La palabra dimitir no está en su diccionario. Ni en el de su
partido. El día G, de Gallardón, fue histórico en muchos sentidos. Uno de ellos
porque desde la dimisión de Suárez no habíamos asistido a una victoria tal de la
dignidad sobre la conveniencia. Por eso es, junto a una jornada aciaga (el
anuncio de Rajoy en un corredor con dos millones de niños difuntos hasta el
momento) una explosión de esperanza. El ministro ha muerto. ¡Viva el ministro!
Y es que en esta España de zombis, que alguien tenga el
arrojo que tuvo el yerno de Utrera Molina, con esas alusiones en honor de su
padre y de Manuel Fraga, honra al personaje en una hora en que la palabra honor
y la palabra honrar no sirven para nada. Desde ese día en España casi todo
carece de importancia, por mucho que el Gobierno vierta toneladas de maquillaje
en propagar operaciones policiales o estadísticas —bien pobres, por cierto— de
recuperación del empleo. España, que podría haber sido en Europa lo que Estados
Unidos es en el despertar de la conciencia antiabortista, se conformará, como
siempre con verlas pasar. Igual que en bienvenido Mister Marshall. Gallardón
creía que podía salir al balcón y pronunciar el discurso ante los delegados del
nuevo espíritu de avanzadilla. Pero estamos en España, querido ex alcalde (por
cierto, Madrid estaba de dulce con él y ahora es una leonera demasiado
parecida a la de Tierno Galván y Barranco) y seguimos arrastrando un complejo
de inferioridad que nos lleva a ser una suecia de imitación mientras los
turistas vienen a ver lo que fuimos cuando no necesitábamos emular a nadie.
La mayor contradicción en esta tierra de acertijos
("Una y otra vez, presento recursos de inconstitucionalidad y sin embargo
hago mías las leyes recurridas. ¿Qué partido soy?") ha sido la de la
identidad del dimisionario. A la vista de los fracasos que el mismo Gallardón
asumió (aunque eran sobre todo del presidente), ¿no sería coherente que
dimitiera ante el Rey —que ese mismo día y a la misma hora del edicto de
pasillo hablaba a muchos kilómetros de la necesidad de abordar el cambio
climático para "salvar vidas"— el culpable de que el Partido Popular
no pudiera cumplir su principal oferta electoral?
Ahora nos queda una retahíla que sólo Podemos sabe calibrar
en su justo precio: la de los tópicos como caravanas de coches de bomberos para
apagar los fuegos. Que si la familia (¿qué familia, la única que va a quedar
después de la experiencia social-pepera?), que si las niñas de 16 años que
tendrán que presentar el papelito de papá en el abortorio, que si vamoch
parriba (el otro decía "España va bien" mientras 300 nuevos españoles
acababan sus pocos días en el potro de las "clínicas"), que ETA ya no
mata (claro, si sus amigos están en las instituciones), qué sé yo. Los mismos cuentos con los que nos llevan
durmiendo desde que lo escribió León Felipe y lo cantó Jarcha. Como dijo el
otro, pero esta vez sobre el ideario del programa electoral: "Si así lo
hacéis que Dios os lo premie, y si no que os lo demande".
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