa a un tiempo; un hombre de información norteamericano además, Nicholas Wapshott.
La teoría, que es mucho más que
eso una constatación histórica, de los ciclos del capitalismo, estuvo muy
presente en la obra de Keynes y de Hayek, como en la de cuantos han investigado
con mirada limpia de prejuicios ideológicos en los laberintos de las economías
modernas. A una oleada de éxitos, coronada por un “boom” sucede una depresión,
y vuelta a empezar. Los periodos de decadencia siempre aparecen como
apocalípticos, al menos mientras se convive con ellos. Normalmente no llega la
sangre al río, salvo que se desencadene una guerra.
Bajando de escala y descendiendo
a la realidad cotidiana, todo esto me lleva a un fenómeno al que observo que
muchos entregan incluso la salvación de nuestra economía: el turismo. Más
exactamente, cabe hablar del “boom” turístico. Igual que existió la fiebre del
oro o tantas otras que desembocaron, indefectiblemente, en lo que el refranero
español recuerda que nos trae la avaricia, me temo que el saco esté a punto de
romperse en este campo tan inestable como cualquier otro, si no más. Desde hace
un lustro o así, la saturación turística en España es un hecho visible y en
momentos insoportable. Ciertos lugares y en determinados tiempos, la congestión
provocada por el poder de convocatoria de Internet y por la oferta de plazas
disparada hace intransitables calles y plazas de entornos monumentales o
típicos de ciudades ya tópicas para este fenómeno de masas. No es preciso
recordar que Venecia o Florencia ya hace mucho que adoptaron medidas drásticas.
Yo hablo de lo que conozco de cerca, de Sevilla, cuyo “cahiz” de tierra
privilegiado, los alrededores del Alcázar, la Catedral y el barrio de Santa
Cruz, han quedado desbordados por una masa humana que, sencillamente, bloquea
la libertad de movimientos de propios y extraños.
Renuncié hace años a viajar a
enclaves que para mí resultaban entrañables desde que los visité siendo joven,
así como a otros que aún desconozco y me atraen pero sé que me frustrarán
porque han sido ocupados también por esta manía global de moverse sin parar. En
el caso de mi ciudad, sólo paseo por vías secundarias de las zonas más
hermosas, donde sé que la red de redes no convoca a la multitud y donde la
hostelería no lo ha invadido todo.
¿Es esta tendencia eterna?
Ninguna lo es y ésta tampoco lo será. Por primera vez, y tras cifras que se
superaban a sí mismas año tras año, éste las visitas a la Catedral se han
estancado. Y el Colegio de Economistas de Sevilla y su provincia advierte que
el turismo ha tocado techo, que ya no se puede hablar de cifras record y que el
sector ha entrado en una meseta de manera que no vamos a seguir creciendo
igual. No obstante, Sevilla contará con 53 nuevos hoteles hasta 2028, lo cual
avala otra vieja idea de los economistas: el desfase entre inversión y demanda.
Pero éste es otro cantar, igualmente revelador de la necedad humana.
Todos los meses, la Comisión del
Patrimonio de Sevilla debe informar sobre peticiones de reformas en el casco
antiguo de la ciudad para adaptar inmuebles a apartamentos turísticos. En el
orden del día apenas hay otra cosa.
Pero parece ser que las
estadísticas apuntan, por fin, hacia la moderación. La ciudad genuina, la histórica
y artística, que es lo que los turistas vienen a ver, no la futurista e
imitadora de tantas otras, posee las dimensiones que tiene, no más. De modo
que, al igual que en los años setenta se puso de relieve el bárbaro despropósito
que era convertir un tejido urbano concebido a la medida del viandante en un
inmenso garaje, ahora el desafío es controlar la desbordada explosión
demográfica del turismo para que no implosione. Aunque parece que de eso se
está encargando la vida misma.
Tienes toda la razón.
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