Para los que habíamos dejado
atrás los chiripitifláuticos y patinábamos sobre la resbaladiza pista de un
periodismo incipiente, su voz sonaba a juventud sin fronteras. Se abría su
micrófono y su nombre se hacía realidad, porque sus palabras volaban con blancura
de sotana única en el orbe. El maridaje entre su alegría volandera y el revuelo
de ese hábito talar recorriendo el mundo nos abrió los ojos y los oídos a una
Iglesia más en consonancia con el brío evangélico. Acabo de ver la película “Resucitado”,
que es un canto a la vida…eterna. Paloma y Wojtyla no hacían otra cosa que
estimular a la Humanidad —ella a la hispanoparlante— a vivir aquí y ahora para
vivir por siempre y en ninguna parte.
El buen periodismo se ha rendido
a sus pies ahora que nos ha dejado, como antes lo hizo cuando su pequeño cuerpo
se erguía sobre las ondas. Hemos visto desfilar por el tanatorio a todas las
Españas: desde César Cadaval y su esposa hasta Campo Vidal, Bigotes Arrocet y
las Campos (María Teresa y Terelu), Jesús Álvarez, Ramón García, Cristina
Almeida, Rappel… y hasta el mismísimo Antonio Tejero Molina junto a su mujer.
Concitaba esta narradora de los viajes vaticanos —todos, los que se movían a
través del espacio y los que tenían lugar intramuros de la ciudad de los papas—
la admiración y el cariño de profesionales y profanos, de imitadores y oyentes de sus alocuciones entre líneas, que Paloma decía mucho entre líneas.
Hablé con ella dos veces en mi
vida. La primera, cuando el cura Javierre me regaló una estancia en el convento
romano de unas monjas como pago por haberle presentado su libro sobre San Juan
de la Cruz. Estábamos una noche mi mujer y yo en el comedor de la casa, tras
haber dedicado una extenuante jornada a la ciudad eterna, cuando de improviso
apareció la figura menuda e hiperactiva de Paloma Gómez Borrero. Para mí fue un
segundo obsequio. Resulta que de vez en cuando, la periodista recalaba por allí
y charlaba con las religiosas. Recuerdo que aquella noche traía un cabreo
supino con el segundo hombre de su vida porque había cedido un altar a un alto
cargo de un movimiento con el que ella no simpatizaba y él sí. Se non è vero, è
ben trovato. Paloma, a diferencia de tantos otros divos, me pareció exactamente
igual a corta distancia que en antena. Y conservaba al final de un largo día de
tensiones, la misma prestancia que si se acabara de levantar.
Pasaron muchos años, y, como
quien no quiere la cosa, el 7 de mayo del pasado año, volví a estar con Paloma
en el II Encuentro de Comunicadores de la Iglesia de Sevilla. Fue en el
edificio del Seminario, y esta mujer, que ya contaba con más de ochenta años
aunque nadie lo diría, y ella menos, nos dejó de una pieza refiriendo anécdotas
y conclusiones de toda una vida dedicada a la información religiosa. Fue,
además, tan valiente como siempre ha parecido, y no ahorró críticas a quien
hiciera falta.
En un receso del encuentro, tras
su intervención, me crucé con ella, que descansaba apoyada en un murete del
vestíbulo, en compañía de otras dos personas. Me acerqué y le saludé. Recuerdo que
intenté condensar en una frase toda una vida de observación rendida ante sus
méritos televisivos y radiofónicos. Le dije lo mismo que manifestaba al
principio de este artículo: “Usted ha sido una maestra para varias generaciones
de periodistas españoles, y ha estado muy presente en nuestras vidas.” Con su
sempiterna sonrisa —me acordé del único consejo que da Nieves Peinado a los
aspirantes a la radiofonía, sonreír siempre mientras se habla ante un micrófono—
me dio las gracias. Y entonces, espontáneamente, me salió del alma besar su
mano. Y lo hice. Hay gestos que te brotan de algún lugar donde la mente y el
corazón se alían para presentir el futuro. Aquélla fue una de estas ocasiones.
Nunca me alegraré suficientemente de haber tenido aquella muestra de cortesía
entrañable hacia quien acompañara tantas veces a Juan Pablo II en su avión o
ante el Sagrario.
Ahora, ambos viajan en
primerísima clase. Tienen todo el tiempo del mundo para decirse lo que no pudieron
aquí abajo. O para evocar conversaciones antiguas, que es una excelente manera
de vivir en la gloria. Ambos hacen, con perdón, una magnífica pareja. No voy a
decir que tengan su viaje de novios, aunque también se podrían ver las cosas
así, manteniendo en todo la castidad. Bueno, en cualquier caso, allá nos
esperan la cronista y el santo súbito. Nos quedamos con la pena de no poder
escuchar: “Desde el Cielo para la Tierra, Paloma Gómez Borrero”.
Buena y sentida crónica necrológica que nos da a conocer algunos hechos de la vida de la gran periodista desaparecida.
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