domingo, 17 de septiembre de 2017

CIEN AÑOS DE LENIDAD

La subversión catalanista empieza a entrar en un callejón sin salida, algo de lo que todos los españoles debemos sentirnos satisfechos. Pero es ahora, cuando todavía las espadas están en alto, el momento de iniciar una larga jornada de reflexión, tal vez de años, acerca de qué hemos —o han— hecho con España, cómo hemos llegado hasta aquí y cuál debería ser nuestro futuro mejor. Tengo escrito, por activa y por pasiva, que hacer pedazos la soberanía nacional no era algo a lo que nadie estuviera autorizado, ni mucho menos la solución para aquietar a los separatistas, hasta hoy llamados nacionalistas. “España entera y una sola bandera”, se gritaba en las manifestaciones que veían con zozobra —palabra empleada por el presidente del Gobierno en su mensaje institucional de respuesta a la sublevación parlamentaria catalana— la deriva a la que nos abocaba la España de las autonomías. Tengo también escrito y publicado que, en la transición, pedimos democracia y nos dieron autonomías. La respuesta, como en casi todo lo referente al Estado, está en el dinero. De hecho, por ahí ha empezado a aplicarse en la práctica el 155 sin declarar que el Gobierno ha escogido, creo que prudentemente, para abrir fuego efectivo en esta refriega. Las autonomías eran una fórmula perfecta para dos cosas: una para justificar un cambio más o menos radical de régimen. Dado que el anterior, con todas sus faltas, funcionaba razonablemente bien, había que ofrecer algo aparentemente nuevo de raíz, una nueva planta totalmente distinta del pasado, aunque en el fondo no se trataba más que de redondear el republicano de 1936. Ése era el pretexto. La realidad, como se ha visto en el “proces”, consistía en inflar las plantillas de gente afecta, creando estructuras político administrativas absolutamente innecesarias e insosteniblemente onerosas. Había que colocar a mucha tropa, vaya.
Si para ello era preciso duplicar las soberanías —otra trampa semántica, los “soberanistas”—, bastaba con el “café para todos”, y a bailar. Obviamente, las cosas no eran tan fáciles. Al cabo del tiempo, en cuanto la crisis lo ha cambiado todo (frase literal del arzobispo hispalense), la (des)financiación autonómica ha dado paso a la declaración de independencia. Aflora ahora, cuarenta años después, el carácter explosivo de la palabra “nacionalidades”, que produjo el primer amago de crisis de estado al provocar la dimisión simultánea de los tres ministros militares cuando entró, sin mayores precisiones, en el proyecto constitucional. Lo cuenta magníficamente Victoria Prego en la serie de audiovisuales sobre la época. La misma Victoria Prego que estaba sentada ante las cámaras en TVE, junto a Iñaki Gabilondo, cuando apareció un oficial armado la tarde del 23 de febrero de 1981. Y la misma que hace unos días ha escrito que lo que quieren los de la “estrellada” son heridos o algún muerto en las calles de Barcelona.
Como en tantas otras cosas, el “proces” hubiera sido imposible si en la España democrática no se hubiera confundido, deliberadamente, libertad con lenidad. Desde el principio, y un poco por culpa de todos —de unos más que de otros, sin duda—, la Ley se ha ido intrincando de tal manera que ha perdido lógica y perspectiva, cualidades ambas que deben presidir cualquier sistema que aspire a la utilidad, y con ella a la justicia. Viene ocurriendo con la delincuencia común, se sucedía día sí y otro también con el acontecer terrorista. Las hemerotecas, que no mienten —son las únicas en la España de hoy, inundada de gabinetes de prensa y propaganda— son las mejores testigos de cargo de cuanto digo. La lenidad se fue convirtiendo en el gran atributo del país real. Salvo en materia fiscal, claro está. Hace poco, un amigo bien informado me mostraba el envoltorio de un azucarillo en el que estaba impreso algo así como “una Justicia lenta no es justa”. Es un buen botón de muestra. Como lo es que poderoso caballero tiene las de ganar en cualquier pleito, lo cual tampoco es garantía de éxito según el adagio calé.
Alejo Vidal Quadras, a quien nadie cita en nuestros días aunque su protagonismo político es bien reciente, advirtió de cuanto está pasando con clarividencia profética. Y se lo puso por delante a su jefe Aznar, que entonces presumía de hablar catalán en la intimidad mientras hacía migas con Pujol. Aznar, en lugar de hacerle caso, le cortó la cabeza, siguiendo la voluntad del sucesor de Tarradellas. La memoria del Bautista gravita sobre estas líneas.
Hay que recordar también, valiéndose del aval que duerme en los templos sagrados de las hemerotecas, que aquel término de “nacionalidades”, que hacía de España el único país del mundo con doble nacionalidad interna, es el que esgrimen, y seguramente lo harán también en Estrasburgo o en La Haya junto con otros argumentos nada baladíes, quienes ahora rompen brutalmente España. Y hay que traer a colación que es el concepto que dio lugar al nuevo y actualmente vigente Estatuto de Autonomía de Cataluña, en virtud del cual el “Govern” y el “Parlament” han hecho lo que han hecho. Pero lo peor no es eso, sino que la lenidad, que suele degenerar en complicidad, llegó al extremo de “homologar” los estatutos de las comunidades regidas por el Partido Popular en una sucesión de reformas —en realidad, sustituciones— que fue desde Valencia hasta Galicia pasando por Andalucía (aquí, el PP en la oposición se puso a codazos el primero de la fila) de manera que en pocos meses casi toda España igualó a Cataluña en el autogobierno para no ser menos “nacionalidades”. Esto, señores, no lo hizo Pi y Margall, sino alguien que hoy lucha denodada y acertadamente por recuperar el tiempo perdido durante décadas: el presidente del Gobierno del Reino de España. Fue Rajoy quien inició esa carrera alocada no por corregir el rumbo secesionista de Cataluña sino por extenderlo de hecho, vía estatutos, al resto de la Nación.
Hay equivocaciones que claman al cielo, por sus consecuencias, a menudo dramáticas. Y ésta es una que aún está por completar. El 155, como venimos afirmando algunos desde hace años, es inevitable. Lo acaba de anunciar el mismo impulsor de aquella aventura sin retorno. Ejecutarlo ahora es casi milagroso. Y todo por mantener esa línea de lenidad, que vista desde el momento presente se antoja una crónica de cien años dominados por la falta de valor, resolución y lucidez a tiempo.

Otro día hablaré del Ejército, de Cospedal, de Bono y del teniente general Mena.

1 comentario:

  1. Esclarecedor como de costumbre, el articulista nos pone delante de un espejo la triste realidad que padecemos y, lo más importante, la genealogía de la misma. Es hora de una profunda reflexión, pues no podremos permanecer inermes ante la hora de la acción que se avecina.

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