El siglo XXI no nos da para
sustos. Durante los diecisiete o dieciocho años, según se mire, transcurridos
desde el pistoletazo de salida hemos creído, de veras, que vivíamos en un mundo
nuevo y feliz, como auguró Karina. Era el mundo de Internet. Ahora, con la
desaparición de la llamada “neutralidad”, o lo que es lo mismo, la red
igualitaria, Estados Unidos, o sea Internet, nos anuncia otro mundo nuevo,
ignoro si también feliz. No estamos preparados para tantos cambios y de tal calibre.
O tal vez sí, porque de lo que se trata no es más que de una nueva operación de
mercado. Va a resultar que estos tres lustros y pico de Internet como medio de
telecomunicación en el que cabía todo eran, al fin y al cabo, una promoción
comercial, como un periodo de prueba gratuita. Una vez aclimatado el personal,
es decir, enviciado, cuando ya se ha conseguido que sobre todo la gente joven
no pueda vivir ni un minuto, de día o de noche, sin estar enganchado a algún
dispositivo de red social, ha llegado la hora de revelar la verdadera cara de
Internet, un inmenso, universal mercadillo por cuya ocupación habremos de
pagar.
Desde hace algún tiempo vengo
observando que la última gran baza de nuestro capitalismo, la tecnología
derivada de la investigación científica, ha tocado techo. Quizás el mejor
exponente de ello sea el frenazo producido en la célebre compañía de la manzana
mordida (puede que ahora sepamos por qué) en su hasta no hace mucho producto
estrella: el ipad (aipod para los amigos de aquí, incluidos los colegios
concertados que en su día obligaron moralmente a los padres a comprarlos para
uso académico de los alumnos). Lo mismo ha ocurrido con la miniaturización, que
fue no hace mucho la gran batalla de los fabricantes: ocupar cada vez menos y menos
espacio físico. ¿Para qué? Para reunir en volúmenes ergonómicos características
técnicas cada vez más ambiciosas que hasta entonces eran caras y aparatosas.
Incómodas, en una palabra. Fuimos asistiendo así al encogimiento primero de
transistores, después de televisores, luego de cámaras y finalmente de
teléfonos móviles inteligentes. Hasta que la ciencia tropezó con la naturaleza.
El abuso del progreso no está bien visto en la Creación. Demasiados
antibióticos inmunizan a las bacterias. Demasiada competencia se topa con la
mano humana. O con el ojo humano. O con el ritmo de los días.
Si observan cuidadosamente la
deriva de los móviles, verán que, llegados a un punto, no reducen más su
tamaño. La carrera de la miniaturización ha llegado a la meta, que es la mano
de un humano joven. Pueden añadir mayores cotas de perfección a los componentes
miniaturizados, pero ahí también se estrella la tecnología con el cuerpo humano
y sus limitaciones, que son al mismo tiempo sus grandezas. Y es que todo en
nuestros ojos está configurado para la transmisión de datos o impulsos al
cerebro con un umbral de definición, por encima del cual ya puede inventar el
mercado 4 kas, 5 kas o infinitos kas, que todo es inútil. Esto es extensible a
multitud de recursos materiales que hacen nuestra vida más fácil en apariencia,
pero más compleja, menos dúctil y más hiperactiva en la realidad.
Hablo, evidentemente, del ámbito
doméstico y callejero, no del industrial ni del institucional destinado a
cubrir necesidades masivas o a resolver problemas de gran alcance, como el sanitario
o el alimenticio. Ahí, la tecnología tiene todos los campos abiertos. Pero en
el gran escenario del consumo, que es donde nos movemos de ordinario y con el
que nos relacionamos más directamente, la oferta tiene un serio problema,
Huston. Y no es uno más. De ahí, supongo, que haya decidido dar una vuelta de
tuerca y acabar con el gratis total de los portales de Internet.
Si de los inmediato pasamos a lo
metafísico —es broma, tranquilos— puede que estemos asistiendo a la última gran
mutación de un ciclo histórico muy largo cuyo arranque podríamos fijar en la
revolución industrial y que podríamos asociar, precisamente, a la necesidad, o
mejor dicho, a la obligación de cambiar permanentemente. Cada especie animal tiene
su biorritmo, y aquí voy a lo que antes pergeñaba: el día tiene 24 horas, ¿no
es cierto? (que diría un ejecutivo agresivo ante una pizarra blanca en la que
acaba de escribir 24). ¿Es posible para un ser humano digerir en ese tiempo el
aluvión sistemático de información de todo tipo que le induce a no quedarse
atrás en la loca carrera del consumo? Esto no tendría mayor importancia si nos
hubiesen educado para consumir razonablemente, pero lo cierto es que, como
todas las revoluciones, la industrial acabó también, en su sed de cambio, con
cuanta sabiduría a este respecto habían conseguido milenios de civilización y
cultura.
Me remonto mucho, ya lo sé. Pero,
como dice la Biblia
que escuchamos en las misas los que seguimos yendo —que somos más de los que
otros intentan que parezca pero menos de los que sería bueno que fuesen—, un
día es un año para Dios y un año un día. ¿Qué son 150 años para la vida de la Humanidad ? Tal vez en
Atapuerca tengan la respuesta.
En todo caso, la velocidad, esa
diosa de nuestro tiempo, nos ha llevado al filo de un abismo: un Internet de
pago, y caro además. Predecía Al Gore, siendo vicepresidente con Clinton —y
predecía bien— que Internet lo cambiaría todo. Es la magia de la palabra
cambio. A combatir el cambio climático se ha dedicado después, incluyendo la
venta de miles de deuvedés a la
Junta de Andalucía para los centros educativos. Gore sabía
muy bien que, como todos los avances tecnológicos, si tienen éxito en los
ensayos militares también lo tendrán en la sociedad de consumo.
En definitiva, la coacción
ambiental para que forcemos el ritmo de los días y las capacidades del cuerpo
humano ha neurotizado a las nuevas generaciones porque se trata de una pulsión
imposible, de una compulsión. Ni el tiempo, ni nuestro organismo ni nuestra
mente van a adaptarse a los dictados artificiales. Al menos hasta el nuevo
big-bang.
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