Además del deshielo en los polos,
esa amenaza planetaria que reasoma impenitente en el horizonte nuestro de cada
día, están pasando cosas a nuestro alrededor mientras nosotros seguimos
enfrascados en las bilis de nuestros fantasmas. El mundo gira indiferente a
nuestras querellas. Mientras hay una Humanidad que acarrea a diario la tinaja
del agua desde la fuente hasta el hogar, como en el neolítico, otra cruje
impaciente, huyendo del dolor que siempre produce el anquilosamiento. Podríamos
decir que la primera —que es la última— encuentra su defensoría en gente como
esos cincuenta premios Nobel que han acusado a Greenpeace de perpetrar un
crimen antihumanitario por boicotear el arroz transgénico que ha permitido a
millones de personas evitar la muerte por inanición. En el otro extremo, la
Academia sueca —disipados ya los primeros ayes de quienes sucumbieron bajo los
escombros de la dinamita— otorga uno de sus preciadísimos galardones a Bob
Dylan, de quien Steve Jobs (es decir, Apple) afirmaba que era poco menos que su
dios particular. Aclaremos que se trata del Nobel de literatura, aquél que un
colega de reconocido prestigio de Sigmund Freud decía que era el que se merecía
el psiquiatra, y no el de Medicina.
Entre ambos hemistiquios, el que
torea el hambre y el que juega con su destino, estamos nosotros, los “pigs” (y
a mucha honra, siempre que sean ibéricos). Pero algo está cambiando, y mucho,
más allá de nuestras fronteras. Aquí, los grandes debates nacionales oscilan
entre dejarlo todo como está o cambiarlo todo (“el cambio” hacia ninguna parte).
Es decir, que no acabamos de enterarnos, entiendo yo, de lo que ha sucedido
donde se cuecen las habas desde que Hitler se pegó un tiro en su búnker
berlinés. Estados Unidos ha apostado —tan aficionados ellos a las barajas y a
las carreras— por el vuelco que conduce a los orígenes, lo que concede
“originalidad” a los pueblos y a las personas. Las elecciones eran, ya lo
sabemos, entre más de lo mismo o revolución liberal. Y ha arrasado ésta.
¿Dónde? Los mapas son siempre los mejores consejeros para comprender la
realidad. Si consultamos el territorio del éxito republicano —no se olvide que
antes de ganar la Presidencia Trump tuvo que hacerse con la victoria en el
partido del elefante— veremos que en aquel gran y villano país ha vuelto a
suceder lo que otras muchas veces le devolvió su energía: la emergencia del
contrapoder. Se dirá que ha tomado la Casa Blanca la casta económica, los
acaudalados. Puede ser, pero lo obvio es que el gran cuerpo social
norteamericano, el que va de costa a costa, se ha rebelado. Y lo ha hecho
contra el poder político y mediático, que habita el litoral este, y contra el
tecnológico que vive en el otro. En resumen, la América conservadora versus la
progresista, lo cual, dicho sea de paso, hace volar por los aires el gran
embuste en que dicha división se fundamenta.
Ahora se pueden hacer las
lecturas que se quiera, interesadas como las que hemos oído hasta hoy o no.
Siempre he pensado que los procesos electorales son cuestiones tan íntimas como
la lencería fina para una dama. Por eso no me gusta entrometerme en alcobas
donde no me llaman. Así, siempre se acierta. Pero, a posteriori, las cartas
están bocarriba y es lícito subrayar los resultados. Los ciudadanos de la
locomotora universal han desalojado de la institución que rige —allí sí— la
marcha de la nación, y de las que podrían ejercer el papel de oposición, a
quienes se han arrogado durante decenios el monopolio del pensamiento
únicamente aceptable, de lo políticamente correcto.
Es cierto que Trump ha cambiado
radicalmente su discurso entre la campaña y el tiempo de su nuevo cometido.
Creo que nadie podría rechazar ni una sola de sus palabras improvisadas horas
después del recuento. Es el momento de la moderación. Pero eso es lo que se
hace en lugares donde la democracia es algo más que una disputa. Su reiterado llamamiento
a la unidad —ya veremos si dura— es un gesto de madurez. Y en todo caso, así se
cosen los reventones como el que ha separado las bandas costeras del inmenso
centro agrario. Se trataba de inclinarse por el continuismo de la era Clinton-Obama-Clinton
(y también Zapatero-Sánchez-Díaz) o por la renovación profunda que demandaba la
América profunda. Ya ven ustedes, el gran cambio ha irrumpido donde, como y
cuando menos se esperaba. ¿O es que aquí, al menos aquí, todos repetían como papagayos
lo que “alguien” decidió que debíamos creer? Con Julie Andrews, me voy cantando
bajito “¿qué será, será?”.
CODA: Las nuevas tecnologías nos permiten correcciones diferidas. Aprovechémoslas. Varios buenos y avisados amigos me corrigen un dato erróneo del final de mi artículo. Y es que la canción "¿Qué será, será?" no la entonaba Julie Andrews sino Doris Day en "El hombre que sabía demasiado", película de Alfred Hitchcock. Puntualizado queda, aunque, a fuer de ser clásicos, he preferido dejar el desliz en "el original". Así me parece que seguimos en la época dorada del papel. No obstante, gracias, muchachos, por vuestra buena vista. Los lectores sabios no envejecen.
CODA: Las nuevas tecnologías nos permiten correcciones diferidas. Aprovechémoslas. Varios buenos y avisados amigos me corrigen un dato erróneo del final de mi artículo. Y es que la canción "¿Qué será, será?" no la entonaba Julie Andrews sino Doris Day en "El hombre que sabía demasiado", película de Alfred Hitchcock. Puntualizado queda, aunque, a fuer de ser clásicos, he preferido dejar el desliz en "el original". Así me parece que seguimos en la época dorada del papel. No obstante, gracias, muchachos, por vuestra buena vista. Los lectores sabios no envejecen.
Enhorabuena por este artículo.
ResponderEliminarAngel, me ha complacido leer tu articulo y comprobar lo que ya sabía: que estas en plena forma. Felicidades y un abrazo Enrique Barrero
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