viernes, 4 de marzo de 2016

LA VOZ DE FERNANDO CARRASCO

Parece que la música de Antón García Abril con la que me ha cogido el toro manso de la muerte de Fernando haya sido compuesta para decirle adiós. Nosotros los cristianos hablamos mucho de la muerte, porque la entendemos, con harto esfuerzo, pórtico de la Vida verdadera, que, como escribió Aquilino Duque en un soneto inmortal, querríamos que fuera la continuación interminable de esta vida nuestra, al menos de su parte más feliz, que suele ser la de nuestros seres queridos. Eso le pido yo al Cristo de San Bernardo para mi amigo y compañero Fernando Carrasco, que deja mujer y dos hijos para llorarle hasta el reencuentro. Los Crucificados de La Salud que ha dado Sevilla al mundo están unidos como por un vínculo invisible, y por ello poderoso, que nos une también a los cofrades. Recuerdo que un artículo que fingía la peor noticia —una “larga enfermedad”— para un devoto del Señor de La Carretería estuvo a punto de ganar el II Premio Romero Murube, según me confesó “in situ” el presidente del jurado, Santiago Castelo. Se lo llevó mi amigo y compañero Manolo Ramírez por una memorable tercera sobre la madre de Curro Romero. Ya van tres caídos de la profesión y de las letras en lo que llevo de artículo.
Antes era el timbrazo del teléfono. Ahora es el guasa, como diría Fernando. Los cristianos también somos humanos (¿recuerdan aquella portada del ABC de antaño: “Los guardias civiles también tienen madre”?). Y sufrimos, como todos, el zarpazo cruel de la pérdida. Para mí, el alma de la gente que he conocido reside en su voz. Y ya no volveré a oír de su boca —mejor dicho, de su garganta llamando al toro para quitárselo de encima con la punta del capote al matador en apuros— la voz de Fernando. Durante una década, a ojo de buen cubero, su voz era como el despertador que nos sacaba de la modorra de la siesta robada para hacer el ABC nuestro de cada día. Hasta que no llegaba Fernando no empezaba nuestra jornada laboral vespertina. Sus “¡Buenas tardes!”, así, entre exclamaciones, era como el clarinazo en El Porvenir que esperamos hoy a dos semanas vista. Pero para él ha sonado otro clarín: el del último cambio de tercio. Y su voz se ha apagado —quién lo iba a presagiar, con cincuenta y un años— delante de la Maestranza, entre figuras de cigarreras y desplantes a la cera perdida. Hay muertes que las diseña el destino con mano de hierofante oficiador de ritos ancestrales. Muertes de ópera, en la soledad en la que todos moriremos.
El alma de Fernando —su voz hercúlea, que jamás vi titubear ni mucho menos flaquear ante el cansancio de su agotador activismo periodístico—resuena ya en las alturas desde las que tendrá el mejor palco —maestrante y cofradiero— sobre Sevilla. Allí verás a un imaginero ponerle rostro a Dios. Allí, mi buen compañero de tantas tardes laborales con sensaciones de Sísifo (que eso es escribir un diario), tendrás al fin tiempo para recrearte en esa suerte que la prisa de un tendido silencioso te escamoteó. Allí no hay ya toro que te embista a traición —ya sabes, “la otra” Sevilla. Allí, amigo, estarás junto a Marta, y a Alejandro, y a Alberto, y a Ascen, y al coronel Muñoz Cariñanos. Allí te aguarda Paquirri y tantos otros que ya se van acumulando en el rosario de encomiendas al Altísimo cada vez que pienso en mis difuntos, también los del ABC.
Descansa, Fernando, dale una tregua a tu voz de mayoral. Yo conservaré el recuerdo de ella, tu recuerdo, de cada tarde gris y monótona, que tus cuerdas vocales ponían en marcha. Y también tu buen humor, que tanto me  divertía cuando imitabas magistralmente al último barroco sevillano o cuando alguien te llamaba desde la otra punta de la Redacción y tu torrente contestaba en el acto: “¡Y Moreno por parte de madre! Calvo desde los veinte años”. Calvo como Yul Brynner, a quien tanto admirabas (se me viene también tu silbido de “El bueno, el feo y el malo”). En la Puerta del Príncipe habrás escuchado al Capataz Supremo imitar tu voz al decirte por dentro: “Fernando, que ví a llamá”. Habrán venido a tus pupilas, congeladas con su última imagen —escultor de amores— Livia y vuestros niños. ¿Cuántas levantás llevarán tu dedicatoria esta primavera? ¿Cuántas chicotás tus pasos de cronista avezado y sentimental?

Calla, y descansa en nuestra memoria. Pero no te lleves del todo tu voz recia y entusiasta, que tenemos que echar muchas tardes ante las páginas en blanco, compañero del alma, compañero.

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