viernes, 12 de enero de 2018

LA LOCA CARRERA DEL MERCADO

El siglo XXI no nos da para sustos. Durante los diecisiete o dieciocho años, según se mire, transcurridos desde el pistoletazo de salida hemos creído, de veras, que vivíamos en un mundo nuevo y feliz, como auguró Karina. Era el mundo de Internet. Ahora, con la desaparición de la llamada “neutralidad”, o lo que es lo mismo, la red igualitaria, Estados Unidos, o sea Internet, nos anuncia otro mundo nuevo, ignoro si también feliz. No estamos preparados para tantos cambios y de tal calibre. O tal vez sí, porque de lo que se trata no es más que de una nueva operación de mercado. Va a resultar que estos tres lustros y pico de Internet como medio de telecomunicación en el que cabía todo eran, al fin y al cabo, una promoción comercial, como un periodo de prueba gratuita. Una vez aclimatado el personal, es decir, enviciado, cuando ya se ha conseguido que sobre todo la gente joven no pueda vivir ni un minuto, de día o de noche, sin estar enganchado a algún dispositivo de red social, ha llegado la hora de revelar la verdadera cara de Internet, un inmenso, universal mercadillo por cuya ocupación habremos de pagar.
Desde hace algún tiempo vengo observando que la última gran baza de nuestro capitalismo, la tecnología derivada de la investigación científica, ha tocado techo. Quizás el mejor exponente de ello sea el frenazo producido en la célebre compañía de la manzana mordida (puede que ahora sepamos por qué) en su hasta no hace mucho producto estrella: el ipad (aipod para los amigos de aquí, incluidos los colegios concertados que en su día obligaron moralmente a los padres a comprarlos para uso académico de los alumnos). Lo mismo ha ocurrido con la miniaturización, que fue no hace mucho la gran batalla de los fabricantes: ocupar cada vez menos y menos espacio físico. ¿Para qué? Para reunir en volúmenes ergonómicos características técnicas cada vez más ambiciosas que hasta entonces eran caras y aparatosas. Incómodas, en una palabra. Fuimos asistiendo así al encogimiento primero de transistores, después de televisores, luego de cámaras y finalmente de teléfonos móviles inteligentes. Hasta que la ciencia tropezó con la naturaleza. El abuso del progreso no está bien visto en la Creación. Demasiados antibióticos inmunizan a las bacterias. Demasiada competencia se topa con la mano humana. O con el ojo humano. O con el ritmo de los días.
Si observan cuidadosamente la deriva de los móviles, verán que, llegados a un punto, no reducen más su tamaño. La carrera de la miniaturización ha llegado a la meta, que es la mano de un humano joven. Pueden añadir mayores cotas de perfección a los componentes miniaturizados, pero ahí también se estrella la tecnología con el cuerpo humano y sus limitaciones, que son al mismo tiempo sus grandezas. Y es que todo en nuestros ojos está configurado para la transmisión de datos o impulsos al cerebro con un umbral de definición, por encima del cual ya puede inventar el mercado 4 kas, 5 kas o infinitos kas, que todo es inútil. Esto es extensible a multitud de recursos materiales que hacen nuestra vida más fácil en apariencia, pero más compleja, menos dúctil y más hiperactiva en la realidad.
Hablo, evidentemente, del ámbito doméstico y callejero, no del industrial ni del institucional destinado a cubrir necesidades masivas o a resolver problemas de gran alcance, como el sanitario o el alimenticio. Ahí, la tecnología tiene todos los campos abiertos. Pero en el gran escenario del consumo, que es donde nos movemos de ordinario y con el que nos relacionamos más directamente, la oferta tiene un serio problema, Huston. Y no es uno más. De ahí, supongo, que haya decidido dar una vuelta de tuerca y acabar con el gratis total de los portales de Internet.
Si de los inmediato pasamos a lo metafísico —es broma, tranquilos— puede que estemos asistiendo a la última gran mutación de un ciclo histórico muy largo cuyo arranque podríamos fijar en la revolución industrial y que podríamos asociar, precisamente, a la necesidad, o mejor dicho, a la obligación de cambiar permanentemente. Cada especie animal tiene su biorritmo, y aquí voy a lo que antes pergeñaba: el día tiene 24 horas, ¿no es cierto? (que diría un ejecutivo agresivo ante una pizarra blanca en la que acaba de escribir 24). ¿Es posible para un ser humano digerir en ese tiempo el aluvión sistemático de información de todo tipo que le induce a no quedarse atrás en la loca carrera del consumo? Esto no tendría mayor importancia si nos hubiesen educado para consumir razonablemente, pero lo cierto es que, como todas las revoluciones, la industrial acabó también, en su sed de cambio, con cuanta sabiduría a este respecto habían conseguido milenios de civilización y cultura.
Me remonto mucho, ya lo sé. Pero, como dice la Biblia que escuchamos en las misas los que seguimos yendo —que somos más de los que otros intentan que parezca pero menos de los que sería bueno que fuesen—, un día es un año para Dios y un año un día. ¿Qué son 150 años para la vida de la Humanidad? Tal vez en Atapuerca tengan la respuesta.
En todo caso, la velocidad, esa diosa de nuestro tiempo, nos ha llevado al filo de un abismo: un Internet de pago, y caro además. Predecía Al Gore, siendo vicepresidente con Clinton —y predecía bien— que Internet lo cambiaría todo. Es la magia de la palabra cambio. A combatir el cambio climático se ha dedicado después, incluyendo la venta de miles de deuvedés a la Junta de Andalucía para los centros educativos. Gore sabía muy bien que, como todos los avances tecnológicos, si tienen éxito en los ensayos militares también lo tendrán en la sociedad de consumo.

En definitiva, la coacción ambiental para que forcemos el ritmo de los días y las capacidades del cuerpo humano ha neurotizado a las nuevas generaciones porque se trata de una pulsión imposible, de una compulsión. Ni el tiempo, ni nuestro organismo ni nuestra mente van a adaptarse a los dictados artificiales. Al menos hasta el nuevo big-bang.

No hay comentarios:

Publicar un comentario