La subversión catalanista empieza
a entrar en un callejón sin salida, algo de lo que todos los españoles debemos
sentirnos satisfechos. Pero es ahora, cuando todavía las espadas están en alto,
el momento de iniciar una larga jornada de reflexión, tal vez de años, acerca
de qué hemos —o han— hecho con España, cómo hemos llegado hasta aquí y cuál
debería ser nuestro futuro mejor. Tengo escrito, por activa y por pasiva, que
hacer pedazos la soberanía nacional no era algo a lo que nadie estuviera
autorizado, ni mucho menos la solución para aquietar a los separatistas, hasta
hoy llamados nacionalistas. “España entera y una sola bandera”, se gritaba en
las manifestaciones que veían con zozobra —palabra empleada por el presidente
del Gobierno en su mensaje institucional de respuesta a la sublevación
parlamentaria catalana— la deriva a la que nos abocaba la España de las autonomías.
Tengo también escrito y publicado que, en la transición, pedimos democracia y
nos dieron autonomías. La respuesta, como en casi todo lo referente al Estado,
está en el dinero. De hecho, por ahí ha empezado a aplicarse en la práctica el
155 sin declarar que el Gobierno ha escogido, creo que prudentemente, para
abrir fuego efectivo en esta refriega. Las autonomías eran una fórmula perfecta
para dos cosas: una para justificar un cambio más o menos radical de régimen.
Dado que el anterior, con todas sus faltas, funcionaba razonablemente bien,
había que ofrecer algo aparentemente nuevo de raíz, una nueva planta totalmente
distinta del pasado, aunque en el fondo no se trataba más que de redondear el
republicano de 1936. Ése era el pretexto. La realidad, como se ha visto en el
“proces”, consistía en inflar las plantillas de gente afecta, creando
estructuras político administrativas absolutamente innecesarias e
insosteniblemente onerosas. Había que colocar a mucha tropa, vaya.
Si para ello era preciso duplicar
las soberanías —otra trampa semántica, los “soberanistas”—, bastaba con el
“café para todos”, y a bailar. Obviamente, las cosas no eran tan fáciles. Al
cabo del tiempo, en cuanto la crisis lo ha cambiado todo (frase literal del
arzobispo hispalense), la (des)financiación autonómica ha dado paso a la
declaración de independencia. Aflora ahora, cuarenta años después, el carácter
explosivo de la palabra “nacionalidades”, que produjo el primer amago de crisis
de estado al provocar la dimisión simultánea de los tres ministros militares
cuando entró, sin mayores precisiones, en el proyecto constitucional. Lo cuenta
magníficamente Victoria Prego en la serie de audiovisuales sobre la época. La
misma Victoria Prego que estaba sentada ante las cámaras en TVE, junto a Iñaki
Gabilondo, cuando apareció un oficial armado la tarde del 23 de febrero de
1981. Y la misma que hace unos días ha escrito que lo que quieren los de la
“estrellada” son heridos o algún muerto en las calles de Barcelona.
Como en tantas otras cosas, el
“proces” hubiera sido imposible si en la España democrática no se hubiera confundido,
deliberadamente, libertad con lenidad. Desde el principio, y un poco por culpa
de todos —de unos más que de otros, sin duda—, la Ley se ha ido intrincando de
tal manera que ha perdido lógica y perspectiva, cualidades ambas que deben
presidir cualquier sistema que aspire a la utilidad, y con ella a la justicia.
Viene ocurriendo con la delincuencia común, se sucedía día sí y otro también
con el acontecer terrorista. Las hemerotecas, que no mienten —son las únicas en
la España de
hoy, inundada de gabinetes de prensa y propaganda— son las mejores testigos de cargo
de cuanto digo. La lenidad se fue convirtiendo en el gran atributo del país
real. Salvo en materia fiscal, claro está. Hace poco, un amigo bien informado
me mostraba el envoltorio de un azucarillo en el que estaba impreso algo así
como “una Justicia lenta no es justa”. Es un buen botón de muestra. Como lo es
que poderoso caballero tiene las de ganar en cualquier pleito, lo cual tampoco
es garantía de éxito según el adagio calé.
Alejo Vidal Quadras, a quien
nadie cita en nuestros días aunque su protagonismo político es bien reciente,
advirtió de cuanto está pasando con clarividencia profética. Y se lo puso por
delante a su jefe Aznar, que entonces presumía de hablar catalán en la
intimidad mientras hacía migas con Pujol. Aznar, en lugar de hacerle caso, le
cortó la cabeza, siguiendo la voluntad del sucesor de Tarradellas. La memoria
del Bautista gravita sobre estas líneas.
Hay que recordar también,
valiéndose del aval que duerme en los templos sagrados de las hemerotecas, que
aquel término de “nacionalidades”, que hacía de España el único país del mundo
con doble nacionalidad interna, es el que esgrimen, y seguramente lo harán
también en Estrasburgo o en La
Haya junto con otros argumentos nada baladíes, quienes ahora
rompen brutalmente España. Y hay que traer a colación que es el concepto que
dio lugar al nuevo y actualmente vigente Estatuto de Autonomía de Cataluña, en
virtud del cual el “Govern” y el “Parlament” han hecho lo que han hecho. Pero
lo peor no es eso, sino que la lenidad, que suele degenerar en complicidad,
llegó al extremo de “homologar” los estatutos de las comunidades regidas por el
Partido Popular en una sucesión de reformas —en realidad, sustituciones— que
fue desde Valencia hasta Galicia pasando por Andalucía (aquí, el PP en la
oposición se puso a codazos el primero de la fila) de manera que en pocos meses
casi toda España igualó a Cataluña en el autogobierno para no ser menos
“nacionalidades”. Esto, señores, no lo hizo Pi y Margall, sino alguien que hoy
lucha denodada y acertadamente por recuperar el tiempo perdido durante décadas:
el presidente del Gobierno del Reino de España. Fue Rajoy quien inició esa
carrera alocada no por corregir el rumbo secesionista de Cataluña sino por
extenderlo de hecho, vía estatutos, al resto de la Nación.
Hay equivocaciones que claman al
cielo, por sus consecuencias, a menudo dramáticas. Y ésta es una que aún está
por completar. El 155, como venimos afirmando algunos desde hace años, es
inevitable. Lo acaba de anunciar el mismo impulsor de aquella aventura sin
retorno. Ejecutarlo ahora es casi milagroso. Y todo por mantener esa línea de
lenidad, que vista desde el momento presente se antoja una crónica de cien años
dominados por la falta de valor, resolución y lucidez a tiempo.
Otro día hablaré del Ejército, de
Cospedal, de Bono y del teniente general Mena.
Esclarecedor como de costumbre, el articulista nos pone delante de un espejo la triste realidad que padecemos y, lo más importante, la genealogía de la misma. Es hora de una profunda reflexión, pues no podremos permanecer inermes ante la hora de la acción que se avecina.
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